Perdido hasta de mi mismo,
aterricé en un país sin fronteras
como lo podría haber hecho
en cualquier sitio
que no lleve por nombre Chivilcoy.
La ciudad donde elegí nacer
se me cerraba en la garganta
y condenaba a perpetua
mis sueños más valientes.
Por eso tomé el primer vuelo que partió
de sus plazas cada ocho cuadras
en sus calles paralelamente perfectas.
Quise surcar diagonales,
brindar en pasadizos secretos,
rezarles a las damas de ocasión su Santo Sudor.
Besarlas en sus más sinceros sentimientos.
Me dejé llevar por las historias
que ocurrían por primera vez
siendo yo el personaje principal
de esta trama vagabunda.
No pedí nada a cambio.
Sólo quise recuperar
mi sonrisa más alegre,
mi buen humor predecible.
Mis ganas locas de saltar las tranqueras.
Me enamoré.
No una, sino varias veces.
Algunas me dejaron tirado,
moribundo,
al borde del camino
más allá de la agonía.
Otras supieron alejarse
con el tiempo suficiente
que les permitía su cultura.
Sólo una me quiso de verdad.
O dos. O tres. O todas.
Cada una a su modo,
a su conveniencia.
Cargué varias mochilas al hombro
pesadas como montañas.
Pero siempre viajé ligero,
con el horizonte como brújula.
Y un día, al final, volví.
Quería reconquistar el tiempo perdido,
Pero descubrí,
que no se puede ir
y pretender regresar
al mismo sitio que se dejó
ya que no solo cambia el lugar,
también se transforma uno.
Porque todo es una continúa permutación,
un abandono misterioso,
un soltar y avanzar
otra vez,
por esas calles perfectas,
por esas plazas de cuadras contadas
y atardeceres en llamas,
lagunas artificiales secas de olvidos,
barrio de infancia feliz
y adolescencia de heridas,
verde hasta donde alcance la vista,
caminos que no te llevan a ninguna parte
pero que siempre te dejan
más cerca de uno mismo.