Pila Gonzalez Blog

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El otoño en Alejandría

Una tarde como muchas otras, volvía yo de la escuela camino hacia mi casa. Podría haber sido 14 de febrero para los románticos de turno, pero me da pena decirles que era otoño, ya que las hojas habían empezado a caer con mayor esmero y, como sabemos, en mi pueblo, el otoño formalmente empieza a mediados de marzo.

Ocho cuadras separaban a mi escuela de mi hogar. Ocho cuadras que había transitado por casi diez años de manera ininterrumpida sin que sucediera nada memorioso. Pero esa tarde otoñal, alrededor de las 17:45 horas, algo digno del recuerdo y la nostalgia aconteció en mi vida y quedó guardado para siempre en mis evocaciones.

Con paso cansado pero firme retornaba de mi jornada escolar. El ciclo lectivo había comenzado hacía poco tiempo y ya se sentía en las diminutas ganas de un adolescente, como lo era en ese entonces. El fin de año estaba muy lejos, pero el comienzo de un gran amor estaba a sólo media cuadra de distancia detrás de mí.

Sin saber por qué, quizás guiado por una fuerza que no supe comprender, a cuatro cuadras de llegar a mi casa me doy vuelta sobre mis pasos y fue en ese preciso momento que nuestras miradas se cruzaron por primera vez. No sería la última, pero ese eterno instante perduró en el tiempo y en el espacio. A menos de cincuenta metros de mí, venía caminando ella, el ser más hermoso que había visto en mi vida, en la misma dirección y en el mismo camino que yo había transitado segundos antes. Con su guardapolvo blanco inmaculado y su pelo lacio que ondulaba imperceptiblemente por la brisa que corría en ese momento. Parecía una diosa de Alejandría, de la antigua Grecia, de Oriente. Era de otra época. Su belleza no se comparaba con ningún mortal del año 1998.

Al notar que yo la estaba observando, sus mejillas se ruborizaron y su mirada cómplice se dirigió hacia el suelo. Pero a pesar de ello, no disminuyó su marcha. Yo sí, había detenido mi andar, obnubilado ante semejante epifanía. Mis músculos no respondían, mis pies no querían continuar. Los cincuenta metros que nos separaban se fueron reduciendo entre nosotros. Y ahí nos encontrábamos, a muy escasa distancia el uno del otro.

Pasó ante mí. Yo no supe que hacer. Sólo me dediqué a contener ese choque ancestral entre dos almas perdidas.

Al fin reaccioné y la seguí, pisando sus mismos pasos, caminando su mismo camino, apreciando su fragancia, creyendo en las extrañas y fantásticas coincidencias del destino.

Ella notó mi presencia cerca suya a tal punto que se vio obligada a girar para mirarme. Ahora el que estaba sonrojado era yo, pero me obligué a no bajar la vista. Quería mantener y atesorar sus ojos en los míos como un recuerdo sagrado para la posteridad.

Miles de preguntas acudieron a mi mente en ese momento. ¿De dónde había salido ese ser angelical? ¿Sería una crueldad o una bendición del destino? Pero lo que más me daba vueltas por la cabeza y el corazón era ¿cómo no había visto nunca antes a esta mujer si éramos vecinos? ¿Se habría mudado recientemente? ¿Sería un espejismo, una alucinación? ¿Me estaría volviendo loco? ¿Loco de amor?

Nuestras miradas se volvieron a juntar, aunque esta vez advertí en sus dulces ojos que era una mirada de despedida, de un hasta luego, de un “nos vemos pronto” (si se me permite tal redundancia). Ella había llegado a su casa y la mía distaba de sólo media cuadra más.

Quisieron los dioses y la buena fortuna que nuestras vidas se cruzaran en infinitas ocasiones posteriores, pero en ninguna volvimos o pudimos recrear ese mágico y único regreso de la escuela, de esa tarde de principios de otoño, de ese perfecto instante, de esas maravillosas cuatro cuadras que duró el amor real, puro y circunstancial.


Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado en el año 2021.