El rock nacional ha muerto, y nadie lo nota
Hubo un tiempo que fue hermoso y que fuimos libres de verdad. Un tiempo en que las guitarras eran más poderosas que las armas. En que un acorde menor podía cambiar el mundo, o al menos el estado de ánimo de un adolescente inquieto. En que los dioses no permitían que el futuro sea indiferente. En que los pibes se juntaban en una plaza, con un vino Toro y una fe ciega en que el rock nacional —ese milagro sucio, lírico y tan argentino como el mate tibio del amanecer— iba a durar para siempre. Pero no duró. El rock nacional murió. No con un estruendo, sino con un bostezo. Todo concluye al fin. Todo tiene un final. Todo termina. No lo mataron los militares, ni las drogas, ni el mercado: lo mató, justamente, la indiferencia. Lo mató una generación que ya no necesita guitarras para gritar. Que grita desde un celular. Que baila, no se rebela. Que escucha lo que el algoritmo decide que escuche. Hubo una vez un recital de Los Redondos en Racing, con el Indio Solari recitando Ji ji ji como si fuera uno de los 10 mandamientos. El aire olía a pólvora, cerveza y transpiración. Las bengalas pintaban de rojo las caras de miles de fieles que no necesitaban entender las letras: las sentían. Era una fiesta que desafiaba la ley, una patria paralela. Una misa. Un futuro que había llegado hace rato, y no se sabía muy bien qué hacer con él. Hubo otra un estadio de River repleto, vibrando como si el suelo fuera a romperse. Era 1997, y Soda Stereo se despedía para siempre —o casi, porque diez años después volverían para decir adiós una vez más. Cerati, con una campera marrón y su guitarra negra colgada como una extensión del cuerpo, levantó los brazos y dijo: “Gracias… totales”. Fue el instante en que el eco se volvió silencio, y el silencio, canción animal. Nadie lo sabía, pero ese fue, quizás, uno de los últimos brindis del rock argentino. Lo demás fue eco, repetición, tributo. Hubo también un Charly García épico, en cuero, arrodillado arriba del teclado, con un bandera argentina toda mojada en el cuello, cantando Seminare bajo la lluvia, en el Quilmes Rock. Miles lo acompañaban, tiritando, felices, como si mojarse fuera una prueba de fe. El agua caía a baldazos, los cables chispeaban, y Charly, empapado, seguía gritando con esa voz de vidrio molido. No había sol. Estaba muy lejos. Pero quemaba de amor. Y hubo otra vez, en el ojo del Huracán, una noche que parecía escrita para quedar en la memoria. La Renga tocaba con el escenario en el centro de la cancha, rodeado por un círculo humano que latía al mismo ritmo. “Estamos en el ojo del huracán”, dijo Chizzo, y por una noche lo estuvieron todos. Fue rock en su forma más cruda: impredecible, vital, libre. El rock nacional fue una forma de creer. Creíamos en Spinetta, que hablaba en lenguas que nadie entendía pero todos sentían. En Charly, que tocaba el piano como un animal y que todavía sigue siendo más lúcido que todo TikTok junto. En Fito, cuando no pertenecía a ningún "ismo". En Calamaro, cuando todavía escribía canciones que dolían y no tuits que distraen. En Divididos y en Las Pelotas, que siguieron tocando como si Luca no se hubiera ido nunca. En Los Piojos y la Bersuit, que hicieron que el barrio, lo popular y la poesía se dieran la mano. Poder decir adiós, era creer. Pero nadie quizo seguir creyendo. Eran tiempos en que el rock sonaba a calle, a sudor, a protesta, a esperanza. Una religión sin templo, con arpegios como crucifijos y letras que eran salmos de una generación que no sabía muy bien de qué quería salvarse, pero quería salvarse. No se trataba sólo de música: era una forma de pararse frente al espejo del mundo. Después llegó la grieta. Esa maldita grieta. El país se rompió en dos mitades, y la música —que alguna vez había unido a todos en el mismo pogo— se convirtió en territorio minado. Las letras dejaron de hablar de lo común y empezaron a elegir bando. Los escenarios se politizaron, los festivales se fragmentaron, muchos artistas se convirtieron en sus propios enemigos. El rock, que había nacido como un grito colectivo, se volvió un murmullo individualista. Se sintió solo y confundido a la vez y los analista nunca pudieron entender. Ahí se clavó el último clavo en el ataúd. Ahora, los chicos de veinte no saben quién fue Luis Alberto. Ni les importa. Y no hay culpa en eso: toda generación tiene derecho a su ruido. Pero duele igual. Duele ver cómo el rock, que alguna vez fue el idioma de toda una sociedad, se volvió una lengua muerta. Duele saber que ya no hay amor después del amor, que la grasa de las capitales ya no incomoda a nadie, que las camperas de cuero son un disfraz. Los nuevos himnos se hacen con auto-tune y base de trap. No hay juicio moral posible: sólo la melancolía del que mira desde lejos cómo se apaga el fuego. Los nuevos ídolos no pisan cables, no transpiran, no se mojan. Tocan en plataformas de streaming desde el sillón del living de sus casas. No se les rompe la voz. Tienen managers, likes y filtros. Nadie desafina. Nadie se juega la vida en una nota. Nadie salta vacío sin red. Me gustaría creer que cada tanto un pibe enchufa una viola, rasga un acorde y siente algo parecido a la eternidad. Que a veces, una banda nueva toca un tema viejo y el aire se parte en dos, como si Luca o Gustavo o Miguel o Fede o Pappo estuvieran ahí, en algún rincón invisible, sonriendo ante el intento. Quizás ahí, en ese ruido que desarma y sangra, todavía respire un poco de aquello que fuimos. Quizás el rock no murió del todo. Quizás no todo esté perdido. Quizás falta que vuelvan a ofrecer sus corazones, que vuelvan las luces del próximo bar en la ciudad de la furia. Quizás el rock nacional sólo se quedó dormido, esperando que alguien lo despierte cuando pase el temblor.
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