Hay una mesa, señores. No cualquier mesa. No una de esas plegables de camping donde se juntan los que traen la gaseosa y no ponen para la carne. No. Estamos hablando de la mesa chica grande del fútbol mundial. Esa donde no se sientan, se instalan. Donde el mantel es de historia, las copas de cristal son de verdad, y los cubiertos brillan con el peso de los mundiales ganados.
Ahí, en la cabecera, están los de siempre. Los que no necesitan invitación ni acreditación FIFA. Argentina, Brasil, Alemania, Italia y Francia. Cinco potencias que no entran al salón: lo abren. Los que, cuando pisan la alfombra roja del Mundial, no la pisan: la estrenan.
Argentina llega con la camiseta que más historias de locura y redención guarda. Con Maradona, Messi, Kempes, y una hinchada que canta como si el resultado fuera cuestión de vida o muerte. Y muchas veces lo es. Brasil, el eterno convidado que inventó la alegría en la pelota. La verdeamarela que te gana jugando bien, mal, bailando samba, descalso, con una sonrisa. Alemania, que no se ríe mucho pero siempre llega a semifinales, aunque juegue con suplentes y un utilero de arquero. Italia, que defiende como si le robaran la mamma y celebra los 0 a 0 como sinfonías de Verdi. Y Francia, la nueva aristocracia, que te juega con elegancia y encima te gana con cara de que no transpiró.
Esa es la mesa chica grande, porque chica en número, grande en historia. No hay discusión. Los demás miran desde la barra, esperando que alguien se levante al baño para ocupar la silla. Pero no se levantan nunca.
Después, un poco más allá, hay otra mesa, la de los que pueden, pero todavía no siempre pueden. Ahí se sientan Uruguay, España, Inglaterra y Países Bajos.
Uruguay, que con tres millones te gana dos mundiales y una cantidad obscena de Copas América, y que juega con una garra que parece un sindicato de pulmones. España, que se pasó medio siglo prometiendo “esta vez sí” hasta que por fin lo logró, tiki-takeando al mundo. Inglaterra, que inventó el fútbol pero lo olvidó en un pub. Siempre llega, siempre ilusiona, siempre se queda sin cerveza antes de tiempo. Y Países Bajos, que no tiene estrellas en el escudo pero tiene una en el alma. Los que no levantaron la copa, pero cambiaron la historia. Porque el fútbol total lo inventaron ellos, y eso vale más que una estrella bordada.
Y luego está la tercera mesa, esa donde los mozos todavía no trajeron el pan. Ahí, con dignidad, se sientan Croacia, Portugal, México y quizás algún otro.
Croacia, que sin títulos se ganó el respeto de todos, llegando a finales y semifinales con un corazón que no entiende de tamaños. Portugal, que tiene a Cristiano, que no es poca cosa, y una Eurocopa, que tampoco es poca cosa, pero no una tradición que lo acompañe más allá de su ego. México, es potencia regional, y siempre promete el quinto partido como quien promete dejar de fumar.
Así está dividido el mundo del fútbol. No por geografía ni por economía, sino por gloria, sufrimiento y camiseta. Y si alguno protesta, que mire los títulos, los goles, los papelones y las epopeyas.
Porque en la mesa chica grande del fútbol, no se sienta el que quiere, sino el que ya demostró que puede.
Y eso pasa.