Esto no es una historia de amor. O sí, pero esas que duran lo que un trago frío en una noche caliente. De esas que no dejan cicatriz, pero sí una quemadura leve, de esas que no duelen siempre, solo cuando uno se acuerda que las tiene.
La ciudad era Praga, en ese entonces. Una ciudad que parece inventada para el pasado. Una maqueta barroca, semi nevada, perfecta para perderse sin que nadie pregunte de dónde venís ni a dónde vas. Yo estaba de pasada, como lo estaba en ese tiempo. De pasada por el mundo. Ni de aquí ni de allá.
El plan era no salir esa noche. Quedarme en el hostel a dormir temprano, como hacen los que quieren ahorrarse problemas. Recordar errores del pasado y nostalgias del presente. Pero al final salí, como un sonámbulo sale de su cama en plena madrugada. Sin rumbo. Como estaba yo.
El bar quedaba en una calle secundaria, con nombre impronunciable y puertas de madera que crujían como si quisieran huir de sí mismas. Olía a derrota. Y a vodka barato. Y a esas ganas que uno tiene —a veces— de no volver a casa.
Ella estaba ahí, apoyada en la barra, como si el lugar le debiera algo. Tenía una copa en la mano —vino blanco o nostalgia— y un lunar en la clavícula que parecía tatuado por algún dios distraído. Lo primero que noté fue que llevaba una tristeza tan elegante que parecía ensayada.
Me acerqué en silencio. Me apoyé también en la barra y la saludé con un movimiento de cabeza. Uno de esos gestos que dicen mucho sin decir nada: sí, quiero hablar contigo. Sí, quiero que pasemos una noche agradable de charlas y tragos.
Dijo que era de Glasgow. Dijo muchas cosas, de las cuales entendí menos de la mitad. Pero lo primero que dijo fue: —¿Te invito a arruinarnos la vida? Y como siempre fui torpe —y también curioso— le respondí que me interesaba.
Después vino lo demás: su inglés escocés, mis intentos por ocultar mi acento terrorífico, un whisky sin hielo, una sonrisa idiota que me sirvió de salvoconducto. No sé cómo se baila un tango, pero inventamos uno sin música. Un baile de pasos rotos, como si supiéramos que era la única noche posible.
Habló de un poeta que la hizo sangrar. Yo le hablé de nada. De lo que uno cuenta cuando no quiere que lo conozcan. Nos reímos del Brexit, del karma, de los lunes. Como si reírse de esas cosas fuera un acto de rebeldía. Como si el bar fuese un país sin fronteras, sin reglas, sin pasaportes ni despedidas.
A las dos de la mañana, el silencio se volvió protagonista. —Esto ya fue demasiado —dijo. Y después me besó. Así, sin protocolo ni permiso.
Le ofrecí otro trago y otro beso.
—Al final has ganado —me dijo.
Pero nunca entendí a qué se refería. Aún hoy no lo entiendo del todo. Para mí, los dos perdimos esa noche.
Salimos tambaleando hasta un lago enorme, que no sé si era real o si lo inventó la ciudad para ese momento. Tal vez ni siquiera era un lago. Pero lo parecía bastante. Se quitó los zapatos. Caminó descalza por el borde del agua helada como quien camina por el borde de sí misma.
Me escribió su nombre en un papel arrugado y debajo añadió:
—“don’t fall in love.”
No volví a verla ni tampoco fui nunca a Glasgow, como le prometí.
Pero a veces, en alguna esquina o en un bar escondido, una pelirroja que esquiva las ganas me la recuerda. O un brindis mal pronunciado. O una canción en inglés mal traducida. Y me acuerdo del tango sin música, de la ciudad barroca, del bar sin nombre y del sabor de una despedida que no quiso ser tristeza, pero no supo ser otra cosa.