Te levantas de la cama porque suena la maldita alarma del teléfono con esa misma cancioncita mierda todos los santos días laborables. De lunes a viernes. No fallan nunca esos teléfonos. Son cada vez más inteligentes —¡Qué van a fallar!— Lo único que te puede salvar —piensas— es que se queden sin batería durante la noche. Pero lo piensas mejor, porque ya no estás más dormido. Ya te despertaste. Te das cuenta de que eso es imposible que suceda —que fallen esos teléfonos del culo— porque ese ser amorfo que está desplomado al lado tuyo en la cama, y que lanza ruiditos finitos por su boca que huele a mierda de caballo podrido, se encarga todas las noches, antes de dormir, y de empezar a roncar, de conectarlos al cargador. Le dejaste esa tarea. Cediste una vez. Le diste ese poder —¿en qué carajo estabas pensando, estúpido?— y ya no puedes recuperarlo. Sos plenamente consciente de que la alarma de tu teléfono sonará por siempre. También sos consciente de que tenes que apagarla rápido porque si no, ese mismo ser despreciable, que ahora se acomoda mejor en tu cama para seguir durmiendo como un lechón salvaje en el medio de la mierda en que duermen los lechones salvajes, mientras vos tenés que levantarte para ir a trabajar. Esa abominación ridícula con la que te casaste quince años atrás, porque fuiste tan pelotudo de dejarla embarazada, porque cogiste sin forro —forro— porque estabas tan caliente que tu cabecita de adolescente inmaduro —y pelotudo— en lo único que pensaba era en desvirgarla y que su sangre te chorreara por la pija así le contabas a tus amiguitos —también pelotudos— que tenías, tu hazaña pelotuda de machito cabrón y cogedor. Porque estaba buena. Recuerdas que era una belleza y no un hipopótamo sarnoso cómo en lo que se convirtió ahora. Tienes que apagar la alarma rápido porque si no esa bestia irascible que duerme a tu lado desde tiempos inmemorables —desde toda tu puta vida— se va a despertar echando humo por su nariz sarnosa y peluda, y van a empezar a salir gruñidos de su boca como un jabalí en celo, escupiendo palabras de esa boca que huele a mierda. Palabras tan normales para esa pandemia humana y que tanto te hieren, que te rajan cada sentimiento de tu hombría perdida, que te van carcomiendo los huesos despacio, sin prisa pero sin pausa, poco a poco. Si no apagas esa alarma rápido, tu mujer, como dijo ese reverendo hijo de mil putas del cura quince años atrás, en esa iglesia del orto, en el centro de esta ciudad del orto. Tú esposa, cómo figura en esa libretita del orto que está guardada en el cajón de la mesa de luz y que funciona como un grillete carcelario, como una tobillera que usan los presos con prisión domiciliaria. Mari Carmen, como el nombre mierda que le pusieron los mierdas de sus padres —tus suegros— que tanto te odian y que no pierden una mísera ocasión para recordarte que sos un parasito y una carga para el mundo. Si no apagas esa puta alarma rápido, ese monstruo alienígena se va a despertar, va a salir de su letargo y te va a decir que apagues la maldita alarma. Pero eso no va a ser todo. La cosa va a ir más allá de tu condición. Se va a meter de lleno en tus genitales y te los va a retorcer hasta que no tengas más nada de este mundo, hasta que las poquitas gotas de dignidad que te quedan desaparezcan para siempre y te sientas el ser humano más infeliz de la historia de la humanidad. Si no apagas esa alarma ahora mismo vas a volver a oír esa palabra otra vez. Si no te apuras y aprietas ese maldito botón digital que dice “apagar alarma” en tu teléfono inteligente, tu señora, tu esposa, tu mujer, esa pandemia humana, ese hipopótamo irascible de nariz peluda y sarnosa, ese jabalí gruñón en celo, ese ser despreciable y amorfo con aliento a mierda de caballo podrida, va a continuar con su perorata matutina porque no apagaste la alarma rápido y te va a escupir el tan certero, hiriente, degradante y mortífero: inútil.