Me gusta caminar las ciudades.
Explorarlas.
Ir más allá.
Buscar sus secretos escondidos.
Descubrir como son
detrás del maquillaje turístico.
Intentar comprender cómo piensan.
Cómo sienten.
Cómo respiran.
Dejar los mapas en modo avión.
Perderme por ahí.
Donde no llega
la masa enardecida de turistas,
cámara en mano,
con intención de devorarlo todo a su paso.
Me divierte encontrarme
con esa chica que corre,
con el fotógrafo que intenta retratar
a unos mellizos escurridizos,
con esa joven que hace yoga
al aire libre,
con el señor que alimenta
a las palomas,
con el oficinista que busca la calma
en un banco bajo una planta,
con aquella adolescente
que dibuja descalza
sentada en el pasto,
con el padre que le alcanza la pelota
a su hijo,
con la chica de lentes
que lee sin parar,
con el muchacho que toma sol
semi desnudo,
con la mamá que da el pecho
sin tabúes,
con esos amigos que pasean
en sillas de rueda.
Me gustan esos sitios donde
nadie finge ser alguien que no es
o no quiere ser.
Donde los únicos sonidos que se perciben
son el viento,
los árboles,
los pájaros,
las hojas de un libro pasar,
los besos de los enamorados.
Sonidos de chicos correr,
manos aplaudir,
perros felices.
Esos lugares no son tan difíciles
de encontrar para el viajero entrenado.
Solo hace falta salir del circuito.
Del sistema.
Del escenario que nos arman.
Son esos escondites mágicos
como ese parque a las afuera de Bratislava,
donde vi como el tiempo se detuvo
y esperó,
latente,
sin prisas,
que un argentino errante
tomara su cuaderno
y dejara plasmado en palabras
sus más sinceras emociones.
Este poema pertenece al libro Ciclotimia, publicado en el año 2019.