Te levantas de la cama porque suena la maldita alarma del teléfono con esa misma cancioncita mierda todos los santos días laborables. De lunes a viernes. No fallan nunca esos teléfonos. Son cada vez más inteligentes —¡Qué van a fallar!— Lo único que te puede salvar —piensas— es que se queden sin batería durante la noche. Pero lo piensas mejor, porque ya no estás más dormido. Ya te despertaste. Te das cuenta de que eso es imposible que suceda —que fallen esos teléfonos del culo— porque ese ser amorfo que está desplomado al lado tuyo en la cama, y que lanza ruiditos finitos por su boca que huele a mierda de caballo podrido, se encarga todas las noches, antes de dormir, y de empezar a roncar, de conectarlos al cargador. Le dejaste esa tarea. Cediste una vez. Le diste ese poder —¿en qué carajo estabas pensando, estúpido?— y ya no puedes recuperarlo. Sos plenamente consciente de que la alarma de tu teléfono sonará por siempre. También sos consciente de que tenes que apagarla rápido porque si no, ese mismo ser despreciable, que ahora se acomoda mejor en tu cama para seguir durmiendo como un lechón salvaje en el medio de la mierda en que duermen los lechones salvajes, mientras vos tenés que levantarte para ir a trabajar. Esa abominación ridícula con la que te casaste quince años atrás, porque fuiste tan pelotudo de dejarla embarazada, porque cogiste sin forro —forro— porque estabas tan caliente que tu cabecita de adolescente inmaduro —y pelotudo— en lo único que pensaba era en desvirgarla y que su sangre te chorreara por la pija así le contabas a tus amiguitos —también pelotudos— que tenías, tu hazaña pelotuda de machito cabrón y cogedor. Porque estaba buena. Recuerdas que era una belleza y no un hipopótamo sarnoso cómo en lo que se convirtió ahora. Tienes que apagar la alarma rápido porque si no esa bestia irascible que duerme a tu lado desde tiempos inmemorables —desde toda tu puta vida— se va a despertar echando humo por su nariz sarnosa y peluda, y van a empezar a salir gruñidos de su boca como un jabalí en celo, escupiendo palabras de esa boca que huele a mierda. Palabras tan normales para esa pandemia humana y que tanto te hieren, que te rajan cada sentimiento de tu hombría perdida, que te van carcomiendo los huesos despacio, sin prisa pero sin pausa, poco a poco. Si no apagas esa alarma rápido, tu mujer, como dijo ese reverendo hijo de mil putas del cura quince años atrás, en esa iglesia del orto, en el centro de esta ciudad del orto. Tú esposa, cómo figura en esa libretita del orto que está guardada en el cajón de la mesa de luz y que funciona como un grillete carcelario, como una tobillera que usan los presos con prisión domiciliaria. Mari Carmen, como el nombre mierda que le pusieron los mierdas de sus padres —tus suegros— que tanto te odian y que no pierden una mísera ocasión para recordarte que sos un parasito y una carga para el mundo. Si no apagas esa puta alarma rápido, ese monstruo alienígena se va a despertar, va a salir de su letargo y te va a decir que apagues la maldita alarma. Pero eso no va a ser todo. La cosa va a ir más allá de tu condición. Se va a meter de lleno en tus genitales y te los va a retorcer hasta que no tengas más nada de este mundo, hasta que las poquitas gotas de dignidad que te quedan desaparezcan para siempre y te sientas el ser humano más infeliz de la historia de la humanidad. Si no apagas esa alarma ahora mismo vas a volver a oír esa palabra otra vez. Si no te apuras y aprietas ese maldito botón digital que dice “apagar alarma” en tu teléfono inteligente, tu señora, tu esposa, tu mujer, esa pandemia humana, ese hipopótamo irascible de nariz peluda y sarnosa, ese jabalí gruñón en celo, ese ser despreciable y amorfo con aliento a mierda de caballo podrida, va a continuar con su perorata matutina porque no apagaste la alarma rápido y te va a escupir el tan certero, hiriente, degradante y mortífero: inútil.
Una noche de mediados de abril, mientras esperaba el autobús a Praga, en una
calle solitaria de la ciudad de Gießen en Alemania, me pasó algo simpático.
Hacía mucho pero mucho frío y yo me había resguardado en un hueco entre dos
mamparas y techito. La espera era interminable con los cero grados de
temperatura ambiente. Algunos borrachos pasaban a los gritos. Me miraban y se
sorprendían. No sé si les llamaba la atención mi altura o mi sospechosa
soledad en esa calle desierta y semi iluminada. Pero no me decían nada.
Seguían su camino a los gritos hasta el próximo bar.
Nota 1: Los borrachos en Alemania son respetuosos con el
turista cagado de frío esperando un colectivo a las 00:45 de la mañana.
De pronto se acercó una pareja de unos sesenta años. Él: pelo canoso, barriga
pronunciada, nariz roja, campera deportiva. Ella: tímida, pelo negro, bufanda
a juego con un tapado marrón gastado que le llegaba hasta las rodillas. Al
verme, me preguntan algo en alemán, a lo que le respondí: Ich spreche kein
Deutsch, como lo hice cada vez que me hablaban en ese idioma. El señor, que
era ruso o ucraniano, (no le entendí muy bien si era ruso que quería viajar a
Ucrania o ucraniano que quería viajar a Rusia) me preguntó en inglés si
hablaba inglés. Le dije que algo entendía. Entonces sacó de su bolso un papel
queriendo averiguar si yo sabía dónde paraba su colectivo. Le dije que no
tenía ni puta idea.
Siguiendo con la improvisada charla me preguntó de donde era.
—¿Yo?, Argentino.
—¡Ah! ¡Fidel Castro! ¡Español! -me dijo.
Nota 2: A los ex soviéticos la Perestroika también les
racionó la Geografía.
Acto seguido se puso a tararear el bolero “Bésame Mucho”, mientras arrastraba
a su mujer por la vereda fría creyendo que estaban bailando el “Tango a lo
Maradona”.
No les dije nada. Ni que esa canción no era un tango, ni que Maradona se haya
destacado justamente por bailar tangos. Los dejé improvisar bajo la noche
cerrada.
Llegó mi autobús y me tuve que ir. Por la ventanilla vi que me saludaban como
si fueran unos familiares que habían venido a despedirme, mientras seguían
bailando el “Tango, Bésame mucho”, ahora no tanto por mí, sino para olvidarse
del frío, del comunismo y del largo viaje que tenían por delante hasta
Ucrania… o a Rusia. Vaya uno a saber.
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Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado
en el año 2021.
La siguiente es una pequeña nota periodística encontrada de casualidad en el
diario “La Crónica del Oeste de Chivilcoy”.
Roberto Urdaiz fue un carnicero de la ciudad de Chivilcoy al que siempre le
gustó leer en secreto los clásicos de la literatura. Según se ha averiguado
por los forenses que lo encontraron colgado de una soga en el freezer de su
local, tenía en su casa más de noventa relatos cortos, tres novelas (una sin
concluir) y más de quinientos poemas de estilo libre que había escrito durante
sus cincuenta y cuatro años de vida.
Al preguntarles a los familiares por esta doble personalidad, ninguno estaba
enterado. Aunque algunas vecinas mayores de edad, que nos pidieron
expresamente que no diéramos sus nombres, se animaron a decir que;
— El Roberto siempre nos decía piropos y cosas lindas cuando le comprábamos
bola de lomo o carnaza”.
Lamentablemente la familia decidió no publicar nunca estos escritos por
motivos personales. Pero según supimos de buena fuente, todos estos ejemplares
literarios del Carnicero Poeta, si se me permite el título, fueron quemados
por su hermano, Jorge, en un arrebato de envidia al enterarse que Roberto era,
además de carnicero, escritor y muy bueno, y él, un simple panadero sin ningún
talento literario.
Solo se pudo recuperar, gracias al accionar de los investigadores y del juez a
cargo de la causa, el último poema que dejó a sus familiares como nota de
suicidio.
A continuación, transcribiré esta forma ocurrente de decirles a sus seres
queridos que no quería pertenecer más a este mundo, que de alguna forma se
había cansado de seguir vivo.
“Ya no hago nada con mi vida.
Con mi vida ya no hago nada.
Sólo me siento solo a ver la lluvia caer por la ventana.
Nada más me interesa.
Mis últimas gotas…
Ya no me emociono con las cosas bellas de este mundo,
ni me consterno con las situaciones inoportunas
del vivir.
El silencio es y será para siempre mi compañero,
mi guía.
Mis últimas palabras…
El tiempo ya no me seduce.
Es el final que tanto anhelé.
La eternidad me espera.
Es mi último final.”
Roberto Urdaiz
Hay quienes se atreven a decir que este magnífico poema contiene un mensaje
subliminal para sus conocidos. Otros, entre los que se incluye éste humilde
periodista de “La Crónica del Oeste”, preferimos disfrutar de las últimas
palabras que Roberto Urdaiz, carnicero y poeta de la localidad de Chivilcoy,
en la provincia de Buenos Aires, Argentina, dejó a este triste mundo para la
posteridad.
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Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado
en el año 2021.
La algarabía reinaba en el recinto. Los comensales de la fiesta se dispersaban
ordenadamente por el salón. La Muerte los miraba de reojo. Ninguno siquiera
sospechaba de tal maligna presencia, o eso ella creía. No la podían ver y no
la podían sentir, esto era seguro. Ella se paseaba entre ellos. Sigilosa.
Atenta. Expectante.
Uno a uno los bailarines fueron ganando la pista mientras la banda entonaba
los primeros acordes alegres. El Agasajado miraba a todos desde su tarima
dispuesta especialmente para la ocasión. La Muerte también observaba cada
movimiento. Controlaba cada latido de los más de ciento veinte corazones que
se esparcían por el salón. Sabía que uno estaba a punto de fallar. Su trabajo
era encontrarlo antes de tiempo. Antes que le robaran otra muerte. Tenía
instrucciones claras de que era su última oportunidad en esta eternidad. En el
pasado reciente había perdido varias vidas y no podía volver a repetirse
semejante fracaso. Sabía que otras fuerzas estaban en posición. También habían
sido alertados. Por tradición legendaria ellos no se podían reconocer en el
mundo de los mortales. Sólo se podían encontrar en las pesadillas y en las
alucinaciones de los humanos.
El reloj marcó la medianoche con doce campanadas sonoras que hizo perder el
ritmo a más de uno de los músicos. Al instante todos se dieron cuenta de lo
que estaba por ocurrir e hicieron silencio.
—Ha llegado el momento, mis queridos amigos —se escuchó la voz del Agasajado—.
El momento que tanto tiempo hemos esperado.
La Muerte comprendió que también era su hora de actuar. Se acercó hasta el
borde de la tarima y fue contemplando los ojos de todos los invitados que se
habían amontonado para oír mejor a su interlocutor.
— Si hay alguien en este salón que esté arrepentido y quiera dar un paso al
costado, este es el momento. Una vez que comencemos ya no habrá vuelta atrás.
Ciento veinte latidos respondieron extasiados, pero La Muerte no podía
descubrir cuál era el que fallaba. Parecía que todos los corazones palpitaban
al mismo ritmo. Ninguna imperfección. Decidió, entonces, introducirse en el
tumulto de gente para apreciar mejor y estar, así, preparada para cuando
llegara su hora. Esta vez ninguna otra fuerza le arrebataría su botín. Su joya
más preciada de esa noche. Su muerte tan deseada.
—Sabemos que hay entre nosotros varias fuerzas que luchan entre sí —dijo el
Agasajado con voz firme desde su tarima.
La Muerte volteó para enfrentarse al hombre que había pronunciado esas
descaradas palabras. No podía estar hablando de ella. No la podían haber
traicionado de esa manera. No sabían con quien se estaban metiendo.
Su furia fue en aumento a medida que percibía que todos los rostros la
miraban. Los comensales de la fiesta hicieron un círculo en torno a ella.
También rodearon a dos Espectros que se hallaban escondidos entre la gente.
Los tres inmortales quedaron encerrados. Por primera vez en siglos se veían
las caras en el mundo de los vivos.
—Sabemos quiénes son y sabemos por qué están acá —dijo el Agasajado.
—¡Sabemos por qué están acá! —repitieron ciento veinte almas.
— Pero hoy concluye todo. No vamos a permitir que sigan jugando con el destino
de todos nosotros.
La Muerte quiso dar un paso hacia adelante, pero dos pares de brazos la
sujetaron. Entonces comenzó a reír estrepitosamente.
—¡Ilusos! —dijo de pronto — ¡Ciento veinte veces, ilusos!
—¡Alto ahí espectro del mal! —le ordenó el Agasajado y sacó una piedra
triangular plateada del bolsillo de su traje— Alto ahí engendro abominable. Tu
hora ha llegado. ¡Atrás repugnancia!
La Muerte volvió a reír más fuerte y los vidrios del salón estallaron. Los
Espectros cayeron de rodillas.
— ¡Calla bestia! Ya no podrás llevarte más un alma de este mundo. Ya no
seremos más mortales. Te hemos descubierto y acabaremos contigo, demonio.
— Siempre supe que los humanos eran soñadores, pero no pensé que llegarían a
este punto —dijo por fin La Muerte.
Dio un paso hacia adelante arrancándose de los brazos que la sostenían.
—¡Ilusos todos los mortales! —gritó—, e ilusos todos los inmortales que osan
enfrentarme —dijo volviéndose hacia los Espectros que yacían en el piso sin
vida—. Ustedes, simples humanos, no tienen el poder para decidir su destino.
Son débiles. ¡Yo y sólo yo puedo elegir cuando les llega su momento de morir!
Entiendan bien esto, simples mortales.
Todos los presentes en el salón cayeron de rodillas con el terror incrustado
en sus rostros.
— Pero ahora ya es tarde para ustedes. Ya es tarde para mí. Sus minutos en
este mundo se acaban. Tuvieron la oportunidad de darme sólo un alma y no la
supieron aprovechar. Ahora me los voy a llevar a todos.
—¡No puedes hacer eso! Tenemos las piedras —dijo el Agasajado y extendió la
piedra triangular en sus manos apuntando hacia La Muerte. Lo mismo hicieron
los comensales.
—Los han engañado, simples mortales. Esos innobles los han engañado —dijo
señalando hacia las cenizas que quedaban esparcidas por el suelo de lo que
antes fueron los Espectros —. Y lo peor de todo es que también me han querido
engañar a mí. Pobres infelices, serán testigos de mi ira. Esta noche verán con
sus propios ojos de muertos de lo que soy capaz de hacer. No merecen vivir un
segundo más, simples humanos.
Y así fue como todos se fueron convirtiendo en polvo. Pero no sólo las ciento
veinte personas que estaban esa noche en el salón, sino las siete mil almas
esparcidas por el mundo.
La Muerte volvió a reír y la oscuridad eterna se apoderó de todo.
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Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado
en el año 2021.
¿Alguna vez les pasó que tuvieron que pagar una coima por una cagada, literal?
Bueno, a mí sí.
Eran las cinco de la mañana y estaba sentado en una combi viajando desde
Malasia hasta Tailandia. No sé si fueron los nervios de pisar un nuevo país,
la Coca Cola con papás fritas que había comido de desayuno, los jugos frutales
exprimidos que había tomado en los puestos callejeros de Penang la noche
anterior o la comida picante de los restaurantes indios-malayos, pero la
cuestión fue que a los diez minutos de viaje hacia la frontera siento un
fuerte revoltijo en mi panza. Algo en mi interior quería salir y lo quería
hacer en ese momento. No estaba dispuesto a esperar. Un incómodo sentimiento
inundó mi cuerpo.
—Me hago encima, le dije a Laura, mi ex novia, con el último esfuerzo que
tenía para pronunciar palabras.
Ella me miró, fijo, con los ojos muy abiertos. Sin dudarlo un instante le
pidió por favor al conductor que frenara urgente. El chófer, con muy poco
inglés, le explicó que estábamos cruzando un puente y que no había sitio donde
parar. Laura le imploró, le rogó, le suplicó explicándole que era inminente
frenar porque su novio, o sea yo, se cagaba encima arriba la camioneta ante la
atenta mirada de las más de veinte personas que viajaban junto a nosotros. El
conductor notó la desesperación en la voz de Laura y, ni bien tuvo la
oportunidad, frenó en una estación de servicio sobre la autopista. Yo bajé
corriendo, empujando a todos en mi marcha. Apretando los glúteos. Frunciendo y
desplazándome como una Geisha en apuros. Cuando llegué al bendito baño, evacué
todo eso que me estaba molestando. Fue un gran alivio. Una sensación única e
irrepetible.
Después de cuarenta y cinco minutos, y un certero manguerazo, ya que no había,
como era de esperar, papel, solo una manguera colgando al lado del inodoro,
volví con una sonrisa de oreja a oreja.
Continuamos hacia la frontera. Las personas que viajaban con nosotros me
miraban con una mezcla de compasión y temor. Retomamos la autopista y un
patrullero nos hizo seña de parar. El conductor frenó y se bajó porque los
policías le ordenaron que haga eso. Se puso a hablar con el oficial a
cargo. Hacía ademanes ampulosos con los brazos, nos señalaba, se agarraba la
cabeza. De pronto volvió con cara de enojado. Abrió la puerta y sin ningún
pudor me gritó directo a la cara:
— “¡ Estaba prohibido frenar en la estación de servicio y ahora la policía me
está pidiendo una coima! ¡Tu cagada me va a costar muy caro!”
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Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado
en el año 2021.
Todos conocen la historia. Nadie es ajeno. Crecimos con ella. Nos educaron con
este relato. Buscábamos moralejas y enseñanzas para la vida detrás de cada
oración. Fuimos plenos conscientes de los infortunios de la Caperucita Roja y
de las argucias del malvado Lobo. Ay, pobre niña, pensábamos. Nos enseñaban a
pensar así. Elegían las ideas que debíamos tener. Nos manejaban. Nos moldeaban
a sus gustos. Querían que fuéramos como ellos. Que siguiéramos sus pasos. Nos
leían las historias que ellos querían que escucháramos. Éramos lectores
autómatas. Pasivos. Infelices. No discerníamos. No razonábamos. No
discutíamos. No dudábamos. Éramos jóvenes e inmaduros.
Fuimos creciendo en la mentira. No teníamos armas. Confiábamos en sus
criterios. En sus palabras. Nos contaban cómo fue engañada esta pobre inocente
niñita descaradamente por este vil animal y tomábamos partido. Ellos decían de
qué lado teníamos que estar porque eran ellos los que manejaban los hechos.
Bueno. Es hora de despertar, mis amigos. De sacarnos la venda de los ojos. De
conocer la verdad. De quitarles las caretas a este tipo de cuentos y de
terminar para siempre con este engaño. Ha llegado el día en que todos conozcan
la verdadera historia. Sí. Porque hay otra. Esa que nos fue escondida. Esa que
nos fue negada. Que nos fue robada. Aquí y ahora me propongo a contarles lo
que realmente ocurrió entre la Caperucita Roja y el Lobo. En Dios me confío. Y
que la fuerza esté conmigo.
Érase una vez un viejo Lobo que vivía en un bosque a las afueras de un pueblo
escondido entre montañas. Una tarde, cansado de tanto dormir, salió de su
cueva en busca de alimentos. Estaba muy hambriento. Hacía semanas que no
probaba bocado. Ya no tenía la habilidad de cazar como en su juventud y los
pocos restos que encontraba no eran suficientes. Anduvo un rato largo
recorriendo sin tener suerte. Nada. Ningún animal. Ninguna carroña. Sólo
plantas. Estuvo tentado de comer algunas hierbas, pero no era su naturaleza.
Sin esperanzas retomó el camino hacia su cueva cuando escuchó un ruido muy
familiar. Eran pasos de humanos. Lo que menos se imaginaba en esa época del
año. No era común que las personas anduvieran por el bosque en pleno invierno.
Salió al camino mostrando sus desafilados dientes y lo que se encontró fue a
una pequeña niña. De una de sus manos colgaba una canasta.
Al ver al Lobo, la niña se frenó de golpe. Por unos segundos dejó de respirar.
Ella tampoco se esperaba encontrar un animal salvaje en el bosque en esa
época. El Lobo empezó a olfatear e intentó un débil gruñido. La niña, que
estaba vestida íntegramente de rojo, notó la desesperación del Lobo. Enseguida
supo que el animal no estaba interesado en ella, sino en los pastelitos recién
horneados que llevaba en su canasta.
Sin dudarlo, comenzó a llorisquear y manifestó estar perdida. ¡Mentiras!
¡Vulgares mentiras! Conocía el camino muy bien ya que lo recorría de dos a
tres veces por semana. Se escapaba de su madre para estar sola en la casa que
tiene su abuela en el bosque. A su madre le mentía diciendo que iba a hacerle
compañía a la pobre anciana y llevarle algo de comida. Pero a decir verdad y,
conociendo más de la vida de esta chica, no le importaba un carajo su abuela.
Sólo la usaba para poder pasar los días consumiendo los brownies con marihuana
que se cocinaba. De vez en cuando, y sólo por maldad, aunque ella se engañaba
a sí creyendo que era por diversión, convidaba estas tortas a su abuela que,
digamos bien, ya manifestaba sus buenos y viejos noventa y tres años. Verla a
la vieja drogada era uno de los mayores placeres de esta Caperucita Roja.
Lo cierto es que, al ver al Lobo flaco y muerto de hambre, también lo engañó.
Lo llevó, usando la canasta como cebo, hasta la casa de su abuela. Lo encerró
en un galpón y lo alimentó durante varias semanas. Al final, y como era de
esperar, el pobre Lobo se volvió dócil y fiel a la niña.
Cuando la Caperucita se dio cuenta de que ya estaba domesticado, comenzó a
martirizarlo. Primero lo vistió con ropas de su abuela. Luego lo acostó en la
cama de la vieja mientras ésta dormía la siesta en un sillón del living. Y por
último, se puso a charlar con el Lobo como si de un humano se tratara. El
inocente animal sólo movía la cola y bajabas las orejas. Pobre iluso. Creía
que la niña estaba jugando con él. Pero no. La dulce e inocente niña de rojo
que nos hicieron creer los cuentos infantiles tenía todavía un plan siniestro.
Digamos cómo es la cosa: se lo quería comer. Sí. Se le pasó por la cabeza que
nunca había probado carne de lobo y, cuando lo vio en el bosque, empezó a
maquinar una estrategia para engullirlo. Como estaba tan flaco, lo alimentó.
Bueno, si vamos a ser sinceros, lo que hizo fue engordarlo. Y cuando por fin
el Lobo subió considerablemente de peso, la Caperucita concluyó que había
llegado el momento indicado para comerlo.
A base de caricias y de un sedante logró hacer dormir al Lobo en la cama de su
abuela. Luego salió corriendo hasta la caseta del Guardabosques y, otra vez
con falsas lágrimas en los ojos y miedo fingido en su rostro, le imploró que
la ayudara.
—¡Por favor! ¡Ayúdeme, señor! Un lobo se metió en la casa de mi abuelita y se
la va a comer.
El Guardabosque tomó un hacha y salió corriendo. Cuando llegó a la casa de la
abuelita de la Caperucita entró furioso y se dirigió a la habitación donde le
había indicado la niña que estaba el Lobo.
Lo que pasó después ya todos lo sabemos. El Guardabosque asesinó al pobre Lobo
y colorín colorado, esta triste historia se ha acabado.
Demás está decir, por agregar, que esa noche la Caperucita y el Guardabosques
hicieron un asado con el Lobo. De postre se comieron unos brownies con
marihuana y al final de la velada, terminaron muy juntos a la luz de la luna
que, como una burla del destino, esa noche estaba llena.
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Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado
en el año 2021.
¡Ay! La puta madre. No tomo nunca más en mi vida. No doy más. Ya estoy grande
para estas cosas. Cuando era adolescente, vaya y pase, pero ahora. Soy un
padre de familia y mis nenas, mis dos soles, no se pueden levantar y ver a su{" "}
“Papito hermoso” con una resaca extra large. ¿Qué impresión se van a llevar de
mí? No se lo merecen tampoco. ¿Éste es el ejemplo que les estoy dando?
¡Ay, la concha de la lora! Tengo a los Pitufos saltando dentro de mi cabeza y
de mi panza.
Ups. Se me viene el vómito. ¡Guarda! Cuidado… No. Pará. Pasó. Por suerte falsa
fue alarma.
Y cuando me vea la insoportable de mi mujer, la que se me arma. Va a empezar a
los gritos que se va a enterar todo el barrio. ¡Qué loca histérica se pone a
veces!
A propósito. ¿Dónde está? ¿Qué hora es? ¿Ya es de día?
¡Uy! ¡La cajeta de mi abuela! Voy a llegar tarde a la oficina. Justo hoy que
tengo que presentar el Informe Trimestral de Finanzas a la Junta Directiva.
Pero, pará un cacho. ¿Hoy no es también la despedida de soltero del Rata? ¡No!
¡Sí! ¡No te la puedo creer! ¿Cómo me vengo a olvidar? Y yo que todavía no
reservé las putas y el salón.
¡Pero la reputísima madre que me re mil parió! A mí sólo se me ocurre tomar
como un descontrolado la noche anterior a todo esto. ¡Pero qué hijo de puta
que soy! ¡Qué pedazo de forro! No sé cómo mierda voy a hacer con todo en este
estado deplorable.
Ahora sí. Vomito. Vomito. ¡Aghhhhhhh! ¡Hgaaaaaa!
Uf. No doy más. Estoy hecho mierda. Pero en serio. No tomo nunca más en mi
puta mi vida. Lo juro por mis hijas. Palabra. Así no puedo levantarme nunca
más. Ya no estoy para estos trotes. Estoy por cumplir los cuarenta. Dos nenas,
una de cuatro y la otra, dos años. Una mujer histérica, pero hermosa. Tengo
que reconocer que todavía está entrable la guacha. Se mantiene intacta a pesar
de los dos embarazos. Y sexualmente está hecha una fiera. Como que encontró su
clímax. Mejor para mí. Obviamente. Bueno. Frenemos acá que se me está parando.
Sí. Decía que tengo un buen trabajo, un buen sueldo. No. Esto se termina ya
mismo. Mi última resaca de toda mi puta vida. Ahora un Alikal y a enfrentar el
día como macho. ¡Ah, te gusta ponerte en pedo!, ¿eh? Te gusta la papita con
azúcar. Entonces aguantate la resaca, cagón.
—¡Shh! Bajá la voz que vas a despertar a las nenas. No seas pelotudo.
—Uy. Si. Perdón mi amor. ¿Qué hora es?
—Son las cinco y media de la mañana. ¿Qué, todavía estás en pedo?
—Sí. Un poquito. Pero estoy más descompuesto que borracho.
—¿Cómo estuvo la despedida de soltero del Rata?
—¡¿Qué?!
—Y al final tampoco me contaste nada como te fue con el Informe de Finanzas.
—…
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Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado
en el año 2021.
La tarde se escondía tras los morros para darle paso a la noche. Yo intentaba
dominar mi preocupación con respiraciones largas y profundas. El tiempo se me
terminaba. Mi récord corría peligro. La sangre continuaba derramándose como
nunca. Yo seguía sin poder retirar el cuchillo del abdomen de mi cuarta
víctima del día.
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Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado
en el año 2021.
Haberme errado ese penal, en el último minuto de la final de la Copa, me trajo muchos problemas con la barra brava del club. Es que los muchachos no se lo tomaron a bien y se pusieron violentos.Igual lo que rescato de todo esto fue lo que vino después. Los médicos me avisaron que si consiguen una prótesis ortopédica hay posibilidades de que vuelva a caminar. No dijeron nada de volver a jugar al fútbol porque está claro que sería imposible. Lo que sí me recomendaron es que me ponga a escribir. Al psicólogo lo rechacé de una y me dijeron que tenía que canalizar mis sentimientos de alguna manera.Creo que sería buena idea ponerme a garabatear letras, porque desde ese fatídico momento sueños todas las noches que asesino a mi esposa y a su amante en la cama. Y todas las mañanas me despierto con las manos llenas de sangre. Algún día me compraré un cuaderno y cambiaré las sábanas.
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(1)
Cuento finalista del 10° Concurso de Microrelato de Terror y Gore (2016) que organiza
el Festival de Cine de Terror de Molins de Rei, Barcelona, España
Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado
en el año 2021.
Nunca sentí tanto temor en mi vida como esa mañana en el Banco Francés, y eso
que estuve en muchos procedimientos catalogados “Peligrosos Clase 1”. Como en
la toma de rehenes en esa vivienda de Caballito, donde tuve que negociar con
los captores mano a mano y llevarme todo el crédito por reducir a los
delincuentes. O esa vez que desalojamos una torre de edificios tomada en
Soldati. Ahí sí que nos tiramos de lo lindo con los “ocupas”. En ninguno de
los dos casos tuve miedo, sino que sentí euforia y adrenalina. Los mismos
sentimientos que sentí durante más de treinta años de servicio en la fuerza.
Pero esa mañana fue distinto. Yo me encontraba en el banco esperando mi turno,
como hago todos los días cinco de cada mes, cuando voy a cobrar la mísera
pensión por retiro que me dieron.
El día estaba agradable y el sol ya había ganado todo el cielo. Yo me
encontraba parado detrás de unos señores mayores que no paraban de hablar ni
un minuto de política (no hay tema que me interese menos en la vida). Quizás,
si hubieran hablado del partido de Rugby entre Los Pumas y los All Blacks, a
lo mejor me hubiese puesto a opinar.
Llevaba más de media hora esperando en la cola y había empezado a ofuscarme un
poco, igual que me pasa cada mes. En este banco, también esos días, cobran los
del Parque Industrial y se pagan los sueldos de los empleados del estado. El
lugar se convierte en un gallinero público. Cientos de voces pugnando por
sobresalir. Cientos de historias esperando a ser contadas una y mil veces. Las
mismas caras de siempre. Los mismos relatos de vida y chismes mundanos.
Algunos los sé de memoria.
Creo que fui el único que sospechó de esos dos sujetos que ingresaron hablando
en un tono más elevado que el resto de los clientes. Algunos de ellos se
dieron vuelta a mirar quiénes eran estos tipos, pero enseguida volvieron a lo
suyo. Yo sabía que algo raro iba a suceder con esas personas. El olfato de
policía no lo perdí, aunque hace más de cinco años que me retiré. Lo que los
delató fue simple de percibir para uno de nosotros; no encajaban con el resto
de las personas en el banco. Sus formas de observar las instalaciones mientras
seguían hablando. Estaban calculando, midiendo la situación y el ambiente. En
ese momento, los músculos se me tensaron y ahí fue cuando comencé a sentir una
oleada de temor que me recorrió todo el cuerpo.
El disparo que rebotó contra el techo hizo que me sobresaltara, y creo que
fui el primero en tirarse al piso cuando lo ordenaron. Es más, me parece que
me anticipé a la orden. La gente comenzó a gritar, y un segundo disparo al
aire acalló el bullicio. Todos obedecieron arrojándose al piso como
clavadistas olímpicos.
Hay dos cosas que me parecen absurdas en los robos a bancos con pistolas. La
primera es que siempre los ladrones, para dar inicio al asalto, disparan al
techo, justo por encima de ellos. Algún día se les va a caer un pedazo de
concreto en la cabeza y va a ser digno de un cuento de García Márquez o de
Cortázar. La segunda, y pienso que está muy relacionada con la primera, es que
las personas, es decir, los rehenes, cuando se tiran al piso, se tapan
enseguida la cabeza con las manos. Como si esto fuera protección contra un
disparo certero y mortal. A lo mejor lo hacen para protegerse por si se cae un
bloque del techo cuando los ladrones ejecutan los disparos.
Enseguida del segundo tiro al aire, el que parecía mayor de los dos ladrones
tomó el liderazgo y comenzó a dar órdenes. Se acercó al sector de las cajas,
les entregó una bolsa de consorcio y les ordenó a los empleados del banco que
la llenaran sin decir una palabra. El que parecía menor, ya había dado la
vuelta y estaba del lado de los cajeros, también llenando la bolsa con dinero
y controlándolos. Les preguntó si había cámaras y cuando se las señalaron no
pareció importarle. Las miró unos segundos y volvió a su trabajo. También les
preguntó por el sistema de alarma de aviso a la policía y si alguno había sido
tan estúpido como para accionarlo. Los empleados, dos muchachos que no
llegaban a los treinta años, y una señorita que parecía recién salida de la
escuela secundaria, dijeron al unísono que no.
Pasó todo muy rápido. El asalto duró nada más que cinco minutos, pero a mí me
resultó una eternidad. La cabeza me estallaba de planteos.
‹‹Tenés que hacer algo››, me decía una dulce y decidida voz en mi interior. Al
rato escuchaba: ‹‹ No seas idiota y quedate tirado dónde estás. ¿Vas a
arriesgar tu vida por las migajas que te pagan por haber servido a la sociedad
durante tanto tiempo? ››.
No sabía qué hacer. Hubo momentos en que ganó el héroe que llevo dentro. Tenía
una pequeña navaja en el llavero del bolsillo del pantalón. Una Victorinox,
esas que tienen un montón de cosas. Si actuaba rápido los podía reducir a los
dos sin problemas, como hice aquella vez en la toma de rehenes. Obvio que esa
vuelta tenía todo un equipo atrás que me estaba cuidando la espalda, y
francotiradores por todos lados, que al mínimo movimiento de los delincuentes
empezarían a disparar. También era joven. Ahora estaba solo, rodeado de gente
asustada que no paraba de gemir y de rezar.
Miré a mi alrededor muy despacio, procurando que no me descubran y alcancé a
ver, muy cerca de donde me encontraba, a tres jóvenes que me podrían servir de
apoyo. Traté de llamarlos con la mirada, pero no levantaban la vista del
suelo. Una señora de unos setenta años estaba observándome, vaya a saber desde
cuándo. Nuestros ojos se cruzaron por un instante y pude ver el brillo de su
pesar. Su rostro reflejaba miedo y una tristeza que iba más allá de la
situación actual. Movió de manera sutil la cabeza de un lado al otro en señal
de que no lo haga. En breve todo terminaría y volvería a la normalidad, como
si el robo al banco nunca hubiera ocurrido.
No me podía quedar así. Mi orgullo me lo impedía. Volví a mirar a los ladrones
y noté que el líder estaba controlando la calle por una de las ventanas, a
pocos metros de donde me encontraba tirado.
Ése era el momento para actuar. Otra vez la vocecita en mi mente.
‹‹ No te hagas el héroe. ¿Sabes cómo terminan los que se hacen los héroes en
este país? Envueltos en una bolsa negra y vestidos con un traje de madera ››.
Lo sabía muy bien. He perdido a varios compañeros en acción, pero era nuestro
deber. Tenemos un compromiso con la sociedad, la obligación de protegerlos de
actos delictivos.
‹‹ ¿Y el compromiso de la sociedad para con vos? Ocho mil quinientos pesos que
no te alcanzan para pagar el alquiler del monoambiente y comer una semana. ¿Te
vas a sacrificar por ocho mil quinientos pesos? ››.
Entre reflexiones y angustias acumuladas, me replanteaba otra vez qué hacer.
Si no actuaba la conciencia me lo recriminaría tarde o temprano, y si actuaba
podría terminar muerto. Pensaba y pensaba mientras seguía tirado en el piso
sin moverme.
No tengo mucho que perder en la vida. Vivo solo en un departamento de dos por
dos. Mi exmujer ya formó una nueva familia, con dos hermosos chicos que se
parecen mucho a ella. Mi única hija no me dirige la palabra desde que
discutimos unos meses atrás sobre su futuro, y amigos me quedaban pocos. Los
buenos están muertos y los restantes, mejor perderlos que encontrarlos.
Entonces decidí intervenir sin perder más tiempo. Me llevé la mano derecha al
bolsillo del pantalón, con mucho cuidado y sigilo, agarré la navaja con los
dedos anular e índice. La desplegué y comprobé su filo. Era suficiente para
traspasar la carne del cuerpo de los ladrones en caso de ser necesario. Junté
muy despacio las rodillas contra mi pecho para tener más balance a la hora de
pararme, y esperé a que el ladrón que estaba del lado de los empleados del
banco se descuidara. Al que estaba mirando por la ventana ya lo daba por hecho
que lo reduciría en segundos sin problemas. Sería muy fácil y rápido, y éste
no tendría tiempo de pensar que le estaba pasando. El que me preocupaba era el
más joven que lo tenía a una distancia peligrosamente inalcanzable. Pero sabía
que una vez que cayera el líder, iba a ser más sencillo controlar y reducir al
subalterno. Sería cuestión de convencerlo que dejara todo como estaba y se
entregara, porque no tenía escapatoria.
En ese momento, del lado de las cajas empezaron a escucharse unos gritos. Alcé
la vista y observé a uno de los delincuentes discutir y forcejear con uno de
los dos cajeros. El ladrón que estaba contra la ventana se acercó corriendo.
Acto seguido se oyó un disparo. El pobre empleado cayó muerto de un tiro en la
frente ante la atenta mirada de todos. No pude hacer nada. El cuerpo se me
paralizó. No logré mover un dedo. Dejé que mataran a ese chico. Podría haber
actuado cuando empezó el forcejeo, o incluso mucho antes. Más tarde comprendí
que ya estoy viejo para estos trotes. Estoy viejo para vestirme de héroe.
Los delincuentes pasaron corriendo por delante de todos nosotros y se
perdieron en la ciudad. Yo seguía sin moverme, reprochándome la muerte del
empleado. De este joven muchacho que tenía toda una vida por delante. Yo era
el culpable de lo que le sucedió. Yo tendría que haber muerto en lugar de este
chico. Si hubiera tenido un poco más de coraje la historia sería otra y a lo
mejor ese inocente chico ahora estaría abrazándose con su madre o su novia, en
lugar de estar enterrado en un cementerio.
En eso siento que me tocan el hombro, levanto la vista muy despacio, y veo a
la señora mayor de los ojos tristes que me tiende una mano y me ayuda a
incorporarme. Con su mirada me dice que todo había pasado. Que mi tiempo había
pasado. Que ya nada volverá a ser como antes. Los días de gloria se habían
extinguido.
Todos los meses vuelvo al mismo banco a cobrar mi pensión, y me pongo a
conversar con las personas de la fila, que son casi siempre mayores que yo. Me
siento más a gusto. Nuestro tema preferido es la política y lo difícil que
está la situación del país, sobre todo con la inseguridad. Uno nunca sabe
cuándo le pueden robar los sueños. Como esa mañana que entraron esos tipos a
este banco y…
‹‹ ¿Se acuerda, Don? ››.
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Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado
en el año 2014.
Siempre consideré que aquellos que deseaban morirse eran seres desagradecidos
de la vida. Sin embargo, hoy puedo afirmar sin ningún pudor ni orgullo perdido
que, acallar para siempre esta mente perturbada y sin esperanzas es el único
anhelo que me queda.
No existe nada peor que sufrir la soledad del alma. Uno se consume por dentro
de una manera tan trágica y fatídica que, en varios momentos, llega a
considerar la posibilidad de un suicidio, para así terminar con ese eterno
sufrimiento y silenciar de una vez por todas los pensamientos. Ponerle una
mordaza al ser interior que nos avasalla con planteos y sentimientos de dolor
y pésimas interpretaciones de los hechos ocurridos.
Ni siquiera puedo disponer de este último deseo. Ojalá fuera distinto. Ojalá
consiguiera de una vez por todas ponerle fin a una existencia, si es que se la
puede referir como tal, que ya no tiene razón de ser. Espero algún día
encontrar la paz que creo merecer porque no hice nada tan malo en mi vida para
soportar semejante injusticia y padecimiento. Ni siquiera el accidente que me
llevó al estado donde me encuentro ahora fue por mi culpa. Lo recuerdo muy
bien, al igual que recuerdo los días posteriores sin poder mover un músculo de
mi cuerpo. Tal como estoy ahora. Tengo y tuve plena consciencia de todo. Del
camión embistiendo de frente a mi auto en el cruce de las rutas 7 y 30. El
dolor insoportable después de la colisión. Los gritos de auxilio de las
personas que se iban acercando. El lamento ahogado de manera desesperada que
no podía emitir. Todo. Cada instante lo tengo grabado.
Me acuerdo cuando llegaron los paramédicos y me subieron a la ambulancia.
‹‹Está inconsciente pero viva. Hay que llevarla urgente al hospital ››,
decían.
La llegada a la sala de urgencias. Las interminables y maratónicas operaciones
para salvar lo que quedaba de mi organismo. Pero sobre todo recuerdo, y es
como un puñal clavado en el medio del alma, la interminable, perpetua y
solitaria espera. El doloroso y mortal silencio.
‹‹ Lamento decirles que entró en estado de coma después de las operaciones y
no podemos saber cuándo va a despertar. Sólo les pedimos paciencia y que la
acompañen en este difícil momento. ››, decían los doctores a mis familiares.
¡Paciencia! ¿Cómo podían pedir paciencia? Yo sentía todo. Vivía todo, y no
podía hacérselos saber.
Sentía las caricias de mi madre, mientras secaba el sudor de mi frente con un
pañuelo. Su dulce y tierna voz al decirme que iba a ponerme bien. Cómo
olvidarme del llanto desconsolado de mi padre. Nunca en mi vida lo había visto
llorar. En ese entonces tampoco lo vi, pero lo sentí. Cómo no pensar en la
promesa de mi amado esposo, que me esperaría por siempre. Fue el hombre que
elegí para pasar el resto de mi existencia. ‹‹ En la dicha y en la
enfermedad››, dijo el Padre Julián cuando nos unió en sagrado matrimonio. Él
se quedó al lado mío hasta que no aguanto más. Extraño sus ojos. La manera
como me miraba. Extraño verlo sonreír.
Cada segundo de mi mísera vida después del accidente lo tengo guardado en un
libro dentro mío que quisiera desecharlo, pero, contra mi pesar, no puedo.
No pude moverme. No pude hablar. No pude comunicar que seguía allí con ellos.
Que seguía siendo la misma de siempre, aunque notaba que estaba cambiando, que
algo se estaba rompiendo.
Era presa de mi propio cuerpo, ahora soy presa de mi mente. Llevo cuatro años
muerta. Cuatro años desde que se apagó la luz. En ese tiempo pude comprobar
que la peor sentencia para un ser humano es ser condenado a una soledad
eterna.
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Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado
en el año 2014.
Su pasado apareció en sus sueños otra vez, como lo venía haciendo desde hace
un tiempo. No recordaba desde cuándo, pero llevaba unos días con lo mismo.
Todos los detalles y recuerdos de su vida. Cada palabra, cada respiración,
cada mirada, cada sentimiento, cada sensación. Todos aquellos momentos, que
estaban archivados en un disco duro, se reproducían en su subconsciente. Al
principio pensó que eran sueños comunes, sin ningún sentido, como la mayoría
de los que tenía hasta ese entonces. Lugares oscuros. Sonidos nuevos y
conocidos a la vez. Pero a medida que soñaba, noche tras noche, fue
percibiendo y recordando que, esas imágenes que se le aparecían mientras
dormía, era su propia vida.
‹‹Vivir dos veces la misma vida, ¿Quién pudiera? ››, pensaba cuando se
levantaba por las mañanas.
Como no quería olvidarse de nada comenzó a anotarlos en un cuaderno, en la
página de la izquierda escribía lo que recordaba de su pasado y en la de la
derecha el sueño tal cual transcurría. Con este método descubrió varias cosas.
Primero, que tenía muy pocos recuerdos de su infancia, sólo vagas imágenes que
no podía asociar a ningún año en particular. Segundo, que, de su adolescencia,
etapa que marca a las personas para el resto de sus vidas, sólo recordaba los
momentos catastróficos.
Pero el descubrimiento más grande que hizo gracias a su detallado registro fue
que cada hora soñada equivalía a un día vivido de su pasado. Esto último le
llevo un tiempo evidenciarlo. En aquella época dormía cinco horas por noche.
Su metabolismo había cambiado por alguna razón que él no podía comprender y
con ese cambio también se modificaron sus horas de sueño. No podía acostarse
nunca antes de las doce de la noche porque no se dormía. Daba vueltas y
vueltas en la cama sin poder relajarse y se despertaba todos los días a las
cinco de la mañana, cuando llegaba al final de una nueva semana revivida, sin
necesidad del reloj despertador, Las dos horas de siesta que dormía por las
tardes le ayudaban a completar los siete días.
La clarificación de sus visiones lo llevó a calcular que, a ese ritmo, antes
de cumplir treinta y nueve años, sus sueños alcanzarían a su vida presente. No
le dio importancia. Lo único que le preocupaba era que su pasado continuara
manifestándose todos los días. De esta manera, volvería a disfrutar todas
aquellas ocasiones en la que había sido feliz de verdad.
El día que soñó con su primera semana en el jardín de infantes anduvo
distraído en su trabajo. Había sido una experiencia bastante traumática en su
niñez y también lo era ahora, en su etapa adulta. Separarse de su madre todos
los días no le hace gracia a ningún niño de tres años.
Sin embargo, el hecho que le hizo reafirmar de manera definitiva la relación
entre sus sueños y su vida llegó con la semana de su primer beso. Tenía doce
años y había empezado a darse auto placer cuando se bañaba antes de acostarse.
Con ese hallazgo de su sexo también sobrevino el deseo de besar en la boca a
una chica, y la indicada era Marita, su compañera de curso quien cambiaba
besos por dinero con los chicos más grandes de la escuela.
Para juntar la plata trabajó duro en el taller que tenía su abuelo en el
garaje, lo que le valió que éste le pagara diez pesos por el trabajo. Le pidió
si le podía pagar el viernes, antes de ir a la escuela.
—¿Cuál es el motivo por el que querés la plata hoy y no mañana como habíamos
quedado?
—Es que estoy ahorrando desde hace mucho tiempo para comprarme la camiseta de
Boca original y con la plata de esta semana, más lo que me va a dar mamá,
llego justo —le mintió—. Además, la quiero ir a comprar antes de ingresar a la
escuela para que todos mis compañeros la vieran.
—¿Cuánto te falta para completar el precio de “la 10 de Maradona”? —le dijo el
abuelo.
—Mamá me prometió que hoy me iba a dar otros diez pesos más.
Entonces el abuelo abrió un cajón y le entregó un billete de veinte pesos.
—Tomá. No le digas nada a tu madre y andá a comprarte la remera ahora.
Revivió en el sueño cómo había salido corriendo desde lo de su abuelo,
aparentando apuro y ganas, pero lo que hizo fue dirigirse hacia la casa de
Marita y entregarle los veinte pesos con la promesa que en el primer recreo le
daría un beso delante de todos.
—Está bien —le dijo Marita—. Pero esto solamente te alcanza para un beso de
cinco segundos y sin lengua.
—Hecho —le contestó y salió disparado para su casa.
‹‹Que lindos recuerdos››, pensó cuando despertó esa mañana. ‹‹Una de las
mejores semanas de mi vida y casi ni la recordaba››.
Los sueños, los recuerdos, su vida pasada le iban sucediendo mientras
descansaba por las noches y en las siestas de la tarde. Pensó si sería el
único en el mundo que poseía este don.
El temor que le generaba la posibilidad de dejar de soñar su vida fue
desapareciendo con el tiempo y llegó a la conclusión que el momento más
maravilloso del día era mientras estaba durmiendo. Cuando Morfeo le convidaba
con una cucharada de exquisito y veraz pasado.
Como disfrutaba cada vez más de su vida mientras dormía, empezó a agregar
horas de sueño. Decidió que dormiría doce horas por día. A causa de esto, su
metabolismo volvió a cambiar y comenzó a perder peso. Pero a esta altura, no
le importaba nada de su presente, sólo quería llegar a su casa cuando salía de
trabajar y poder irse a la cama lo antes posible. Perdió el interés en
escribir sus sueños en el cuaderno, ya no le encontraba un sentido. Ahora se
dedicaba a disfrutar de sus mañanas, cuando rememoraba sus noches.
El día que se recibió de Contador Público fue uno de los más felices. Sabía
que estaba por llegar así que se preparó para la ocasión. Quería que fuera un
sueño placentero, sin ningún tipo de interrupciones. Lo invadió la ansiedad y
estuvo a punto de faltar al trabajo, pero al final eligió esperar y dejarlo
macerar las ocho horas que duraba su jornada laboral para que tome cuerpo.
Estaba tan contento que en la oficina no se podía contener. Quería revivir el
instante preciso cuando el profesor de Auditoria le estrechaba la mano y le
decía:
‹‹Fernández, fue un placer tenerlo como alumno, ahora será un honor tenerlo
como colega. Lo felicito Contador›› .
No pudo resistir más y se fue a su casa antes de terminar su turno. Cuando
llegó, desconectó el teléfono, cerró todas las persianas, puso música suave y
se entregó al día en que toda la sociedad lo empezaría a llamar Contador.
Cuando se despertó no pudo contener las lágrimas, esas mismas que había
derramado junto a su madre cuando se abrazaron afuera del aula. En esa época,
su madre ya estaba enferma y no tardaría en morir, pero el recuerdo de ese
instante lo tendría guardado para siempre, más aún ahora, que lo había vivido
otra vez.
La pesadilla del día de la muerte de su madre no la pudo evitar. Sabía que no
podía hacerlo y que era parte del juego. Le tocó un sábado, así que decidió
dormir todo el fin de semana para que esos días pasaran lo más rápido posible.
Soñarlo fue tan desgarrador como cuando sucedió. Se despertó bañado en sudor y
con el corazón galopando en su pecho a mil por hora.
Luego de ese hecho, su vida pasada dio un giro de trescientos sesenta grados.
Fue muy difícil reponerse, pero pudo superarlo y continuar viviendo de la
mejor manera.
Soñó el día en que prometió que dejaría de llorar la pérdida de su madre,
porque ella no lo querría ver abatido y empezaría a hacer aquello que lo
hiciera feliz porque sabía que eso la llenaría de orgullo donde quiera que su
madre esté.
La obsesión por los sueños se hizo cada vez mayor. A las doce horas que dormía
por día, le agregó dos horas más. Se la pasaba durmiendo y reviviendo su
pasado.
La mañana que se despertó luego de haber soñado con su ascenso a Vicegerente
de la empresa, teniendo tan sólo treinta y cinco años, se le vino a la mente
una idea reveladora. Faltaban tres años de sueños para llegar al momento
presente y llegó a la conclusión de que una vez que esto sucediera, comenzaría
a soñar el futuro. Esta idea empezó a consumirlo de tal manera que no lo
dejaba pensar en otra cosa. Sólo tenía un objetivo: llegar al presente en sus
sueños. Su obsesión le jugó en contra y ahora no lograba dormir más de siete
horas por día. Se despertaba en mitad de la noche y se desvelaba.
‹‹ ¿Cómo puede ser que me pase esto justo ahora? Ya casi lo tengo. Casi lo
logro. Solo unos meses más, por favor, unos pocos meses más›› , imploraba
mientras buscaba una solución a su terrible problema de insomnio.
Se tomó vacaciones en su trabajo, de esta manera tendría también el día para
intentar dormir y soñar. Pero no había caso. Sólo lograba permanecer dormido
nueve horas y nunca seguidas, por lo que su pasado se veía interrumpido en
mitad de momentos importantes para continuar horas después, cuando lograba
relajarse y volver a conciliar el sueño.
Quería solucionar lo más rápido posible su problema entonces decidió visitar a
un médico.
—Doctor, no puedo dormir. Creo que me cambió el metabolismo y no logro pegar
un ojo por las noches. Llevo varios días desvelado. No me podría recetar
alguna pastilla porque no aguanto más, estoy desesperado.
Vio en el rostro de su doctor la preocupación y la urgencia que le había
transmitido con su ponencia segundos antes y atisbó una pequeña posibilidad
que éste lo ayudara con su drama.
—Mire Fernández, tómese una de éstas después de cenar y verá como vuelve a
dormir como un angelito. Y no se preocupe, que lo que me cuenta les pasa a
todas las personas. Es lo más normal del mundo. Le recomiendo que empiece a
meditar o a hacer algún ejercicio, le va a ayudar con su problema de insomnio.
Esa noche se tomó la pastilla después de comer, como le había indicado el
doctor. Sólo fueron diez horas, pero se conformó. Aunque luego de tres días,
eran insuficientes y aumentó la dosis a dos pastillas por noche. Con esto
logró dormir trece horas.
Cuando estaba despierto hacía todo lo posible por estar dormido. Escuchaba
música, bebía leche tibia, meditaba y corría en una cinta. Pero no podía
acrecentar el tiempo que estaba soñando.
‹‹Falta poco. Ya llega el día. Un mes más. ¡Vamos que vos podés! ››.
Volvió a aumentar la dosis. Esta vez fueron cuatro pastillas, sin embargo, no
hubo ningún incremento en sus horas de sueño. Algunos días llegaba a catorce,
aunque él pensaba que eran vagas excepciones y puras casualidades.
‹‹Tengo que encontrar otro método para poder dormir más››.
Buscó en internet y encontró a un curandero que decía tener un sistema
infalible para combatir el insomnio. Lo llamó por teléfono y reservó una cita
para el día siguiente con carácter de urgente. Una vez en el consultorio, le
explicó que quería encontrar la forma de poder dormir más, sin darle detalles
del verdadero motivo.
—Le prometo que si logra hacerme dormir por lo menos veinte horas por día le
pago el doble de lo que vale la consulta.
El curandero lo miró un momento y luego se paró. Se dirigió hasta el armario
que tenía a sus espaldas. Agarró un frasquito de color esmeralda y lo colocó
en la mesa, entre ambos.
—¿Qué es esto?
—Esto señor, es lo que le va a hacer dormir el tiempo que quiera. Es un
preparado que conseguí de una tribu del Amazonas en mi último viaje por esas
tierras. Los nativos lo usan con sus ancianos para que no sufran la muerte y
lleguen al más allá teniendo sueños placenteros.
—Sí, eso quiero. Soñar, pero no me quiero morir en el intento.
—No es un veneno, señor. Si usted lo utiliza de la manera en que yo le voy a
explicar no debería preocuparse por nada. Aunque debo advertirlo que es muy
peligroso. Sólo debe tomar una cuchara por día, no más. Los efectos de esta
pócima en cantidades mayores son desconocidos.
—No se preocupe. Una cuchara por día —dijo mientras tomaba entre sus dedos el
frasco que lo llevaría al futuro y dejaba un cheque sobre la mesa.
—Acuérdese que sólo…
—Buenas tardes.
De vuelta, en su casa, la ansiedad y la alegría se le mezclaron en su cuerpo.
Se metió en su cuarto y se acomodó en la cama, dispuesto a tener la mejor
noche de su vida. Bebió de un sorbo el frasco entero y apoyó su cabeza en la
almohada.
El sueño se apoderó de él en un instante y su vida transcurría más rápido que
de costumbre. Los recuerdos se amontonaban en su mente. Se vio a sí mismo
charlando con su médico y tomando cantidades descomunales de pastillas. Volvió
a escuchar las recomendaciones del curandero.
‹‹Sólo una cuchara››.
Sintió otra vez, cómo un sueño pesado lo apresaba en sus recuerdos.
‹‹Sólo una cuchara››.
Soñó como su vida continuaba, tal como él lo había imaginado. El retiro de la
empresa, la muerte, su propia muerte. Soñó el final y soñó el principio.
Volvía a nacer. Y moría.
El círculo de su vida giraba a velocidades infinitas y ya no podría detenerse.
Una y otra vez millones de recuerdos pasaban en un segundo por su mente.
Y allí se encontraba, el hombre que tuvo el don de soñar su propia historia,
mientras vivía el presente. Allí estaba. Soñando una y otra vez su vida.
Viviendo una y otra vez sus sueños.
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Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado
en el año 2014.
Existe un lugar en el mundo en donde, al llegar la Noche, los sentimientos
persistentes de tristeza, ansiedad y vacío se apoderan del hombre. Solo al
llegar la Noche. La desesperanza, el pesimismo, la impotencia y la inquietud
no nos permiten descansar como deberíamos, después de un largo día agotador y
sumiso.
En ese espacio, al llegar la Noche, nos invade una pérdida de interés de las
actividades o pasatiempos que antes disfrutábamos. La fatiga y la falta de
energía hacen que se desee dormir con tantas ansias, pero el insomnio, les
presenta cara en las puertas mismas del sueño o pesadillas recurrentes. Pero
solo al llegar la Noche. En esa hora, en la que el silencio oculto detrás de
cualquier rincón espera al asecho, y una vez que sale al encuentro de las
almas perdidas, genera las condiciones necesarias para aplacar los miedos y
entregarnos por completo al descanso. O no.
En aquel territorio somos esclavos de la Noche. Sus frías y estrechas
estructuras no nos dejan ser como quisiéramos ser, o como hubiéramos querido
ser. La muy denodada aparece vestida con los mejores disfraces que encuentra
en su armario. A veces se presenta como Nostalgia, llevándonos por caminos de
necesidad de anhelo por el tiempo perdido. Por ese momento pasado que, sabemos
en lo más profundo de nuestras entrañas, que no recuperaremos jamás.
Cansados estamos de sufrir por el hecho de pensar en ese algo que, en otra
etapa se ha tenido (o vivido), y ahora ya no se tiene (o no se vive). Está
extinto para siempre, o lo que es peor para el espíritu masoquista del ser
humano, es que ese algo ha cambiado, ha mutado de forma y aspecto y no tenemos
(o tuvimos) el coraje de hacer nada para que suceda (o sucediera).
Odiamos a la Nostalgia, pero a la vez la deseamos. Sentimientos
contradictorios si los hay. Y la Noche lo entiende de esta manera. ¿Cómo lo va
a entender, sino? Saca a relucir sus mejores vestidos nostálgicos. Sale (o
viene) a representar su mejor papel melancólico en esta obra que se ha dado en
llamar Vida. Y nosotros, que somos sus víctimas preferidas, que solo pensamos
que somos simples mortales condenados a la sombra, y que encima, le tenemos
terror a la lobreguez, aceptamos su actuación. La condenamos, pero a la vez,
la aplaudimos de pie. No nos importa hacer el ridículo ante nosotros mismos (o
ante ella, la Noche). Silbamos bajo a modo de prueba de que continuamos vivos.
Con miedo, pero vivos. Nostálgicos, pero vivos.
¡Ay! Como nos conoce la Noche. ¡Vaya, si nos conoce! Y cómo nos conduce hasta
su guarida. Su manto de oscuridad es la pócima perfecta que bebemos todos, al
llegar la Noche, con sus jugos cargados de un veneno letal, que nos va
comprimiendo de a poco. La Noche hace que este elixir sea ingerido por
nosotros en dulces cucharadas nocturnas, en aquel distrito, en su distrito,
para sentirnos nostálgicos, hasta que venga a por nosotros, para recorrer el
último pasillo oscuro en este mundo. Juntos, a la par.
Caemos siempre en sus trampas y no somos capaces de liberarnos de sus fauces.
Ese sentimiento de creer que antes estábamos mejor que ahora, y que después,
también estaremos mejor que ahora, son los efectos colaterales que tenemos que
pagar por aceptar este exquisito narcótico.
Pero como casi siempre, y digo “casi”, porque de siete noches que tiene la
semana en esta zona, por lo menos en cinco (si no me quedo corto con la
cuenta) la Noche repite vestuario. La Nostalgia. En las otras trata de
superarse, de innovar (a veces improvisa) otros papeles también letárgicos y
altaneramente peligrosos.
A veces se disfraza de Culpa, al caer la Noche, no dejando que siquiera
podamos cerrar los ojos en lo que dura su corta existencia horaria, por miedo
al dolor y al sufrimiento eterno. En esas noches, en ese lugar, nos abraza con
el sentimiento que ha dejado libre a la emoción negativa de experimentar la
creencia de haber traspasado los límites personales de las normas éticas de
convivencia con el resto de la sociedad. Aun cuando en la realidad (solo en
nuestra realidad) hayamos hecho aquello por lo que nos culpamos o no, de la
manera en que lo pensamos. Pero una vez que aloja la semilla de la duda y la
culpabilidad en nuestro interior, es muy difícil que no llegue a germinar,
porque nuestra mente es un campo muy fértil para estos cultivos, y es todavía
más difícil, que una vez crecida esta especie, sus espinas de la intolerancia
personal (es decir, para sí mismo), no nos vuelvan a pinchar una y otra vez a
lo largo de los días (en especial, de las Noches) que nos resta por vivir.
Llega un punto en que nos debemos preocupar de verdad al llegar la Noche. Ese
momento es cuando otra vez, guiados por nuestros remordimientos, bebemos otro
cóctel, mucho más corrosivo y traicionero que el anterior, ya que este
contiene una medida de Nostalgia, una pizca de Orgullo Perdido, y unas
terceras partes de Culpa. Mezclar la Culpa, la Nostalgia y el Orgullo es
nocivo para la salud. Debería estar prescrito en todos los paquetes de Vida,
ya que, cuando este líquido pasa por nuestra garganta y se instala en nuestro
organismo, lo inconsciente pasa a ser consciente en un santiamén y no somos
capaces de distinguir entre una cosa y otra.
¡No les digo que es muy peligrosa la noche en su territorio! Nos confunde de
tal modo que la consciencia moral pasa a ser la dominadora, no solo de las
Noches como propias, sino de todos los días (como propios), y la vergüenza que
experimentamos para con la vida, traschoca con nuestros valores más arraigados
que traemos de la infancia, y es en esos instantes que nos damos cuenta
inconscientemente (es decir sin darnos cuenta de manera consciente), que
estamos perdidos, porque la culpabilidad mórbida no nos deja adaptar nunca al
medio. Es destructiva como la peor bomba jamás creada por el hombre, porque
ésta actúa como implosión.
Pero al atuendo que más respeto le tengo a la Noche, es al traje de la Soledad
que se pone de vez en cuando, en los momentos que se encuentra aburrida de
representar siempre los mismos papeles. Esta Soledad nocturna, con lentejuelas
y encaje, permanente e imperante, por elección o por imposición. Es la madre
de todas las Noches. Cuando aparece vestida de este modo, no nos deja otra
alternativa que resignarnos a una enfermedad con muy mala prognosis si no
sabemos distinguir lo bueno de lo malo de este ajuar.
¿Hay esperanzas? Claro, que las hay. ¿Podemos escapar a la Soledad? No, no
podemos, pero podemos aceptarla tal y como es. Podemos convivir con ella,
entendiendo que, aunque estaremos aislados del mundo sin comprender por qué, y
el dolor sea tan intenso que deseáramos que salga el sol en el medio de la
madrugada, seremos capaces, y tendremos el tiempo suficiente, que no tienen
los condenados a muerte, para enfrentar a nuestros miedos más profundos, a
aquellas Noches que vengan vestidas de Nostalgia, de Tristezas, de Angustias,
de Culpas o de lo que quieran venir, como nunca antes los hemos enfrentados.
Tendremos el valor necesario para decir que, aunque hemos tocado el fondo de
la Noche, somos otra persona que ya no le teme a estar solo. Porque desde la
Soledad consciente de las noches solitarias, ha salido la mejor versión del
hombre.
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Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado
en el año 2021.
No lo hice por maldad. Lo hice por experimentar. Quise saber que se siente
matar a una persona. Entonces sin más, le partí un sifón de soda a un tipo que
iba caminando delante mío. Era de noche y la oscuridad me ayudó a escapar y
perderme sin ser visto.
No sabría bien cómo explicarlo, pero ese sentimiento me vino de golpe. Era
fines de abril. Me quería hacer un Gancia con limón y me faltaba la soda. Por
eso salí hasta lo del Jorge que me quedaba a la vuelta. Al sifón lo traía en
mi mano derecha, la mano hábil, y venía jugueteando con él. Cuando doblé en la
Carlos Gardel me encontré con que estaba todo oscuro. Se habían cortado las
luces de la avenida o no sé qué. Yo seguí mi camino. Me lo conocía de memoria
y no hacía falta luz para llegar a mi casa, si quedaba en la misma manzana. En
eso me pasa un flaco caminando ligero por mi izquierda. Y nada. Eso. Agarré el
sifón y se lo estrellé en el medio de la cabeza. Cayó seco el pobre. Como una
bolsa de papas. Lo loco fue que el sifón no se hizo ni un rasguño y la cabeza
del tipo se partió en dos. Literalmente. Yo continué como si nada.
A los tres días me enteré de que falleció en el Hospital Municipal después de
agonizar. Que se llamaba Martín Urrutia. Que tenía 29 años. Hijo de buena
familia, decía La Campaña. Casado con Paola Gómez desde hacía seis años. Que
la pobre viuda estaba esperando al tercero. Ya tenían a la menor, Carolina de
dos y el mayor, Ignacio de cinco. Que trabajaba en el Banco Comafi y que vivía
a tan sólo cuatro cuadras de mi propia casa. Nunca lo había visto en la vida.
Lo juro. Es más, la primera vez que lo vi fue en el diario el día después del
sifonazo. Y también me lo crucé un par de veces en una foto pegada a un
cartel, en alguna de las marchas por justicia que se armaron esos días y los
que siguieron.
No sé qué decir. Sería su hora y justo se cruzó conmigo y mis ganas de
experimentar con el sifón y la muerte. La verdad, tengo que reconocer que se
sintió bien en su momento y mi vida continuó igual que antes. Sin sobresaltos.
Seguí yendo a jugar al fútbol con los compañeros del turno todos los martes.
Alguna que otra cerveza en el Colón, o picada en el Mami, solo o con amigos.
Eventos en la fábrica. Salidas a Shot Bar. Fiesta en Vallerga. Algunos jueves
a Suipacha. A verlo a Luquitas los sábados a la mañana en la canchita de Once
Tigres.
Pero un par de veces me agarraron esas ganas de seguir con este juego que
empecé con Martín. Es algo como que me viene de adentro. Parecido a un orgasmo
o a una sensación de éxtasis, de placer. No sabría muy bien cómo explicarlo.
Raro. Pero hermoso.
Sin ir más lejos, el otro día casi me sale tirar a una mujer abajo del
colectivo local cuando pasaba. Me contuve, no sé cómo. Quizás porque era de
día. Quizás por otra cosa. Ni idea. No soy de pensarla mucho. Me agarran ganas
de hacer algo y voy. ¡Pum! Listo, lo hice. Lo que sigue. Pero esto me estaba
como persiguiendo. Cada vez tenía más y más ganas de matar a otra persona. Así
que lo corté por lo sano y me dije, “ Si lo vas a hacer devuelta, que sea
memorioso”. Que tenga un significado o algo. En pocas palabras, que sea
legendario y que todos en esta ciudad lo recuerden por siempre. Entonces me
puse manos a la obra.
Lo primero fue elegir a la víctima. Me estuve debatiendo entre el género. Al
final ganó femenino porque un masculino ya tengo en mi cuenta. Bien. Mujer.
¿Edad? Primero se me pasó que sea una vieja, pero no tiene mucho sentido, así
que me incliné por una pendeja. No más de quince años o que los esté por
cumplir. Eso sería más interesante. Que los padres le estén preparando la
fiestita. Daría que hablar para rato. Hasta los de Crónica y TN se vendrían.
Saldría en el Clarín y, porque no, haría eco en los medios internacionales. A
lo Manson.
Cuando pensé en la edad se me vino otra cosa en la mente. ¿Con o sin
violación? Y la verdad que el tema de violarla me tienta, pero soy muy cagón y
hay muchas variables que pueden salir mal. Tengo que hacer contacto físico y
puedo dejar alguna evidencia. La chica podría gritar y que escuche alguien y
que me vean y que se yo. No. Tiene que ser sencillo. Sin complicaciones. Como
lo de Martín.
Entonces hice un repaso de lo que tenía definido. A saber: una mujer, menor de
quince años, sin violación. Ahora me faltaba lo más lindo, el “Cómo” lo iba a
hacer.
En este punto entré en un debate que me llevó días. No me definía. Tenía
muchas opciones y todas me gustaban. Pero al final fui descartando algunas por
ser casi imposibles o complicadas de realizar y me volqué a la fácil. Simple y
parecido a lo primero. ¿Para qué improvisar ahora?, me dije. Todo bien con eso
de que sea legendario y toda la bola, pero pensé, primero le agarro el gustito
y después invento. Para la creatividad tengo tiempo. Bate de béisbol atrás de
la nuca y fin del asunto. Quizás sea bueno llevar una cámara de fotos y hacer
algunas tomas antes de rajarme. Se verá. Mi preocupación era de donde iba a
sacar un bate de béisbol. Es medio sospechoso ir a comprar uno días antes de
un homicidio justamente con un bate. Entonces la hice más fácil todavía. Fui
por los campos y encontré un buen tronco, de esos pesados y maleables, pero
que seguro va a servir tan bien o mejor que el bate. Digo, porque ni huellas
va a dejar.
Con todo el plan listo, salí a buscar a mi víctima. ¿Así tendría que llamarla?
¿Elegida? Ni puta idea. Caminé un rato largo por el barrio y nada. Fui hasta
la Diagonal. Me alejé hasta el Centro, pasé por el Normal y ahí se me prendió
la lamparita. Tenía que ser sí o sí una pendeja con guardapolvos. No me
pregunten porque, o sí. Me la imaginaba llena de sangre en ese uniforme blanco
inmaculado que usan. Esto se transformó en obsesión. Empecé a vigilar la
escuela. Anoté horarios de entrada y salida de todos. Porteros, maestros,
alumnos, directivos. Cuando llegaba y se iba la Guardia Urbana. Medí
distancias. Tomé tiempos. Chequeé donde estaban las cámaras de vigilancia de
la ciudad. Controlé también que no haya alguna cámara cerca de algún negocio
privado, pero, para mi suerte, tengo al Centro de Empleados y la Plaza España,
uno de cada lado. Nada de comercios ni eso. Me fijé quienes iban solas y
quienes las llevaban sus padres. Quienes iban en grupo. Me convertí en un
experto de esto, me parece. Un gran detective podría haber sido. Un genio.
Hasta que un día la vi. Sí. Era ella. Tenía que ser ella. Iba a ser ella. Pelo
negro. Largo casi hasta la cintura. Lacio. Algunas pecas en la cara. Ojos
grandes, no llegué a distinguir su color. Mochila verde. Parecía de esas nenas
inteligentes. Las tragas que le llamábamos en mis tiempos. Llegaba todos los
días temprano a eso de las siete y cinco de la mañana en una bicicleta de tipo
playera. La ataba en un árbol de la plaza. Ese era mi momento. Ni un alma en
la avenida. El placero todavía no empezaba su turno. Los porteros estarían
tomando mates. Los maestros y los directivos, ni sus sombras. Los demás chicos
todavía durmiendo o desayunando en sus casas. ¿A quién se le ocurría llegar
media hora antes de empezar las clases? A ella. A mi elegida. Todo redondo.
El plan sería aparecerme justo cuando estaba poniéndole el candado a la
bicicleta y ¡zas! Garrotazo atrás de la nuca, hacerme el boludo y seguir
caminando. Todavía no habría buena luz natural. Eso jugaba a mi favor. Lo
mejor sería que hubiera alguna neblina, pero eso no lo podía controlar. Definí
un día. El martes que viene, dije, porque era el día que menos personas
andaban por la calle. No me pregunten tampoco porqué. Pura estadísticas que
saqué de mis vigilancias.
Y el martes que viene es hoy. Son las seis de la mañana. Estoy muy ansioso.
Casi que ni dormí anoche. Tampoco me dieron ganas de comer algo. En poco más
de una hora voy a tener otro orgasmo, perdón, otra experiencia mortal.
Hacia allí me dirijo. Quiero llegar temprano así tengo todo más controlado.
Salgo de mi casa. Todavía está oscuro. Hace un poco de frío. No hay niebla. No
me importa. Pasan pocos autos por la Avenida Suárez. Eso está bien. Me lo
imaginaba. Ya estoy por llegar. Veo la Plaza y el trampolín del Centro de
Empleados. Ya llegué. Estoy en mi posición. Donde quiero estar. Haciendo lo
que quiero hacer. Me siento un afortunado. Me acerco al banco azul de la plaza
que da a la calle José Ingenieros. Me estoy cagando de frío o serán los
nervios, no sé. Me siento y me paro. Hago unos saltitos. El palo lo dejé atrás
del árbol, cerca de donde ella va a atar la bicicleta. Será simple y rápido.
Cuando llegue voy a ir caminando, tranquilo, seguro, como si nada. Agarro el
palo. Y listo. Hago lo que vine a hacer. Después lo revoleo al medio de la
plaza y sigo hasta el centro. Quizás vuelva a mi casa, quizás siga caminando
un rato por la ciudad. Se verá en su momento. Me doy calor en las manos con mi
aliento.
Ahí la veo venir. Me paro, pero enseguida me siento otra vez. Parece como que
estaría haciendo gimnasia. Primero quiero vigilar bien, una vez más, de que no
haya nadie. No hay nadie. No pasan autos. No pasan personas. Nadie por José
Ingenieros. Nadie en la plaza. Nadie en la Suárez. Nadie en la vereda de la
escuela. Ningún auto en los semáforos. Todavía no está tan claro. Ella está
yendo a atar la bicicleta y yo estoy yendo a buscar el palo. Veo su pelo
negro. Lacio. Todavía mojado. Su mochila verde. Su guardapolvo blanco. Su
juventud perdida. Yo ya tengo el palo en mis manos y ella ya se puso a atar la
bicicleta playera al árbol. Está agachada. No me puede ver. Pero yo sí. Muy
claro. Muy presente. Miro otra vez para todos lados. Levanto el palo. Tomo
aire. Calculo el golpe. Cierro los ojos. Pienso que nunca averigüé su
nombre...
Sigo caminando.
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Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado
en el año 2021.
Para ponerlos en contexto, les digo que soy un apasionado del fútbol. Nací a
finales del año 1983, empecé a consumir este deporte a mediados de los 90 y
soy muy fanático del Club Atlético River Plate de Argentina. El glorioso River
Plate.
Ahora, ¿qué pensarían si les digo que el gol que más fuerte grité en mi vida
no fue uno contra Boca Juniors, su clásico rival de toda la historia, ni
alguno de las finales de Copa Libertadores, el torneo más importante de
América, ni mucho menos uno de Messi, jugando con la Selección Argentina,
contra Brasil?
Piensen y piensen. En sus cabezas se les presentan muchos goles inolvidables.
El de la vaselina del “Paragua” Rojas en la Bombonera, el de Crespo en la
final de la Libertadores del 96, el de Funes Mori el día del “No fue córner”,
el de Trezeguet por el ascenso a Primera, o los del “Oso” Pratto, “Juanfer”
Quinteros o el del “Pity” Martinez en Madrid, también contra Boca, en la Final
más importante de la historia mundial de este lindo deporte.
Si. Hay muchos y más importantes que del que les voy a contar. Pero la
circunstancia y el momento histórico en que se presentó este gol superan
cualquier jerarquía.
Era 28 de abril de 2002. El mundial de Corea-Japón estaba a la vuelta de la
esquina y en la mente de todos los futboleros. No se hablaba de otra cosa en
las calles y en la prensa. Todavía no había terminado el Torneo Clausura en
Argentina. Faltaban pocas fechas. Mi querido River Plate peleaba el campeonato
mano a mano contra Gimnasia de La Plata. Le llevaba cuatro puntos al equipo
platense a falta de cuatro fechas para el final. Ese domingo Gimnasia se
enfrentaba contra Argentinos Juniors en el Bosque y River hacía lo suyo contra
Racing Club de Avellaneda en el mismísimo Monumental. El Lobo ganó su partido
3 a 0 y esperaba.
El Antonio Vespucio Liberti vibraba. No cabía un alma en las tribunas ni en
los sillones de las casas gallinas. En la mía estábamos mi hermano el Zurdo,
Tambor, un amigo de la infancia y yo. Los tres sufriendo todo el partido
porque River la pasaba mal. Racing le llegaba por todos los costados y
Comizzo, el arquero de la Banda había salvado el arco en más de una ocasión.
La tarde se estaba volviendo negra. El partido iba 0 a 0. Sabíamos en lo más
profundo que no era nuestro día. A los jugadores no les salía una. Parecían
dormidos dentro del campo de juego. Lo único que queríamos era que se
terminara el partido en empate. No perder. Ese punto era más importante que
nunca en ese momento.
Cuando de pronto todo se fue de control. Faltaban un par de minutos para
terminar y Rapponi, un jugador que pasó sin pena ni gloria por River, hace un
foul infantil y peligrosísimo al borde del área. Los jugadores comienzan una
gresca entre ellos y el árbitro, el “Sargento” Giménez, expulsa de la cancha a
Ángel David Comizzo, nuestro portero. River no tenía más cambios. Ya había
realizado los tres reglamentarios, así que se puso el buzo de arquero un joven
Martín Demichellis, que estaba haciendo sus primeros partidos con la Banda.
El encargado de patear el tiro libre era Gerardo Bedoya, un colombiano
especialista en este rubro. Era gol seguro. Si acertaba al arco era gol
cantado, lamentablemente. Solo tenía que patear como siempre. Ubicar la pelota
entre los tres palos, ya que no había un arquero defendiéndolo, sino un
jugador de campo.
Giménez dio la orden de ejecutar y Bedoya empezó su carrera hacia el balón. Yo
cerré los ojos. Mi hermano apretó con fuerzas los puños. Tambor se dio vuelta.
Lo que pasó en los 15 segundos que siguieron fue muy confuso. Bedoya en lugar
de patear, saltó la pelota, en una especie de jugada preparada. Apareció
corriendo el “Chanchi” Estévez, un delantero picante que tenía Racing y
tampoco pateó, sino que, con la suela, la pisó hacia atrás en un pase a Úbeda,
el aguerrido defensor de la Academia, que ejecutó el balón con toda su
potencia. Iba al arco. Terminaría en gol. Pero dio en la barrera y salió
despedido hacia el cielo de Núñez.
Sin embargo, todavía seguía en juego. Estaba arriba de la cabeza de Úbeda, que
había quedado desconcertado por la situación después de patear y no vio venir
al paraguayo Ricardo “Vaselina” Rojas, que le robó la pelota con un golpe de
cabeza y empezó a correr por el lateral hacia adelante. Por el centro de la
cancha apareció como un rayo Nelson “Pipino” Cuevas, otro paraguayo. Rojas lo
vio y le mandó el balón dejando todo de sí.
Y Cuevas empezó su carrera desde la mitad de cancha. Mano a mano contra
Campagnuolo, el arquero de Racing. El relator gritaba “¡¡¡Hacelo Cuevas, por
Dios hacelo!!!” La gente en la tribuna salió eyectada de sus asientos.
Nosotros tres nos paramos y nos tomamos de los brazos, mientras inclinábamos
el cuerpo hacia el televisor.
—Hacelo —dijo mi hermano.
—Hacelo, la puta que te parió —dije yo.
—Por favor, Pipino, metelo —dijo Tambor.
Cuevas continuaba en su camino a la gloria. Se acercaba al área de Racing como
un corredor de 100 metros llanos, pero con el balón controlado en sus pies.
Campagnuolo salió a achicar, como mandan los manuales, para hacerle el arco
más pequeño al delantero. Pero ya estaba todo dicho. Pipino, con un leve pero
eficaz amague de cintura, hizo como que se iba a ir hacia la izquierda y se
fue por la derecha. Campagnuolo quedó desparramado en el piso. Con el último
esfuerzo le tiró una patada tratando de derribarlo y tener otra oportunidad.
Pero Cuevas ya estaba fuera de su alcance. Con el pie derecho acarició la
pelota que se fue metiendo de a poquito en el arco hasta besar la red.
El universo estalló en su Big Bang. Las gargantas de media Argentina se
rompieron. Y yo estaba en mi casa, abrazado con mi hermano y con mi mejor
amigo, gritando con toda mi alma el gol de Cuevas a Racing que le daba la
victoria a River en el último segundo del partido.
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Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado
en el año 2021.
La mujer miraba el cuerpo de su marido tirado en el sofá. No podía creer
semejante coincidencia. Se sentía muy feliz. Sabía que era día de estreno. A
partir de ese momento se convertía en dos personajes que anhelaba desde hacía
mucho tiempo.
Su nuevo repertorio incluiría el de viuda y el de asesina.
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Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado
en el año 2021.
Existen en el mundo millones de historias de amor incompletas por diferentes
motivos; olvidos de comunicar la separación por parte de alguno de los
involucrados, muertes prematuras de uno de los enamorados o porque al cartero
del pueblo se le pierde la carta que contenía la sentencia final de un amor
inconcluso. Esta última historia es la que voy a tratar en este pequeño y
humilde relato.
Empecemos con un juicio de valor muy personal. Me aferro a la desaprobación de
que terminar una relación por carta siempre fue para mí de los actos más
indecorosos que se les puede achacar al ser humano, independientemente del
género que le corresponda. De una bajeza vil y canalla por parte de los
escribientes. Así fue como sucedió en Comodoro Rivadavia una fría mañana de
otoño del año 1982.
Lucrecia y Javier habían coincidido en una reunión organizada por el Círculo
Naval de la ciudad. Ambos, hijos de Capitanes de barcos, acudieron a este
evento en carácter de familiares invitados. Ambos se habían negado a ir en un
principio por considerar estos encuentros aburridos, pero la insistencia de
sus padres pudo más y concurrieron a la reunión contra su voluntad. Fue
precisamente por esto último que desde el comienzo de la relación tuvieron
cuestiones en común. Al cabo de un año ya estaban planeando irse a vivir
juntos ni bien terminaran el colegio secundario.
A todo esto, hay que comentar que los padres de Javier ya habían decidido
mudarse a Estados Unidos por motivos laborales y personales, y porque querían
que su hijo tuviera una mejor educación. Javier lo sabía desde hacía meses y
se oponía a sus padres. El quería seguir su vida en Comodoro Rivadavia tal
cual como lo había hecho durante sus primeros diecisiete años de vida. Había
nacido y crecido en esa ciudad, tenía a todos sus amigos y, principalmente,
tenía a Lucrecia, su primer y único amor. Pero sus padres ya tenían la
decisión tomada, habían vendido la casa y habían comprado los pasajes para San
Francisco.
Javier estaba muy enamorado de Lucrecia y no se animaba a contarle que se iría
a vivir a otro país, a otro mundo. Por quince días trató de buscar las
palabras adecuadas, pero no pudo encontrar ninguna. Al final, con la fecha de
partida sobre sus hombros, decidió que le enviaría una carta explicando lo
sucedido, escribiendo en detalle toda la situación, y culminando con un “…te
amaré por siempre”.
Terminó de redactar la carta minutos antes de subirse al taxi que lo llevaría
al aeropuerto. Le pidió a su padre que la depositara en el buzón de la
esquina. Su padre comprendió al instante el contenido de esta y, sin decirle
una palabra, tomó el sobre de las manos de Javier y lo puso en el buzón. Y eso
fue todo para esta familia en Comodoro Rivadavia.
Esa misma tarde sucedieron tres hechos significativos para el país y para esta
historia. Uno a nivel nacional, otro a nivel local y el último a nivel
personal. El presidente de facto, Reynaldo Bignone, llamó a elecciones
democráticas para el país luego de seis años de dictadura militar poniendo fin
a una época triste para la República. José Fernández, cartero del Correo
Argentino en Comodoro Rivadavia, recogió todas las cartas del buzón de la
esquina de la ex casa de Javier en el mismo momento que una ráfaga de viento
hizo que se volara y perdiera para siempre la carta escrita por este joven
horas antes. Y Lucrecia salió del consultorio del doctor Espósito con los
resultados positivos de un embarazo de tres meses.
Javier y Lucrecia, Lucrecia y Javier nunca más se volvieron a ver. Nunca más
supieron uno del otro. Ambos continuaron con sus vidas separadas e
inconclusas.
Lucrecia tuvo a la pequeña Leticia, que crió sola con la ayuda de sus padres.
Javier estudió en la Universidad de California, obteniendo un doctorado en
Ciencias de la Comunicación. Lucrecia nunca más pudo enamorarse ni formar
pareja. Javier tuvo infinitos romances y continuó terminando sus relaciones
amorosas por carta, con resultados mucho más efectivos debido a sus estudios
en el tema.
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Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado
en el año 2021.
A Beatriz Reinante y Yami Hernandez
Érase una vez una niña de unos tres años de edad. Digo unos tres, porque nunca
fui bueno para calcular las edades de las personas y menos de los nenes.
Parecen todos iguales.
Esta criatura era hija de una profesora de educación física. Junto a esta nena
se podía distinguir un grupo numeroso de chicos entre diez y doce años, más
otro grupo medio de adolescentes entre catorce y dieciocho, más otro grupo
reducido de adultos que eran profesores de la misma disciplina que la madre de
la niña en cuestión.
Todo esto transcurrió en una ciudad de la Costa Atlántica. Creo que era Mar
Azul o Mar del Plata. No me acuerdo. Yo pertenecía al grupo de adolescentes.
Era ayudante de colonia de vacaciones del Centro de Empleados de Comercio de
Chivilcoy, una especie de escuela de verano, y efectivamente, estábamos en el
campamento que se organizaba todos los años como fin de la temporada.
La niña tenía en sus manos un pequeño libro. En las páginas se veían las
letras del alfabeto y, al lado de estas, unos dibujos coloridos que
representaban la inicial de cada letra; caso que a la letra A, le seguía el
dibujo de un Árbol, caso que a la letra B, el dibujo de una Banana y así.
Recuerdo muy claro lo que pasó porque me quedó grabado y me dejó una enseñanza
para el futuro.
Haciéndome el ayudante copado, me acerqué a la niña para ver cómo jugaba con
ese libro. Lo que me llamaba en ese momento la atención, era que la veía muy
chiquitita para estar aprendiendo las letras. Apenas podía hablar bien y ya
estaba aprendiendo a ¿leer?
Entonces, queriéndole gastar una broma, y poniendo a prueba su inteligencia
prematura, le pregunté dónde estaba la G de gato. La niña me miró frunciendo
sus cejitas, levantando sus ojitos azabaches como unas uvitas y me señaló la
letra en cuestión con un gatito color marrón dibujado a su lado.
“Muy bien", le dije animándola.
La niña me sonrió, se le pusieron rojos los cachetitos y le agarró un poquito
de timidez. Yo continué y ahora le pregunté por la M de Mono. La nena empezó a
recorrer las páginas del libro hasta encontrar al monito también marrón y su
M.
“¡Bien! Muy bien”, le dije y le revolví los pelos como haría cualquier ser
humano con un nene de esa edad.
No le gustó mucho que le hiciera eso, pero se rió igual porque la estaba
felicitando, y a cualquier niño le gusta que lo feliciten. Fue un poco
forzado. Medio que de compromiso. Pero sonrisa al fin.
Fue así que decidí subir la apuesta e ir al hueso contra esta sabelotodo del
alfabeto.
Con toda maldad, le pregunté si me podía decir dónde estaba la S de Cielo.
La niña volvió a fruncir el ceño, aunque esta vez se la notaba molesta de
verdad. Miró el libro, me miró a los ojos, seria, concentrada. Trató de ver
si podía encontrar a su madre. Me volvió a mirar muy enojada, como ofendida
ante mi consulta. Entonces, haciendo trompita con la boca y con cara de mala,
me corrigió:
“La S cielo, no, la S de sapo.”
Me señaló con su dedito índice el sapito verde de ojos saltones y se fue
llorando, corriendo.
Desde ese día, como escribí, aprendí muchas cosas. Entre ellas dejé de
molestar a los nenes y me empecé a comprar las golosinas con la plata que me
daba mi mamá.
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Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado
en el año 2021.
La primera vez que me enamoré tendría 9 años. Fue de una compañerita de mi
escuela, de mí mismo curso. Al igual que yo, la mayoría de mis compañeros
estaban enamorados de Ella.
¿Qué pasará por la cabeza de una nena de 9 años que sabe que todos los varones
de su grado, y algunos de otras divisiones, gustan de Ella?
Grandes misterios de la vida si los hay.
La cuestión es que estaba enamorado y no sabía cómo manejarlo. Es más, no
entendía qué era eso que sentía, ya que me pasaba horas y horas pensando y
soñando con Ella. Deseando que llegue el hermoso momento de ir al colegio sólo
para verla.
Dentro de esa incomprensión hice lo que mi corazón y mi consciencia infantil
me dictaron: Le hice saber que me gustaba.
Desde primer grado tuve dos cualidades que me diferenciaban del resto. La
primera es que siempre fui el más alto de mi salón y la segunda es que era el
más tímido. Así que durante un recreo me escabullí por el aula y, aprovechando
que todos estaban en el patio jugando, le dejé una cartita de amor en su
cartuchera. Ese fue el principio del fin. A partir de ese momento dejó de
hablarme y se creó una espantosa incomodidad en la clase. Todos se enteraron
de la carta obviamente, incluso la maestra Norma.
Con el orgullo medio lastimado, intenté acercarme a Ella. Me hice más amigo de
las chicas, probé con otras cartas, la buscaba en los recreos y trataba de
incluirme en las conversaciones en donde Ella participaba. Rogaba que en las
clases de Educación Física me tocara en los mismos equipos. Todos fracasos y,
en algunas situaciones, mis intentos sólo servían para empeorar el ambiente.
Había perdido las esperanzas hasta que algo se me ocurrió.
Un día, la maestra Norma estaba pasando asistencias como todos los días, con
la salvedad que en esa ocasión también estaba corroborando los números de
teléfonos de cada uno de nosotros y nuestras direcciones. Cuando le tocó el
turno a Ella, los memoricé. El teléfono fue fácil ya que era capicúa, pero la
dirección fue más difícil, aunque la pude retener en mi cabeza. Ahora tenía
dos valiosísimos datos, pero no sabía cómo utilizarlos.
Una tarde estaba haciendo bromas en el teléfono público de mi barrio al mejor
estilo Bart Simpson con Moe, cuando me llegó la iluminación. Puse veinticinco
centavos en el teléfono, marqué el número de la casa de Ella e improvisé. Me
hice pasar por un tal Carlos y le dije que estaba enamorado de Ella, que
soñaba todas las noches con Ella y que cuando la veía me costaba respirar.
Todo era verdad, a excepción del nombre inventado, claro está. Mis palabras
les gustaron y quiso saber más de mí. Yo seguí con el juego, no me iba a
achicar justo ahora. Le dije que iba a otra escuela, pero, como estábamos en
diferentes turnos, la iba a ver a la salida del colegio. Le conté cómo había
estado vestida tal y tal día, como me gustaba que llevara el pelo y algunas
cosas más. Repetí estas llamadas un par de veces en los días posteriores.
Mientras tanto en la escuela notaba como Ella había cambiado. No sé. Estaba
rara. Sonreía cuando caminaba sola, como pensando en algo. Estaba ausente.
En la última charla telefónica que tuvimos, es decir, que Ella tuvo con
Carlos, la cosa no salió como lo tenía planeado y me terminó colgando el
teléfono, no sin antes decirme que no la llamara más porque ella tenía novio,
y que éste iba a su mismo grado… y que tuviera cuidado con seguir molestándola
porque este chico era el más alto del salón.
¡Gooooool…! Eso es lo que llamábamos en mi barrio un golazo de mitad de
cancha.
Al otro día me dirigí a la escuela con las esperanzas renovadas. Era el
momento de actuar. Pero tenía que ser muy cuidadoso de no meter la pata con lo
de las llamadas. Tenía que buscar el lugar perfecto para hablar con Ella e
intentar otra vez conquistarla. Deseché la opción de mandarle una carta para
citarla en algún lugar específico de la escuela. Ya sabemos cómo me había ido
con las misivas. De manera que dejé atrás mi timidez y decidí hablar con una
de sus mejores amigas.
— Decile que la espero en la biblioteca en el primer recreo. Que tengo algo
muy importante que decirle.
Muy nervioso, esperando la respuesta, me senté en mi pupitre y cerré los ojos
para tratar de tranquilizarme. Los minutos pasaban y nuestra amiga en común no
venía. Estaban por empezar las clases de ese día y sabía que una vez que la
maestra Norma entrara al salón habría perdido mi chance de hablar con Ella en
el primer recreo.
Cuando vi que la maestra Norma salía del salón de profesores y se dirigía
hacia nuestra aula busqué a nuestra amiga. Estaba sentada en su banco y
parecía triste. La miré desconcertado tratando de entender que estaba pasando.
Me miró fijo a los ojos e, intentando buscar las palabras adecuadas, me dijo.
— No la molestes más. Me dijo que te diga que tiene novio… y que se llama
Carlos.
A partir de ese momento comprendí varias cosas, muchas de las cuales me
sirvieron en el futuro. Sin embargo, lo más importante que descubrí en ese
instante era que mi compañerita ya no me gustaba. Ya no tenía más sentimientos
de amor hacia ella. Porque ahora era solo “ella”, en minúscula. El interés se
esfumó en un segundo y nunca más volvió a aparecer en lo que duró nuestro paso
por la escuela Primaria.
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Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado
en el año 2021.
Lo último que hizo antes de morir fue largar un profundo y contenido suspiro.
La bala se le había incrustado en el pecho y un calor agradable le llegaba
hasta la garganta. Él suponía que le habían dado justo en el corazón.
Dejó caer su cabeza al piso y esperó que la vida le pasara por delante de los
ojos o encontrar la luz al final del túnel. Sin embargo, nada de eso sucedió.
Lo que sí pudo ver y sentir con total conciencia fueron cada una de las 65.345
muertes que tuvo en toda su existencia.
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Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado
en el año 2021.
Oí el ruido del portazo del auto e inmediatamente miré el reloj. Ya era la
hora. Estaban acá. No había escapatoria. Sabía que tarde o temprano me
encontrarían. Llevo huyendo más de dos días sin rumbo ni sentido de la
orientación. No sé dónde estoy y no sé dónde voy. Aunque ahora sí sé a dónde
iré cuando ingresen a este refugio improvisado que conseguí y me saquen a las
rastras. Tendré suerte si me matan rápido. Así que les voy a presentar
resistencia. De acá me llevan con los pies para adelante o no me llevan. Y esa
también puede ser una opción. Que yo gane. ¿Por qué no?
No sé cuántos serán. Calculo que tres, cuatro, cinco, no más. Sólo escuché un
auto y en un Falcón no entran más que cinco tipos. Más las armas y los palos.
Sí. Deben ser cinco. Yo tengo un revólver con ocho balas. Si las uso bien
quizás tenga una oportunidad.
¡Oíd el ruido de rotas cadenas, milicos hijos de puta! ¡Hasta la victoria,
siempre y oh, juremos con gloria morir, carajo!
Ellos van a entrar con todo lo que tienen. Armas pesadas de largo y mortífero
alcance. Pero yo confío en mi puntería. Por algo me preparé todo este tiempo.
Además, cuento con el efecto sorpresa. Ellos no se esperan que un pobre
infeliz como yo, estudiante de Arquitectura, primero en mis clases, socio
fundador del Club de Lectura Rodolfo Walsh de la Universidad de La Plata, los
esté esperando con un fierro. Ellos seguro piensan que los voy a esperar
llorando, cagado, escondido debajo de la cama. Pero no. Esa es mi ventaja.
Pegar primero. Cargarme a un par ni bien tiren la puerta abajo. Y esperar.
Tener paciencia. Pensar como un ajedrecista. Después seguiré en desventaja,
claro está, pero estoy muy confiado en mí mismo. Como nunca. Además, no tengo
nada que perder y ellos sí. Seguro que son unos pichis que los mandan a juntar
revolucionarios por ahí. Con poca preparación. Jóvenes. Padres de familias y
eso. Nada especial.
Cuando los tres que queden vean que sus compañeros cayeron van a arrugar un
poco. Se van a poner nerviosos y quizás otro cometa un error. Ahí es cuando
bajo al tercero. Y ahora, dos contra uno, está más pareja la cosa, ¿no? Es
casi un empate técnico. En ese momento es cuando pienso usar mi jugada
maestra. Hacer como que me quedo sin balas. Gatillar el revólver en falso.
Quizás acordarme de las partes íntimas de mi abuela. Hacer teatro para que sea
más creíble. Eso les va a devolver el valor a estos ratis pelotudos y van a
venir a por mí. En ese momento van a estar desprotegidos y… ¡bam! Primero uno,
después el otro. Con la tranquilidad que me caracteriza termino de cazar a
estos cinco represores. Y tal vez me convierta en héroe popular. Quizás mi
nombre circule por todos los reductos de los compañeros y me transforme en
leyenda. En mito. El nuevo Che Guevara. La nueva estrella de la revolución
latinoamericana. Un héroe Nacional y Popular. El pibe que se cargó a cinco
milicos que lo fueron a buscar. El que sólo tenía ocho balas. El hábil
arquitecto tirador.
Quizás, cuando todo esto pase, hasta escriba un libro contando mis memorias.
Haciendo hincapié en el capítulo de lo ocurrido esta misma noche. Quizás algún
escritor famoso, de los que ahora están exiliados, quiera escribir un libro
con mi historia. Quizás una película. Y mis amigos se sentirán orgullosos de
mí, estén donde estén. Y quizás sea propuesto para liderar alguna
contraofensiva contra este gobierno facho. Y quizás, cuando ganemos, sea
propuesto para presidente de la República. Y quizás saquen algún billete con
mi cara. Alguna calle importante lleve mi nombre. Algún nuevo pueblo... O no.
Quizás pueda sobrevivir a esta noche y no termine en un campo de concentración
torturado hasta la agonía.
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Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado
en el año 2021.
Lo único que se escuchaba esa tarde en la Escuela Primaria Normal N° 3, era el
bullicio de los alumnos mientras disfrutaban de los pocos minutos de recreo
que tenían. La campana estaba por sonar, todos lo sabían, pero continuaban con
sus juegos tratando de vencer, en sus precoces mentes, al sistema. Una vez que
sonara ésta, pedirían a sus maestras un rato más para terminar las importantes
actividades que estaban realizando. Las maestras, creyéndose imparciales,
negarían el pedido de los pequeños y arrearían a todos los alumnos a sus
aulas.
Para la mayoría de los varones, el recreo era el momento más fascinante del
colegio, y también las clases de Educación Física. En cambio, para las niñas,
las clases de dibujo y manualidades ocupaban el ranking en los primeros
puestos. Ellos no entendían cómo a las mujeres les gustaban esas horas donde
se las pasaban encerrados en el aula dibujando cualquier garabato o haciendo
casitas con palitos de helado. Preferían ser libres. Correr detrás de una
pelota, ya sea hecha con un puñado de papeles o con algunas medias. De vez en
cuando jugar al handball u otro deporte que se les ocurriera. No querían estar
recluidos por horas entre cuatro paredes, escuchando cómo la señorita hablaba,
escribía en el pizarrón y hacía infinitas preguntas que muchas veces, ellos no
sabían contestar o no entendían por estar distraídos. En cambio, ellas no
comprendían cómo los varones podían estar corriendo todo el día de acá para
allá, todos transpirados y golpeándose unos a otros cuando se les antojaba, y
lo peor de todo, era que, a esto último, lo consideraban un juego. Ellas
preferían juntarse en grupos con otras niñas y hablar todo el día de lo que
hicieron y de lo que iban a hacer. Criticar a esas “marimachos” que les
gustaban las clases de Gimnasia, y que en los recreos corrían con los chicos a
la par. ‹‹ ¡Que desubicadas! ››, pensaban. También adoraban dibujar en las
clases de Plásticas con la señorita Mercedes, y hacer objetos para decorar sus
casas en las clases de Actividades Prácticas con la señorita Luján.
Dentro del grupo de los varones de cuarto grado se encontraba Gonzalo, un niño
al que le gustaba mucho jugar al fútbol, a pesar de ser marginado por los
otros niños. Siempre lo elegían al final cuando armaban los equipos y nunca le
pasaban la pelota cuando estaban jugando. A Gonzalo también le gustaban las
clases de dibujo, de hecho, era muy buen dibujante. En su casa pasaba horas
haciendo historietas con héroes inventados por él mismo. Aunque nunca se
permitiría demostrarlo en la escuela. No vaya a ser que los demás varones
empiecen a burlarse de él. Ya tenía suficiente con las bromas que le hacían
por su peso, no quería ser el blanco en otra categoría de chistes.
Si bien, en ocasiones era marginado por sus compañeros, en otras, sabía cómo
integrarse y encajar gracias a su bajo perfil. Se limitaba a hacer todo lo que
los demás hacían y nunca emitía su opinión sobre ningún tema.
Gonzalo tenía mucha más fuerza que el resto de sus compañeros, lo que hacía
que éstos, al menos, le tengan respeto. Lo molestaban, pero no lo suficiente
como para hacerlo enojar y casi nunca se empecinaban con él. No lo tomaban de
“punto”, como se dice, sino que le hacían los mismos chistes que se hacían
entre todos.
Aunque lo elegían en el último lugar para jugar al fútbol, era el primero en
ser elegido cuando armaban equipos para hacer cinchadas con la soga y jugar a
los Empujones. Éste último, era un juego que habían inventado ellos mismos. La
mecánica era simple. En primer lugar, dos chicos a quienes se los denominaba
“carnadas”, se ponían espalda con espalda. Luego, un grupo de chicos empujaba
desde uno de los lados a su “carnada” contra el otro y lo mismo hacia el
equipo rival. Era parecido a las cinchadas con sogas, pero en este juego en
lugar de tirar, tenían que empujar para adelante. Ganaba el equipo que lograba
mover a sus contrincantes más allá de una línea que dibujaban a cada lado.
Siempre ponían a los más bajitos para ser carnadas y a Gonzalo en la primera
fila de los “empujadores”. La mayoría de las veces ganaba el equipo donde él
jugaba. Él solo era capaz de ganarle a un equipo de varios chicos, según
comentaban sus compañeros.
Una mañana fresca de agosto decidieron organizar una competencia para probar
la fuerza de Gonzalo. El segundo recreo fue el elegido para el duelo. Se
corrió la voz por los demás cursos y cuando la campana sonó, todos los varones
de la escuela se agolparon en el centro del patio.
Los chicos “carnadas”, ya habían sido elegidos en el primer recreo y se
encontraban ahora en los lugares preestablecidos. Gonzalo puso sus dos manos
en el pecho de su compañero y tres de los más fuertes chicos de su curso se
parapetaron del otro lado. Los demás gritaban de euforia rodeando a los
participantes. Algunas chicas se acercaron para ver qué era tanto jolgorio por
parte de los varones. Creían que se trataba de una pelea. Pero no. Era la
mayor competencia de Empujones que se celebraría en la Escuela Normal N° 3,
según anunciaban algunos chicos cuando éstas le preguntaban.
Gonzalo las vio llegar y entre ellas pudo ver a María Eugenia, una chica que
le gustaba desde el jardín de infantes. No podía perder este juego, se dijo.
No podía quedar mal delante de ella.
El público estaba dividido. Algunos alentaban por Gonzalo y otros por los tres
rivales.
—¡Gordooooo, gordooooo! —se escuchaba cantar a un grupito.
En ese momento, Miguelito, que había sido elegido para oficiar de juez de la
competencia, hizo señas para que todos se callaran.
—¡Silencio! Silencio a todos. Vamos a dar comienzo a este duelo de Empujones.
Por un lado, tenemos a Gonzalo —se escuchó un grito generalizado por parte de
los demás chicos y el clásico “Gordoooo, gordoooo”—. Por otro tenemos a los
desafiantes. Leandro, Pitu y Fideo —Algunos los silbaron. Otros coreaban el
nombre de alguno de los tres. Los más atrevidos, abucheaban.
Miguelito tomó por las cabezas a las “carnadas” y las ubicó. Dibujó una línea
en medio de ellos con una tiza blanca y luego marcó dos líneas más de cada
lado con una tiza amarilla, una a cinco pasos por detrás de Gonzalo y la otra
a cinco pasos por detrás de los tres chicos.
—El equipo que logre pasar la “carnada” por la línea amarilla que tiene el
rival a sus espaldas será el vencedor. ¡Bienvenidos al primer campeonato
mundial de Empujones!
Un grito ensordecedor se extendió por el patio de la escuela. Ahora los
alumnos de todos los cursos estaban en el lugar de la competencia. Nadie se
quería perder el duelo.
—¿Preparados?
Gonzalo asintió con la cabeza. Estaba muy concentrado en lo suyo. Miraba a los
ojos a su “carnada” y luego observaba sus manos y sus brazos. Puso su pie
derecho bien firme adelante, muy cerca de su “carnada”, y el otro a cincuenta
centímetros detrás, con el talón en el aire para darse impulso. Sentía todo su
cuerpo tenso, pero a su vez, tenía mucha confianza en sí mismo. Sabía que los
tres chicos eran fuertes. No iba a ser una tarea sencilla, pero eso a él no le
importaba. Era su momento para pasar a la historia y no podía fallar. Sería
recordado por siempre, como el gran vencedor en el Primer Campeonato Mundial
de Empujones.
Toda la escuela estaba pendiente. Los maestros miraban desde el aula, no se
atrevían a intervenir. Veían a los chicos tan entusiasmados que no querían ser
considerados aguafiestas. Gonzalo sólo pensaba en la competencia y en María
Eugenia. La buscó con la mirada y la encontró perdida entre toda la masa de
gente. Allí estaba, con su guardapolvo blanco inmaculado y el pelo atado con
dos colitas, una de cada lado. A Gonzalo le encantaba cuando ella traía ese
peinado a la escuela y pensó que hoy lo había traído para él, porque sabía que
le daría fuerzas y lo motivaría para ganar el juego.
—A la cuenta de tres empezamos ¿Están todos listos? —¡¡¡Sí!!!, gritaron todos
los alumnos de la escuela—. Gonzalo, ¿Listo?
—Sí —dijo Gonzalo.
—Leandro, Pitu y Fideo, ¿listos?
—Listos —dijeron al unísono.
—Bueno que empiece la cuenta —dijo Miguelito dirigiéndose a la multitud que
tenía alrededor—. ¡Uuuuuuuno, doooooooos… tres!
Gonzalo demoró unos segundos en arrancar y sus rivales aprovecharon para
avanzar dos pasos. Sin embargo, pudo afirmarse con las dos manos en los
hombros de su “carnada”. Se inclinó con su cuerpo, clavó sus dos pies en el
suelo y empezó a hacer fuerza para adelante. Unos instantes más tarde recuperó
el espacio perdido. Estaban igual que al principio. Un calor le inundó su
rostro y gotas de sudor empezaban a caer de su frente.
—¡Dale, Gonzalo, vos podés!
La voz de una chica se destacaba entre el griterío de los demás. A Gonzalo le
pareció que era la voz de María Eugenia, aunque no había podido distinguirla
muy bien.
‹‹No. No puede ser ella››, pensaba. ‹‹ Sólo son fantasías mías››.
—¡Dale Gonza!
Otra vez esa voz. Estuvo tentado de girar la cabeza para ver quién le estaba
gritando. Podría haber sido Valeria, que siempre se había portado bien con él
y muchas veces lo ayudó con algún problema de matemáticas, materia en la que
él no era muy bueno.
Seguía sin saber quién era. Había cedido un paso.
‹‹Dejáte de pensar pavadas y empujá››, se dijo para sí.
Se encontraba de costado y empujaba con sus hombros. Esta técnica le resultaba
cuando empezaba a agotarse. Si bien no avanzaba, se plantaba de tal manera que
no lo podían mover, y así podía descansar un instante. Mientras tanto esperaba
el momento oportuno, cuando fueran sus contrincantes quienes se cansaran o
desconcentraran disminuyendo la fuerza, para volver a arremeter de nuevo con
sus manos.
‹‹Ahora puedo ver quién grita››, pensó.
—¡Dale Gonza, dale!
Esta vez pudo distinguir la dirección de dónde provenían esas palabras de
aliento. Se acomodó mejor, llevando todo el peso de su espalda contra el pecho
de su “carnada” y levantó la cabeza para buscar la voz. Lo primero que vio fue
decenas de chicos gritando desaforados y saltando. Sin embargo, no los oía,
todo transcurría en silencio en su cabeza. Sólo quería oír aquella voz de niña
que alentaba por él y quería que fuera María Eugenia. Trató de recordar dónde
estaba ubicada cuando empezó la competencia, pero un fuerte empujón lo movió
de tal manera que estuvo a punto de perder el equilibrio y caerse. Levanto muy
despacio la mirada y pudo ver como dos de los rivales empujaban la “carnada”
mientras el otro chico tomaba carrera tres pasos y embestía con fuerza.
‹‹Eso no se puede››, estuvo a punto de decir Gonzalo, pero no estaba seguro si
era legal o no. Optó por no decir nada por las dudas que fuera una regla
válida y lo descalificaran, o peor aún, lo vencieran mientras se estaba
quejando.
Volvió a concentrar todas sus fuerzas en la competencia. Apoyó las dos manos
sobre los hombros de su “carnada” y empujó. Avanzó un paso, pero al mirar al
piso se dio cuenta que estaba en el mismo lugar en donde había empezado. La
técnica de sus rivales lo había hecho retroceder sin que lo notara.
Gonzalo se estaba agotando, pero su orgullo le impedía rendirse. Cerró los
ojos, giró la cabeza a la derecha y apoyó su pecho contra el de la “carnada”.
Se aferró fuerte y empezó a avanzar de a pequeños centímetros, cual jugador de
rugby.
Notó que sus contrincantes habían reducido las fuerzas. Estaban cansados.
‹‹ ¿Habrán parado para recuperar energía? ››, se preguntaba Gonzalo ‹‹Éste es
mi momento››, se dijo.
Cuando volvió a abrir los ojos, dispuesto a dar lo último de sí, la vio. Ahí
estaba ella en todo su esplendor, a menos de diez pasos de distancia de él.
Había llegado a las primeras filas y Gonzalo pudo leer bien claro de sus
labios las palabras: ‹‹ ¡Dale Gonza! ››.
Como iluminado por una fuerza poderosa proveniente del exterior, arremetió
contra su “carnada” con tanto ímpetu, que uno de los rivales se cayó al piso.
La victoria estaba a su favor. Siguió empujando y avanzando sin respirar.
Cerró los ojos y con la imagen de María Eugenia diciéndole ‹‹ ¡Dale Gonza! ››
utilizó todas las fuerzas que le quedaban para terminar con la competencia.
Con el último suspiro empujó a sus rivales, tirándolos más allá de la línea de
meta.
‹‹Eso es todo››, pensó.
Una ovación se escuchó en el patio. La algarabía de los chicos era
incontrolable. Exaltados aplaudían, silbaban y cantaban. Se agarraban las
cabezas no pudiendo creer lo que estaban viendo.
Sus compañeros de curso fueron los primeros en acercarse. Gonzalo estaba con
sus manos en las rodillas.
—¡Bien Gordo! ¡Lo lograste! —le decían mientras lo palmeaban.
Sin embargo, él no los oía. Estaba tratando de recuperar el aire perdido.
Sintió un fuerte dolor en el pecho que lo obligó a dejar caer una rodilla en
el piso. Se agarró con ambas manos el lugar donde sentía la punzada. Lanzó un
fuerte grito y todos los chicos enmudecieron de golpe. La alegría de unos
instantes atrás desapareció por completo. Sus compañeros, que habían llegado
para felicitarlo, retrocedieron espantados.
—¡Llamen a la señorita! —gritó una niña.
Era María Eugenia que corría hacia él, tratando de abrirse paso entre los
demás chicos.
—¿Qué esperan? ¡Llamen a la seño! —insistió.
Algunos chicos salieron corriendo sin saber a dónde ir. El resto se quedó en
silencio contemplando la escena. Gonzalo ahora tenía las dos rodillas en el
suelo. Cuando María Eugenia llegó a su lado, lo primero que él percibió fue su
inconfundible aroma floral.
—Acostate, Gonza —le dijo.
El dolor empezaba a disminuir. Con las manos todavía en el pecho miraba el
rostro angelical de María Eugenia. Atrás de ella, el sol y algunas nubes
formaban un paisaje perfecto.
‹‹Cuando llegue a mi casa la voy a dibujar››, pensó.
Vio que le estaba hablando, pero él no la podía escuchar. Se desesperó. Un
temblor le invadió todo su cuerpo. María Eugenia estaba alejándose de él.
Quería alcanzarla. Quería tocar su rostro. Acariciarle el pelo. Amarla. Una
sombra difusa se interponía entre él y ella. Trató de forzar la vista, pero no
logró verla. Sólo pudo divisar la oscuridad total.
Entonces cerró los ojos.
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Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado
en el año 2014.
Corría el mes de las elecciones cuando Héctor sintió esa sensación de
cosquillas en la panza. Hacía mucho tiempo que no le pasaba algo semejante. La
esperanza de un futuro mejor se avecinaba. Era el momento más ansiado de su
vida, aunque él imaginaba que vendría algo mucho mejor. Tenía la ilusión que
sería un nuevo comienzo, y lo que estaba por ocurrirle cambiaría su vida para
siempre.
A la hora señalada en su meticuloso plan, varias veces ensayado y repasado
hasta el último detalle, comenzó a vestirse para la ocasión. No le gustaba
ponerse ese estilo de ropa, pero el acontecimiento se lo exigía, o por lo
menos lo ameritaba. Buscó unos zapatos guardados en el cajón inferior de la
mesa de luz que hacía años que no usaba. Eran negros como el cinto que se
pondría. Tenía que estar en todos los detalles. Más despierto que nunca. No
podía fallar si quería lograr su cometido.
Se dispuso a lustrar los zapatos como tenía previsto, cuando, de pronto, las
piernas se les empezaron a aflojar. Su cabeza empezó a dar vueltas. El piso de
su habitación se le movía. No podía mantenerse en pie. Su cuerpo pesaba más de
lo normal. Sintió que se desvanecía. Lo último que recordó antes de desmayarse
fue que se había olvidado de planchar la camisa.
‹‹No vayas››, escuchaba una y otra vez en su cabeza. ‹‹ Es una locura››, se
repetía.
Su mente irracional se resistía a estos pensamientos y hacía fuerza para
vencerlos.
‹‹ ¡Es la última oportunidad que tengo en esta vida! ››, gritaba consternado
para sí. ‹‹ ¡Es la última! ››.
Trató de buscar una frase que fuera lo más compasiva, sensible y a su vez,
fatal, para convencer a su lado racional, pero solo encontró un grito
lastimoso que lo devolvió en sí.
‹‹ ¡Definitivamente, es la última! ››
Cuando abrió los ojos la habitación estaba toda oscura. Se dirigió hasta el
interruptor y corroboró que la luz estaba cortada.
‹‹ No va a ser fácil. No me la van a hacer fácil. Situaciones como éstas
ocurren sólo una vez en diez millones de vidas ››, pensaba Héctor mientras
trataba de conseguir algo para iluminar la habitación.
Se dio cuenta de su cansancio. No había dormido mucho la última semana. Desde
que le llegó la noticia, no pudo relajarse ni un segundo, analizando todas las
posibilidades. Pero no sólo sentía su físico agotado, estaba cansado de su
vida, de su constante pesar. Sus interminables horas en el trabajo, frente a
un ordenador antiguo, cargando datos inútiles como un autómata diez horas por
día lo fueron consumiendo de a poco sin que él se diera cuenta.
Pasó mucho tiempo desde aquel día. Había sufrido lo suficiente para dejarse
morir, pero resistió solo, abandonado a su mala dicha. La vida tiene momentos
buenos y malos, es un constante equilibrio, sin embargo, para Héctor, desde
ese fatídico día, la vida se detuvo. Vivió los últimos veinte años en piloto
automático. De su casa al trabajo. Del trabajo a su casa. Sin derramar una
lágrima. Tratando de sobrevivir. En ese tiempo perenne, se enteró de
casualidad de la muerte de su madre, ya que lo leyó en el periódico local.
La habitación volvió a iluminarse. Héctor, que se había acostumbrado a la
oscuridad, comenzó a sentirse débil otra vez. Logró sentarse en la cama antes
de sufrir una recaída. Esta vez no se desmayó, sino que se dejó caer despacio
hasta apoyarse en el suelo. Observó sin apuros su cuarto, tratando que sus
ojos se vuelvan a habituar a la claridad y pudo contemplar una cama individual
con una pequeña mesa de luz a la izquierda; un ropero de dos puertas que no
combinaba con nada; y una solitaria silla apoyada contra la pared que oficiaba
de perchero para la ropa del trabajo —unos jeans gastados y una chaqueta
marrón de gabardina pasada de moda desde siglos atrás—. Ése era todo su hogar.
Era el lugar que había elegido para pasar sus últimos miserables años. Solo.
Después de aquel fatal acontecimiento que marcara su existencia para siempre,
no quiso saber nada más. Intentó borrar todo su pasado y se recluyó en una
pequeña pensión oculta dentro de la gran ciudad, ubicada en el Pasaje Apóstol
Santiago al 312.
Con dificultad logró incorporarse apoyándose con ambas manos sobre el horrible
respaldo de la cama. Sus sentidos volvían a la normalidad, aunque su brazo
izquierdo estaba adormecido.
‹‹ ¿Por qué no me agarró un paro cardíaco ese maldito día?, o mejor, ¿Por qué
no me atropelló un colectivo? Hubiese sido una muerte digna, incluso romántica
¿Por qué me tiene que pasar todo esto justo ahora? ››
Sin perder más tiempo y no haciéndole caso al dolor en su brazo, decidió
hacerse cargo de su vida de una vez por todas. Se paró rápido, sin temor de
volver a caerse. Agarró la camisa del ropero y empezó a plancharla sobre la
cama, rogando que no se cortara la luz otra vez. Lustró con mucho detalle y
cuidado sus zapatos, tomó la billetera del cajón de la mesa de luz, se puso el
reloj pulsera y salió directo hacia la calle, sin dudar un instante.
Un golpe de calor y extrema humedad lo recibió cuando empezó a caminar por las
veredas porteñas. Aminoró la marcha porque no quería llegar transpirado al
lugar donde se dirigía. Sacó un chicle del bolsillo de su pantalón y comenzó a
masticarlo. La valentía que lo había invadido hace unos instantes se le estaba
esfumando del cuerpo. Se frenó para recuperar el aire. Estaba agitado. Durante
unos segundos estuvo tentado de abandonarlo todo, pero recordó los años de
soledad y volvió a avanzar con pasos firmes hacia su destino. El ruido de la
ciudad era ensordecedor, pero Héctor no lo percibía. Estaba concentrado en su
cometido.
Llegó hasta la esquina de Corrientes y Pueyrredón y allí lo divisó. El bar del
encuentro. Sólo lo separaba de él una cuadra. Se detuvo y miró hacia todos
lados. Trató de esforzar la vista para ver hacia el interior del bar y no pudo
divisar nada. Esperó que el semáforo se pusiera en verde, pero no se animó a
cruzar.
Se acercaba la hora establecida para el encuentro y Héctor seguía parado en la
esquina, a metros del lugar donde se rencontraría con su pasado, veinte años
después y una vida de distancia.
Entonces comenzó a recordar aquella tarde. Sabía de memoria cada detalle de lo
ocurrido. Su cara. La situación. Cada palabra dicha y cada silencio. Recordaba
cómo ella le decía que había llegado el momento de continuar caminos
distintos. Sus padres se mudaban a España por la crisis y se la llevaban. La
raptaban de su corazón. Ella no quería una relación a distancia, con un océano
de por medio. Decía que era mejor cortar por lo sano y evitar un sufrimiento
mayor al que ya estaban padeciendo. Se repitieron también en su cabeza sus
súplicas desesperadas de aquel día, el ardor en el estómago, la inestabilidad
de sus piernas. Hubiera hecho cualquier cosa por ella. Cualquier cosa por
retenerla. Le rogó que lo esperara, ¡por Dios que lo esperara! Pero ella lo
tomó de las manos, con los ojos llorosos, y pronunció aquellas simples y frías
palabras: ‹‹Adiós Héctor, hasta siempre›› y se marchó.
Después de eso su vida se convirtió en una desolada rutina. Vivió en una
resignación perpetua. Sin embargo, esa forma de vivir, su padecimiento eterno,
la soledad en su alma, llegaba a su fin. A partir de hoy su existencia
cambiaría por completo. Ella había vuelto. Iban a reencontrarse después de
tanto tiempo y serían felices como lo fueron en sus años de adolescencia.
Tendrían hijos y formarían una hermosa familia, lo que él siempre había
soñado, olvidándose del pasado y comenzando una nueva vida. Juntos.
Su reloj le marcó que sólo faltaban cinco minutos para la cita. Cinco escasos
minutos. ¿Qué son cinco minutos en veinte años?
Volvió a mirar hacia el bar y, por un instante, creyó haberla visto. ¡¿Era
ella?! Su forma de caminar. Su impronta. Su belleza. Su sentido de la
orientación ¡Tenía que ser ella! Su único amor, a menos de cien metros de
distancia y a toda una vida de diferencia. A toda una vida de experiencias. De
momentos e instantes. Días felices para ella, días tristes para él. Muchos
días tristes. De veinte años de desasosiego. De penurias. De soledad. De
desconsuelo. De abatimiento. De depresión. De aislamiento. De melancolía. De
nostalgias. De rutina. De desamparo. De miseria. De agobio. De abandono. De
pesar. ¡Veinte años de su vida!
Entonces, sin volver a dudarlo, empezó a caminar muy lento hacia su destino.
De regreso, en dirección a su cuarto de pensión en el Pasaje Apóstol Santiago
312. De vuelta hacia su vida. En todo este tiempo había aprendido que la
soledad era su forma de vivir, y la forma que había elegido para morir.
Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado
en el año 2014.
Está decidido. Lo mato y después me mato yo. No hay vuelta atrás. No tengo
otra alternativa. Ya sufrí demasiado y él también por mi culpa. No soporto
vivir en un mundo en donde la lástima que sienten las personas por mí es tan
humillante como las escenas que hago en los bares todas las noches cuando me
emborracho. Pero hoy estoy más consciente que nunca. Sólo tomé unas copas y
puedo dominar todos mis sentidos.
No es justa la vida, ¡la puta madre! No es justa. Ya no me quedan lágrimas
para llorar. Me sequé por dentro y mi pequeña chiquita me debe estar
esperando. Hace tres años que me espera y yo, con mi egoísmo de siempre, me
quedé acá, muriéndome por dentro, lastimando a personas que en todo momento me
han ayudado, como mi vecino de enfrente. Me quedé aguantando las miradas de
compasión del resto.
Si fuera por mí, me tiraría debajo de un tren ahora mismo o saltaría de un
edificio. Pero mi último acto en esta vida no tiene que ser de ingratitud sino
de redención y mi vecino también se merece que lo libere del dolor que lleva
arrastrando en su alma desde hace mucho tiempo. Esta vez yo me voy a comportar
como una persona compasiva, como hacen todos conmigo. Basta de sufrir. ¿Para
qué? Nadie es capaz de aguantar tanto dolor.
En mi mente aparecen un montón de imágenes de toda mi vida. Mi infancia en
Gorostiaga. La escuela. Las salidas con mis amigas del pueblo. El momento
cuando dije en mi casa que me mudaría a Capital a estudiar Arte. El día que
llegué a esta horrible ciudad. La cara de mi vecino cuando me vio entrar al
edificio. Creo que se enamoró de mí en ese mismo momento. Lástima que yo nunca
sintiera nada por él. Siempre lo vi como un excelente amigo. Agradezco que
nunca se me haya declarado, en aquellos tiempos no me sentía capaz de romperle
el corazón. También me acuerdo del hijo de puta de Martín. Me enamoré como
nunca lo había hecho antes. Me trataba como a una reina, hasta el día que le
conté que estábamos esperando un hijo. El muy cobarde desapareció y no lo
volví a ver nunca más, ni supe nada más de él. Fue como si se lo tragara la
tierra. Muy en el fondo, aún lo sigo amando. Fue muy fuerte lo que sentí por
él. Esto hace que sienta asco de mí misma, que me odie.
Mi vecino en cambio siempre estuvo al lado mío. Fue el mejor amigo que tuve y
ahora le voy a devolver la paz que perdió cuando murió mi hijita. Él no se
merecía pasar por todo esto. Aunque me alejé de él, todavía lo sigo queriendo.
Pero el tiempo no se puede volver atrás y debo continuar con la última misión
que tengo para cumplir en este mundo.
No me importa lo que piensen de mí después de lo que haga esta noche. Yo sé
que es lo mejor para ambos y él va a estar muy agradecido conmigo. Algunos
pensarán que me volví loca y en parte tendrán razón. Me consumí por dentro
cuando me arrebataron de los brazos a mi hija y enloquecí. Me dejé morir de a
poco, no tuve el coraje para terminar con mi vida en esos momentos que no
soportaba más. Fue una tortura constante. Pero hoy termina todo. Hoy estoy
decidida a terminarlo todo.
Mientras subo por las escaleras del edificio puedo presentir como mis otros
vecinos me deben estar espiando y diciendo entre sí “Pobrecita”. Me imagino a
él, a Mariano, mi vecino, detrás de la puerta, esperando que llegue para poder
verme unos segundos mientras entro a mi departamento.
Si tan sólo pudiera encontrar las condenadas llaves. ¿Por qué? ¿Por qué me
pasa esto justo ahora? Quiero entrar a mi casa. Quiero agarrar el revólver y
acabar con nuestras vidas. Entonces dejo salir el último llanto.
Trato de calmarme para encontrar las llaves en mi cartera, no vale la pena
seguir sufriendo y hacer esta escena. En minutos mi problema va a estar
resuelto.
Por fin las encuentro. Entro y voy corriendo a mi cuarto. Busco el revólver y
lo tomo entre mis manos. Me dirijo hacia el living y me siento en una silla.
Apoyo el arma en la mesa mientras corroboro que tenga balas. Está cargada con
las mismas seis balas desde el momento que la compré, hace más de dos años,
cuando creí que estaba preparada para suicidarme, pero no lo estaba. Fui una
cobarde. Guardé el revólver en el fondo de mi armario a la espera de que algún
suceso extraordinario acabara con mi vida, porque yo no tenía las fuerzas para
hacerlo por mi cuenta. Pero ahora es distinto. El momento llegó. Me armé de
todo el valor que necesito.
Escucho la puerta de mi vecino abrirse. ¿Qué hace? ¿A dónde va a esta hora de
la noche? Voy corriendo para observarlo por la mirilla, pero cuando estoy por
llegar escucho un golpe en mi puerta. Seguro me vendrá a consolar como lo hace
siempre. Me preguntará como estoy, si necesito algo. Si puede hacer algo por
mí. Me escuchó, me vio llorar cuando llegué y viene a intentar calmarme y a
decirme, ‹‹Ya pasó todo››. Pero yo estoy calmada y pronto va a pasar todo para
siempre. Estoy más decidida de lo que jamás estuve en mi miserable vida.
Un segundo golpe a mi puerta me saca del sopor y me devuelve a la realidad.
Agarro bien firme el revólver con las dos manos y apunto hacia dónde está mi
vecino, parado del otro lado de la puerta. Mi dirijo a abrirle y a terminar
con su vida, para luego terminar con la mía.
‹‹Ya es hora››.
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Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado
en el año 2014.
La situación se había ido de las manos. La diplomacia no resultó como
pensábamos y yo estaba a punto de recibir el primer puñetazo de mi vida en la
cara. El futuro agresor era una mezcla de Kiwi y Maorí. Un gordo fornido.
Manos anchas. Cuello rollizo. Brazos seguros. Avanzaba hacia mí diciendo unas
palabras raras en inglés. Mis amigos querían calmarlo, pero él parecía no
escuchar o no entender. Estaba obnubilado por lo que yo le había dicho. Se
sentía ofendido por mis palabras y no le importaba que yo midiera casi dos
metros y estuviera rodeado de cinco personas. Era su tierra, su casa y ningún
Sudaka iba a poner en tela de juicio su honor.
Su nombre era Jon. Dueño de la casa que habíamos alquilado por quince días en
Mount Maunganui, una ciudad con playa y una montaña en Nueva Zelanda. Nada
quedaba de ese buen samaritano que habíamos conocido dos semanas atrás, cuando
estuvimos a punto de dormir en la calle. Sus rasgos de salvador se habían
convertido en rasgos de asesino serial. Yo no debí hacerlo enojar. ¡Si ni
siquiera le entendía cuando hablaba! ¿Por qué carajo le dije, en mi pobre
inglés, que el problema era que él nos había robado nuestro dinero?
Mientras avanzaba a los gritos, mi mente se bloqueó. Nunca había estado en una
pelea y mi primer enfrentamiento iba a ser con un loco estafador, ex rugbier o
caníbal, o las dos cosas, en un país en el fin del mundo.
—Te está diciendo que te va a llevar a la corte.
En ese momento volví a respirar. No me quería boxear, quería resolver el
asunto mediante abogados y jueces.
Esas semanas fueron de lo mejor. Playas, caminatas, compra de nuestra
camioneta Van Toyota Estima de siete asientos, amigos nuevos, muchos días de
sol y mar, escalada al Monte. Pero al principio fue complicado. Cuando
arribamos provenientes de Tauranga no pudimos conseguir alojamiento en Mount
Maunganui. Todas las plazas hoteleras estaban ocupadas por culpa de un gran
evento que se estaba celebrando en la ciudad. Desesperados y como único
posible techo un McDonald’s, nos pusimos a buscar algo por Internet. Unos
chicos de Chile nos recomendaron, en un grupo de Facebook, que nos
contactaremos con un tal Jon.
Mauro y Micaela fueron a hablar con este Jon y una hora después estábamos
todos en su camioneta paseando por Mount Maunganui con él como chofer y guía.
Parecía un buen hombre. Nos llevó al supermercado para que hagamos las compras
y luego nos enseñó la casa. Nos quedamos hablando como dos horas de la vida.
—Qué agradable sujeto —comentamos cuando se fue a redactar el contrato de
alquiler por 15 días.
Al rato volvió. Firmamos los papeles. Le pagamos por adelantado las dos
semanas y se ofreció a llevarnos a ir a ver a un amigo que tenía un auto para
vender. Le dijimos que bueno. Que lo íbamos a pensar y nos dimos las buenas
noches. Todo iba perfecto. No dormimos en la calle, si no, en una casa bonita
en uno de lugares más lindos de Nueva Zelanda. Pero lo bueno se terminó al día
siguiente y Jon mostró sus garras de gato, como lo apodamos.
Primero entró sin golpear. Ok. Era su casa, pero se la estábamos alquilando. Y
no sé cómo funcionan las cosas para él, pero creo, y espero no equivocarme
que, en casi todo el mundo, el inquilino tiene prioridad y ningún propietario
se anda metiendo en la casa que alquila sin permiso.
—Let’s go —dijo.
—¿A dónde?
—¿Cómo a dónde? A ver el auto.
—Ah. Sí. Con respecto a eso —le dijimos —, preferimos esperar y buscar más
adelante.
¿Para qué? Su sonrisa se transformó en irá y empezó a los gritos. Como no le
decíamos nada, porque no podíamos entender la situación, se fue dando un
portazo. Allí cambió todo. La relación se volvió fría y solo cruzamos palabras
con él un par de veces en dos semanas. Una cuando nos retó porque estábamos
usando mucho Internet. Y la segunda cuando sacamos la basura un día que no
correspondía. Lo primero tuvo consecuencias inmediatas; nos cortó el Wi-Fi por
dos días. La segunda tuvo consecuencias económicas. En el contrato de
alquiler, que por cierto no habíamos leído, porque confiamos en ese{" "}
“agradable” señor que era Jon, claramente figuraba que, sacar la basura otro
día que no fuera el jueves conllevaba una multa de 20 dólares neozelandeses
que se descontaría del depósito de 600 dólares neozelandeses que tuvimos que
pagar juntos con el alquiler.
Aceptamos nuestro error y lo primero que hicimos a continuación fue leer el
contrato detalladamente. Ahí nos encontramos con otro problema. Sin saber
cómo, habíamos perdido uno de los dos juegos de llaves que nos dio al
principio y eso suponía otra multa de otros ¡200 dólares neozelandeses!
porque, supuestamente, tenía que cambiar la cerradura completa.
Pero la gota que rebasó el vaso y, el motivo por el que yo estaba a punto de
recibir una citación judicial fue que, una vez que nos fuimos de esa casa se
quedó con el Bond (depósito) aduciendo que el televisor estaba roto y que
tenía que limpiar las alfombras porque las habíamos manchado. No hubo forma de
que nos lo entregara. Incluso cuando le juramos y le recontra juramos que no
habíamos encendido ese aparato nunca y que las alfombras estaban así cuando
llegamos.
—Está bien —dijo, después de un tiempo —. Vuelvan en unos días y les doy lo
que queda del Bond, luego de descontar las multas.
Nos fuimos con un mal sabor de boca. Nos sentíamos estafados y, por ende, una
vez ubicados en la ciudad de Katikati, que sería nuestro nuevo hogar por tres
meses, empezamos a escribir cosas malas de Jon en los Grupos de Nueva Zelanda
en Facebook. Cosas del estilo de:
“Aléjense de Jon de Mount Maunganui”
“No le alquilen la casa que es un estafador”
Y similares. Por alguna extraña razón, Jon leyó esos mensajes en los Grupos y
nos llamó furioso. Nuestro abogado defensor fue Maxi, que intentó mediar y
calmar los ánimos. Como buen letrado de viajes, consiguió una mediación, que
significaba una reunión entre las partes involucradas para el día siguiente.
Allí fuimos todos en busca de nuestro dinero. Jon, como buen charlatán, empezó
un parloteo diciendo cosas sin sentido para dilatar el problema. En ese
momento se me ocurrió decir algo. Invadido por la impotencia que me daba todo
lo acusé de ladrón.
Y así fue cómo empezó y terminó esta historia. Después de bajar los decibeles,
de apartarme a un lado, se llegó a un nuevo acuerdo. Él nos devolvería el
dinero si nosotros borrábamos los mensajes de Facebook. Aceptamos y quedamos
en volver un par de días después por la plata. Volvimos, pero mis amigos
decidieron que yo no participaría del encuentro y me dejaron a unas cuadras.
Temían que por fin recibiera una trompada en la cara.
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Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado
en el año 2021.
Ella se encontraba en el borde mismo del abismo. Él la miraba con culpa, a una
distancia considerable. Ella se giró para buscar una mínima esperanza. Él
cerró los ojos para llorar.
Ella siguió adelante.
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Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado
en el año 2021.
Una tarde como muchas otras, volvía yo de la escuela camino hacia mi casa.
Podría haber sido 14 de febrero para los románticos de turno, pero me da pena
decirles que era otoño, ya que las hojas habían empezado a caer con mayor
esmero y, como sabemos, en mi pueblo, el otoño formalmente empieza a mediados
de marzo.
Ocho cuadras separaban a mi escuela de mi hogar. Ocho cuadras que había
transitado por casi diez años de manera ininterrumpida sin que sucediera nada
memorioso. Pero esa tarde otoñal, alrededor de las 17:45 horas, algo digno del
recuerdo y la nostalgia aconteció en mi vida y quedó guardado para siempre en
mis evocaciones.
Con paso cansado pero firme retornaba de mi jornada escolar. El ciclo lectivo
había comenzado hacía poco tiempo y ya se sentía en las diminutas ganas de un
adolescente, como lo era en ese entonces. El fin de año estaba muy lejos, pero
el comienzo de un gran amor estaba a sólo media cuadra de distancia detrás de
mí.
Sin saber por qué, quizás guiado por una fuerza que no supe comprender, a
cuatro cuadras de llegar a mi casa me doy vuelta sobre mis pasos y fue en ese
preciso momento que nuestras miradas se cruzaron por primera vez. No sería la
última, pero ese eterno instante perduró en el tiempo y en el espacio. A menos
de cincuenta metros de mí, venía caminando ella, el ser más hermoso que había
visto en mi vida, en la misma dirección y en el mismo camino que yo había
transitado segundos antes. Con su guardapolvo blanco inmaculado y su pelo
lacio que ondulaba imperceptiblemente por la brisa que corría en ese momento.
Parecía una diosa de Alejandría, de la antigua Grecia, de Oriente. Era de otra
época. Su belleza no se comparaba con ningún mortal del año 1998.
Al notar que yo la estaba observando, sus mejillas se ruborizaron y su mirada
cómplice se dirigió hacia el suelo. Pero a pesar de ello, no disminuyó su
marcha. Yo sí, había detenido mi andar, obnubilado ante semejante epifanía.
Mis músculos no respondían, mis pies no querían continuar. Los cincuenta
metros que nos separaban se fueron reduciendo entre nosotros. Y ahí nos
encontrábamos, a muy escasa distancia el uno del otro.
Pasó ante mí. Yo no supe que hacer. Sólo me dediqué a contener ese choque
ancestral entre dos almas perdidas.
Al fin reaccioné y la seguí, pisando sus mismos pasos, caminando su mismo
camino, apreciando su fragancia, creyendo en las extrañas y fantásticas
coincidencias del destino.
Ella notó mi presencia cerca suya a tal punto que se vio obligada a girar para
mirarme. Ahora el que estaba sonrojado era yo, pero me obligué a no bajar la
vista. Quería mantener y atesorar sus ojos en los míos como un recuerdo
sagrado para la posteridad.
Miles de preguntas acudieron a mi mente en ese momento. ¿De dónde había salido
ese ser angelical? ¿Sería una crueldad o una bendición del destino? Pero lo
que más me daba vueltas por la cabeza y el corazón era ¿cómo no había visto
nunca antes a esta mujer si éramos vecinos? ¿Se habría mudado recientemente?
¿Sería un espejismo, una alucinación? ¿Me estaría volviendo loco? ¿Loco de
amor?
Nuestras miradas se volvieron a juntar, aunque esta vez advertí en sus dulces
ojos que era una mirada de despedida, de un hasta luego, de un “nos vemos
pronto” (si se me permite tal redundancia). Ella había llegado a su casa y la
mía distaba de sólo media cuadra más.
Quisieron los dioses y la buena fortuna que nuestras vidas se cruzaran en
infinitas ocasiones posteriores, pero en ninguna volvimos o pudimos recrear
ese mágico y único regreso de la escuela, de esa tarde de principios de otoño,
de ese perfecto instante, de esas maravillosas cuatro cuadras que duró el amor
real, puro y circunstancial.
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Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado
en el año 2021.
Si se tienen los dos ojos abiertos al mismo tiempo la tarea será mucho más
sencilla. Pero si se tienen ambos ojos cerrados, o se los tiene uno sí y uno
no, no se desanime que con un poco de práctica y empeño va a poder parpadear
con total éxito. Vamos a analizar cada situación por separado para hacérsela
más fácil.
CASO A: Dos ojos abiertos
Empecemos con lo más sencillo: que se tengan los dos ojos abiertos. Ok. ¿Me
sigue? Perfecto. Ahora présteme mucha atención. La actividad que va a realizar
será la siguiente. Le pido por favor que se concentre porque lo voy a escribir
sólo una vez y tendrá que actuar muy rápido si quiere lograr el objetivo. A la
cuenta de tres va a bajar los párpados, esas ventanitas que tienen los ojos,
rápidamente, sin pensarlo demasiado y casi sin respirar (si no sabe cómo
respirar, lea las Instrucciones para Respirar en este libro. Búsquela, hombre,
no sea perezoso) hasta que queden los dos ojos completamente cerrados y luego
de una milésima de segundo (es importante que controle esto y no se pase del
tiempo establecido porque se me duerme) los va a volver a subir, a los
párpados que bajó anteriormente, ¿me entiende?, de tal manera que queden
ambos, los párpados, en la posición original de cuando se dispuso a realizar
la acción. Y eso es todo. Ahora me lo repite a este ejercicio cada tres o
cuatro segundos hasta que se muera, o en el mejor de los casos, esté dormido,
porque, ¿no sé si sabe?, pero le cuento, que dormido no puede parpadear por la
simple razón que tiene a los dos ojos cerrados.
¿Vio que no era tan difícil y no dolía? ¡Hombre grande!
CASO B: Dos ojos cerrados
Ahora vamos a complicar la cosa. Tomemos por caso que tenga ambos ojos
cerrados, ya sea porque recién se despierta o por lo que sea. No me haga poner
nervioso. Muy atento acá, ya que este ejercicio requiere de su total
convicción de que puede hacerlo. Si usted no cree en usted, ¿cómo usted
pretende que nosotros creamos en usted. ¿Usted me entiende, no?
Sigamos. Con los dos ojos cerrados, o siendo más coloquial y técnicos, porque
hay que hablar con propiedad, ¿vistes? Con los dos párpados en posición de
reposo, va a realizar un ligero pero efectivo movimiento de párpados
simultáneamente. Los va a levantar hasta que pueda ver, o por lo menos que
queden los dos ojos abiertos. Es importante que sean los dos ojos a la vez los
que estén abiertos, no se lo repito más.
Una vez que haya logrado tener los dos ojos abiertos, simplemente repita los
pasos del CASO A escrito en la página anterior. Desde este instante, si sigue
al pie de la letra dichas instrucciones, no le debe presentar mayores
inconvenientes el parpadeo. “ Yo imagino el parpadeo de las luces que a lo
lejos van marcando mi retorno ”, decía un viejo tango. Ah, sí. Porque también
parpadean las luces. ¿No sé si sabe? Pero eso es otro tema. No se me vaya por
las ramas.
Cualquier cosa me practica varias veces antes de llamarme de vuelta. No quiero
perder el tiempo. Con un par de repeticiones calculo que serán suficientes
para aprender todo el ciclo.
CASO C: Un ojo abierto, un ojo cerrado
Acá lo quiero ver. Vayamos al caso de que tenga un ojo abierto y otro cerrado.
No se me ocurre cómo fue que le quedaron los ojos de esa manera, pero puede
suceder. No se preocupe. Tal vez le estaba guiñando un ojo a una señorita que
pasaba por la calle o ligó el ancho de basto, que se yo. No estoy para ponerme
a pensar en estas cosas, sino para darle so-lu-cio-nes. E-fec-ti-vas.
¿Me-en-tien-de?
Lo más difícil en este caso será coordinar los dos ojos. Tenemos que lograr, o
que le queden los dos ojos abiertos o que le queden los dos ojos cerrados,
porque si intenta parpadear en el estado en que se encuentra puede producir
una graciosa catástrofe que ni usted ni yo queremos que ocurra. Entonces, para
evitar esto hará lo siguiente. Dos puntos: El ojo que tiene cerrado lo va a
intentar abrir, pero sin mover el otro, el que tiene abierto, porque le
quedarían desparejos de vuelta. Una vez que logre abrir el ojo que tenía
cerrado y al mismo tiempo mantener abierto el ojo que tenía abierto, diríjase
a las instrucciones del CASO A.
Si por el contrario quiere hacer a la inversa (como le gusta complicar la cosa
a usted, ¡¿Eh?!), lo que tendrá que hacer será simultáneamente cerrar el ojo
que tiene abierto y mantener cerrado el ojo que tiene cerrado. Una vez hecho
esto diríjase a las instrucciones del CASO B.
¡Uf! Como costó, ¿no? Pero mire que lindo que me parpadea ahora. Sus ojos
están capacitados para seguir parpadeando ad infinitum y más allá.
Posdata. Dos puntos. En cursiva. Si tiene alguna otra consulta y quiere que le
explique cómo hacerlo, me escribe que yo le escribo.
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Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado
en el año 2021.
Dedicado a mi buen amigo Waldemar Santorelli.
Basado en hechos reales…
El Gran Premio de Francia tenía todas las condiciones para que finalmente
lograra su primera victoria arriba de un auto de Fórmula 1. No era martes ni
trece, sin embargo, El Piloto era una persona muy supersticiosa. La mala
fortuna había estado presente en muchos momentos de su carrera deportiva. Por
esto, ese fin de semana, tomó todos los recaudos. Antes de salir a competir,
besó sus amuletos que tenía guardado con candado para que nadie los{" "}
“contaminara” con malas ondas, revisó él mismo su vehículo minuciosamente,
chequeando cada detalle decenas de veces y luego se dirigió, muy confiado,
hacia la competencia. Sintió muy adentro suyo que éste era su momento y nadie
podía arrebatarle la gloria. Su gloria tan ansiada.
El Piloto creció en una granja en un pueblito de Nueva Zelanda. Desde muy
chico se interesó por los coches. Siendo un adolescente, ya mostraba sus
habilidades en competencias de carreras de autos antiguos en la playa. Es así
como comienza su trayectoria como corredor, que lo llevó a competir primero en
Australia y más tarde en Europa.
Animado por sus brillantes resultados, y con sólo dieciocho años, llega a la
máxima categoría del automovilismo profesional; la Formula 1. Su corta edad y
su capacidad al volante prometían una carrera deportiva llena de éxitos y
campeonatos. Pero la suerte nunca estuvo de su lado. De los 99 Grandes Premios
en los que participó, no pudo ganar ninguno. Sólo se tuvo que conformar con
seis segundos puestos y diez terceros, a pesar de haber largado 29 veces desde
la primera fila. Aunque vale decir, que en dos oportunidades logró pasar la
bandera a cuadros en primer lugar. Sin embargo, y como si la suerte intentara
burlarse de él o fuera una broma de mal gusto del destino, esas carreras se
trataban de Grandes Premios no puntuables. Estas dos victorias estaban fuera
del calendario oficial de la Formula 1 y no entregaron puntos a los pilotos.
No fueron contabilizadas y nadie les dio importancia. Una de esas carreras fue
en el histórico circuito de Silverston, en Inglaterra, a principio de los años
70. La otra competición donde terminó primero fue en el Gran Premio de
Argentina del año 1971.
Otros eventos como roturas de motores en momentos claves, que se le detenga el
auto en la largada, quedarse sin combustible en mitad de la competencia, no
poder salir a la pista por descomponerse minutos antes de la carrera, peleas
con sus compañeros de equipos, choque involuntario con el auto de seguridad,
entrar a boxes en momentos en que no lo estaban esperando, y tantos otros
desencuentros deportivos lo convirtieron en el centro de atención de los
periodistas y colegas por su mala fortuna. Incluso, su reputación de mala
suerte era tan fuerte que un escritor de la revista Campeones bromeó sobre él
diciendo que “si fuera un enterrador, la gente dejaría de morir”.
En la temporada del 67 compitió con un auto de Ferrari, una de las escuderías
más importantes de la Formula 1. En ese año, su mejor ubicación en una carrera
fue un quinto puesto. En toda la rica historia de este equipo nunca un piloto
de esa escudería no había logrado, por lo menos, subirse al podio en una
competición en todo el año. El Piloto fue el primero. Pero lo anecdótico fue
que, al año siguiente, otro piloto con el mismo monoplaza que él dejara, haya
sido campeón con mucha ventaja sobre el segundo.
Pero ese fin de semana parecía distinto. Dominó ampliamente los ensayos y las
clasificaciones, se hizo con la pole position, y desde el inicio de la carrera
había conseguido una distancia casi inalcanzable sobre el resto. El sueño de
la primera victoria se acercaba cada vez más. Todo el mundo estaba pendiente
de esta carrera.
Con media vuelta para finalizar la competencia, y con la bandera a cuadros
flameando en el horizonte ante sus ojos, se dirigió hacia un triunfo seguro.
Ya se veía levantando el trofeo y bañando con champagne a todos los miembros
de su equipo. Notas en los diarios y revistas, invitado a la televisión. ¿Por
qué no, que en los programas de chimentos le inventaran un romance con alguna
modelo?
El mundo entero se iba a rendir a sus pies. Pero la diosa fortuna volvió otra
vez a jugar con él. Una piedra, en mitad de la pista, se fue a incrustar en el
neumático delantero derecho acabando para siempre con su sueño. Después de
hacer varios trompos y de terminar hundido en la cama de leca, quiso finalizar
la carrera a pesar de todo, pero el auto nunca encendió. Intentó como último
recurso empujarlo nuevamente hasta la pista, pero fue en vano. Ya no tenía más
fuerzas ni voluntad para seguir. Ya se había rendido ante el destino de su
vida. Finalmente abandonó a escasos metros de la llegada, viendo como sus
colegas pasaban uno a uno a través de la meta que él nunca llegaría a
alcanzar.
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Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado
en el año 2021.
Hola. Soy un viejo ventilador de pie. No recuerdo bien cuando llegué a la
familia González–Primo, pero debe hacer no menos de quince años. Sí. Soy de
los viejitos. Ya sé que no puedo competir con los ventiladores sofisticados de
hoy en día o contra los aires intergalácticos que vende Naldo, pero todavía me
la banco bastante. Debe ser porque no tengo tantas horas de uso. ¡Si la mayor
parte de mi vida, en esta casa, me la pasé guardado en la oscuridad de un
ropero!
Aunque tuve temporadas buenas. De eso no me puedo quejar. Cuando todavía vivía
la Gordi, la madre de los chicos, le dábamos duro y parejo. Me la pasaba casi
todas las noches de verano a su servicio. ¡Qué épocas aquellas! Yo también la
extraño mucho a la Gordi porque era de las pocas, por no decir la única, que
me sabía valorar. Los pibes son ciclotímicos y por mucho tiempo usaron esos
pedorros ventiladores de techo que tienen por toda la casa que, en vez de
refrescarte, remueven el calor por todos lados.
Aunque tengo que reconocer que el más chico me dio su buen uso cuando me llevó
a vivir con él en la casa que había alquilado con su ex. Esos dos veranos que
pasamos juntos tuve lindo trabajo. No me quejo. Al contrario. Si a mí lo que
me gusta es girar, girar y enfriar a mis amos, por así decirlo. Me acuerdo de
que hasta la perra estaba contenta conmigo que no me ladraba. Al que tenía
loco era al secador de pelos. Pero conmigo, éramos grande amigos.
Después de eso volví otra vez al encierro, al exilio en el ropero. Varios
veranos me los comí en la sombra. Hasta que uno de los ventiladores pedorros
del living se rompió y ahí, el mayor, se acordó de mí. Me rescató y ahora
estoy como uno más en un rincón estratégico del departamento. Estas fiestas
que pasaron me usaron bastante. El pendejo me prendía algunas noches o cuando
volvía de trabajar al mediodía o cuando salía de bañarse. Fue duro el verano
pasado y ahí estaba yo para solucionar sus problemas climáticos. No les voy a
decir que fue mi mejor temporada porque les estaría mintiendo, pero por lo
menos, cada tanto, me ponían a laburar. A hacer lo que me gusta.
Si bien ya estoy grande y es momento de empezar a fallar, pero aquí me ven,
sigo tan robusto como el primer día. Con mis casi dos metros de altura, mis
paletas azules y con mis tres niveles de intensidad —el más rápido no lo
aguanta ninguno porque es como si pasara un huracán por este departamento, se
empieza a volar todo y me cambian enseguida a mínimo, que también es re
cojudo.
Y bueno. Yo por lo pronto, sigo al pie del cañón para cuando me necesiten. A
pesar de mi edad, me siento muy bien. Todavía tengo cuerda para rato, para
unos cuantos años más de rosca. No. Si no se van a deshacer fácil de mí. Soy
un toro de los ventiladores.
Ahí lo veo al chiquito que está en la mesa escribiendo. Cada tanto me mira. Se
debe estar cagando de calor, así que me parce que voy a tener acción. Está
pesado el ambiente y no creo que aguante mucho más. Además, se clavó un café y
veo como sus poros están pidiendo a gritos aire frío. Y es en ese momento
cuando entro yo en escena.
Permiso. Es hora de trabajar.
(Seguro que el gallina me pone otra vez en mínimo)
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Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado
en el año 2021.
Advertencia: Este cuento contiene episodios con violencia, sexo y diálogos
inapropiados para menores.
Empecé robándome los vueltos de los mandados. Era muy fácil engañar a mi madre
diciéndole que las cosas habían aumentado. Era época de hiperinflación y no
dudaba de mis palabras ya que era su hijo preferido. Igual, lo que más me
gustaba de ese tiempo de fines de la Primaria, eran las pajas y los petes que
me hacía mi tía cuando venía de visitas. En realidad, no era mi tía-tía, sino
que era la hermana del tipo con el que andaba mamá. Pero yo y mi hermana le
decíamos tía. Como también le decíamos papá al viejo con el que se encamaba
nuestra madre. Todo empezó como un juego y terminó como terminó. Un día me la
garché a la tía. Tenía doce años y ella, creo que treinta y tres o por ahí.
Estaba re caliente. Me la estaba chupando duro y parejo y en un momento le
pregunté, con mi cara de inocente, si se la podía meter. La muy guacha ni lo
dudó y se la mandé hasta el fondo. Esa fue mi primera vez.
Después pasé a robarme lapiceras, borratintas y calculadoras científicas de
mis compañeros de Secundaria. Me las escondía en los huevos para poder
sacarlas de la escuela, ya que una vuelta empezaron a revisar todas las
mochilas a la salida por el faltante de cosas. A las lapiceras las guardaba en
una caja de mocasines que tenía en el ropero. Me gustaba coleccionarlas. En
cambio, a los borratintas les quitaba las etiquetas y los usaba. Con las
calculadoras hice plata. Primero se las vendía al Chichi, un almacenero del
barrio que no hacía preguntas de donde las sacaba, pero el forro me pagaba dos
mangos. Sabía que eran robadas de mis compañeros y me tenía medio de las
pelotas. Por eso se aprovechaba con el precio. Así que cambié de estrategia y
las empecé a cambiar por Paco en el Fonavi. No vayan a creer que consumía o me
drogaba con esa mierda. No. Era puro negocio. El Paco lo revendía a los chicos
de séptimo en el baño de la escuela. Los pendejitos se juntaban a fumar en el
recreo y yo les caía con las drogas. Se ponían como locos. Me las sacaban de
las manos. Esos guachines me adoraban y me dejaron mis buenos pesos.
Una vuelta me animé a agarrarme a una minita en el salón de música. Estaba por
terminar la Secundaria. Era una que se hacía la gata todo el tiempo y se la
daba de fifí. Fue medio de prepo. La metí a la fuerza en el salón y se la metí
también a la fuerza, mientras le decía que, si llegaba a gritar o contarle a
alguien de esto, le cortaba la cara a navajazos. Igual la amenaza fue un poco
al pedo porque le terminó gustando y me empezó a buscar para que me la cogiera
seguido. Hasta me ofreció el culo en el segundo encuentro y más de una vez me
pidió que le acabara en la boca.
Lo primero que hice al terminar la escuela fue entrar a la policía. Mi mamá se
sentía re orgullosa de mí. Yo en cambio hice la más fácil. Me metí de cana
para no tener que salir a laburar por ahí. Además, me pagaban por estudiar y
eso del estudio se me daba bien. No me costaba. Mi hermana se había escapado
de casa con un pelotudo y no la pudimos encontrar. Mamá se la pasaba llorando
todo el día. La pendeja tenía quince años y ya había quedado embarazada. Yo le
dije que abortara o la cagaba a palos a ella y le cortaba las bolas al tontito
del novio. Una tarde se las tomaron y no los vimos más. Nunca los pude
encontrar que, si no, los acribillaba a los dos. Así que mamá se sintió un
poco mejor con mi ingreso a la policía.
Cuando salía de franco los fines de semana me volvía para el pueblo. Mamá
tenía todo preparado. Me esperaba el viernes a la noche con la piecita lista y
milanesas con papas fritas para comer. Una genia la vieja. A veces me hacía
ravioles los domingos al mediodía y se encargaba que no haya ni un ruido en el
barrio a la tarde para que yo pueda dormir la siesta. Al boludo del novio lo
había fletado hacía rato por lo que éramos nosotros dos solos. Yo extrañaba un
poco a la tía. Un par de veces la fui a visitar y nos dimos de lo lindo. Ya
estaba un poco más grande. Se le notaba en el cuerpo. Se le empezaron a caer
las tetas y el culo le quedó medio flácido. Vivía en el pueblo de al lado en
un departamento pedorro. Igual no me importaba nada de todo eso. Yo me la
quería coger y que me la chupara como cuando era pibe.
Los sábados a la madrugada, después de salir del boliche, me iba a darme unos
saques a la plazoleta que está enfrente de la Terminal de colectivos. Si
pasaba alguno por ahí, era carne de cañón. Yo que estaba medio duro me les
tiraba encima para robarles. Si era un flaco el que pasaba, le daba un par de
golpes y me quedaba con la billetera, el reloj y el celular. Si pasaba alguna
minita sola, me la cogía. Y si se ponía cargosa o se hacía la loca, la fajaba
y listo. Fin del asunto. No era de andar con vueltas. Si no pasaba nadie me
hacía una paja y acababa arriba de los bancos. Me cagaba de la risa solo de
pensar que alguien se iría a sentar en mi leche. Creo que todos los bancos de
la plazoleta están pintados con mi guasca.
Llegó el día de mi graduación como oficial de la cana. Vestidito con un
trajecito de marinerito japonés hice el juramento y mamá lloró de emoción
sentada en la primera fila. Ya estaba para atrás la vieja. Tenía sus buenos
años encima y no daba más. La tía también fue a verme. Esa noche en un telo me
confesó que se había re calentado cuando me vio recibir la medalla. Así que
esa noche me la cojí y le juguetié con la medalla por el culo. La tía también
estaba hecha mierda, pero seguía cogiendo como la mejor. No sé si eran los
años, la experiencia o que se le venía la menopausia, pero era una leona en la
cama. A veces no le podía seguir el ritmo y eso que yo estaba en mi mejor
momento.
Lo más gracioso fue que mi primer trabajo de milico fue ir a vigilar la
plazoleta. Yo me había recibido con honores en la academia y había echado un
físico terrible. Además, algunas de mis víctimas habían denunciado que los
habían robado, violado o cagado a palos allí y, como yo era el más apto de
todos los que terminamos ese año, los boludos me mandaron a controlar el
lugar. Fui bastante vivo. En la plazoleta no hice más nada, así que mis jefes
estaban re contentos conmigo y me felicitaban todo el tiempo por haber vuelto
la tranquilidad en ese barrio. Hasta me ligué un ascenso y todo. Me dieron una
camioneta para mí solo y me trasladaron a vigilar las zonas de quintas, campos
y la laguna. Me pegaba unas siestas tremendas en la soledad de las Pampas.
A veces para no aburrirme y no perder el ritmo, me iba de noche a la laguna y
encañonaba a las parejitas de enamorados que iban a garchar. Así me hice unos
cuantos pesos. Una vez me terminé cogiendo a uno que se me hizo el loquito. Se
la quiso dar de héroe que defendía a su chica y terminó con un tiro en la
rodilla, la nariz destruida y el culo como una flor. Encima le hice tragar
toda mi leche. Todita se la tomó sin chistar. Pedazo de gil. Si hubiese
entregado la guita sin hacerse el ídolo se iba tranquilo. A la noviecita la
juné enseguida. La turrita trabajaba en La Anónima del centro. Una noche,
cuando se volvía para su casa, la esperé y la intercepté. Me la subí a la
camioneta esposada. Le dije que la arrestaba porque era sospechosa de una
estafa y no sé qué mierda más. La asusté diciendo que se iba a comer como tres
años en cana, mínimo, por lo que había hecho. No saben cómo lloraba la loca.
Me juraba y me recontra juraba que me había equivocado de personas. Que no era
ella. Que era toda una confusión. Yo me cagaba de la risa. La llevé hasta un
descampado en la zona de quintas del San Francisco y cuando me bajé de la
camioneta me reconoció. Lo vi en sus ojos que me reconoció. Se quiso hacer la
boluda, pero yo lo noté. Le di un par de sopapos y sin perder tiempo le bajé
el jean y le acabé medio rápido. Después le pegué un tiro en la frente y la
tiré en una zanja. Terminamos culpando al novio, porque parece que un par de
veces, después de lo que le pasó en la laguna conmigo, la había cagado a
palos. Así que cayó por pichi.
Una noche, medio en pedo que estaba, se me ocurrió hacer plata rápido y
mandarme a mudar a la mierda, así que a la tarde siguiente me metí al Francés
de la calle Bolívar y Pellegrini con una 9 milímetros y un pasamontañas.
Estaban por cerrar y les caí de sorpresa. Bajé a un guardia y a una empleada
que salió corriendo, queriéndose escapar. Después me di cuenta de que la
conocía del barrio, pobre. Me fui directo a las cajas que estaban atendidas
por pendejitos que se hicieron encima. No estaban acostumbrados a que pasara
esto en el pueblo. Esa fue mi carta maestra. No sabían cómo reaccionar ante
una situación como esa. Los encerré a todos en una oficina, creo que era la
del gerente, y los até de pies y manos con unos precintos. Me fui con el
tesorero hasta la caja fuerte en el subsuelo, me hice con treinta millones de
pesos y me las tomé. Antes de salir le pegué un par de cachetadas a una señora
que no paraba de insultarme y decirme que era un maleducado. Le dejé un ojo
como una compota. Vieja de mierda.
Y acá estoy. En una isla del Caribe lo más choto. Gracias a algunos contactos
que tengo, pude salir del país sin que me revisen la mochila y me traje casi
toda la plata. Me levanté a una negra culona que le encanta coger y que la
caguen a palos. Así que todas las noches le doy murra y le parto el culo como
se debe. Esto sí que es vida.
Ayer me enteré de que murió mamá y la calentura que me agarré que la pobre
negra casi quedó internada. No me reaccionó como en dos horas. Me parece que
se me fue la mano, pero con alguien tenía que descargarme. Encima creo que
está embarazada. Porque mientras buscaba en el baño algo para que reaccione,
encontré uno de esos Evatest con dos rayitas. Y ahora estoy en duda si dos
rayitas es positivo o negativo. Igual cuando la vea devuelta le pido perdón y
que se case conmigo. Seguro que me la chupa hasta dejarme con los ojos dados
vueltas.
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Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado
en el año 2021.
Me mira. Yo sé que me mira. Sus ojos fríos se me clavan en el medio de la espalda. Gigantes. Brillando en la penumbra. Filosos como sus dientes. Esperando el momento. Me está midiendo. Agazapado. Latente. Buscando la oportunidad en que baje la guardia. Al acecho. Como el depredador que es. Como lo dicta su naturaleza animal. Carnívoro.No les quiero contar nada a mis padres porque me tratarían de loco y no me creerían.
—“Es producto de tu cabecita imaginativa que tenés”, diría mi mamá.
—“No podés pensar en esas mariconadas”, diría mi papá.
Pero yo sé que me quiere matar. Lo intuyo. No sé si es un sexto sentido o un
instinto de supervivencia.Él sigue allí. Como todas las noches. Observándome.
Torturándome con su respiración agitada. Con sus movimientos silenciosos entre
los almohadones. En su cucha. El lugar que eligió como su guarida. Su base de
operaciones malignas. Su hábitat en esta casa. Ante cualquier signo de debilidad
por mi parte, me salta la yugular. Me destroza.Lo peor de todo es que sé que
percibe mi miedo. Juega con eso. Me martiriza. Lo disfruta. Sabe cuáles son mis
peores pesadillas porque crecimos juntos. Nos conocemos desde siempre. Él vino a
esta casa el mismo día que me trajeron del hospital recién nacido. Y desde ese
momento duerme conmigo en mi habitación. Pero desde hace un tiempo cambió. Ya no
es más la mascota dócil y cariñosa que aparentaba ser. Ahora se volvió agresivo
y sé que tiene como único objetivo comerme mientras duermo. Por eso es que me
mantengo en vigilia desde hace una semana. Siete días de sufrimiento esperando
que me ataque en cualquier instante de la noche. Así que no puedo bajar los
brazos un segundo. No me lo puedo permitir si quiero seguir con vida. Sin
embargo, a este ritmo no creo que sobreviva mucho tiempo.Ya no puedo más. Ya no
aguanto más. Mis ojos se me cierran solos. Un sudor frío baja por mi frente. Los
músculos se me relajan. Ningún sonido inusual en mi habitación. Mi mente se
apaga. La oscuridad de la noche cae sobre mí y siento su respiración asesina
cada vez más cerca.
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Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado
en el año 2021.
Unos de los últimos recuerdos que tengo de los cinco juntos, fue cuando
estábamos yendo para Olavarría. Era de noche y creo que llovía. Faltaban
quince kilómetros, según le oí decir a mi padre en un pensamiento en voz alta
que tuvo. Íbamos al velorio del tío Pepe Muñoz. Yo tenía, en ese entonces,
ocho años. Mi hermano, tres años más grande que yo, viajaba en el asiento
trasero conmigo, y también lo hacía, entre ambos, mi hermanita de once meses
en su sillita.
Mi hermano me venía contando cómo había muerto el tío. Me decía que lo habían
encontrado descuartizado en el chiquero de los chanchos. Que le estaba dando
de comer a los animales, como todas las mañanas, cuando sufrió una parálisis
en las piernas y cayó al suelo, y así los chanchos lo fueron despedazando de a
poco hasta matarlo. Me pareció que era una historia exagerada e inventada. A
lo mejor me la contaba de esta manera para asustarme, pero era mucho más
interesante que la sonsera que nos había dicho mamá, algo así como que un
ángel lo vino a buscar al tío Pepe y lo llevó con el Señor para que lo ayudara
a terminar el mundo.
Mamá era una mujer muy religiosa. Tenía su propio santuario en casa, con todas
las estampitas del santoral ordenadas por fecha calendario. Todas las noches
rezaba una hora. En cambio, mi padre era un ateo confeso y devoto. Siempre
decía que las religiones, y sobre todo la católica, eran los peores males de
la humanidad. Que por culpa de ellas se cometieron los crímenes más atroces de
la historia. Estos dichos eran motivos de largas discusiones y peleas entre
ellos que se producían mientras cenábamos. Mi padre llegaba cansado de
trabajar en la fábrica y buscaba cualquier excusa para meterse contra la
religión. Él siempre decía que, iglesia y gobierno eran lo mismo. Mamá,
también cansada del taller de costura que tenía en casa, de hacer todas las
tareas del hogar y, además, atendernos a nosotros, no se quedaba atrás y le
replicaba como la más experta en religiones del mundo.
Éramos una familia normal. Mi padre creo que tenía alrededor de cuarenta y
cinco años. Era único hijo, por lo tanto, no teníamos tíos de parte de él.
Tampoco teníamos abuelos ni de mamá ni de mi padre, ya que habían muerto antes
de que naciéramos nosotros. De la familia de mamá solo quedaba el tío Pepe
Muñoz, pero como era (o fue) un solterón al que no se le conoció mujer en toda
su vida, o eso decía papá acerca del tío, no teníamos primos, así que fuimos
siempre muy solitarios. Jugábamos con mi hermano en casa todas las tardes
después del colegio, sólo nosotros dos. No teníamos muchos amigos, pero nos
divertíamos un montón. Nos encantaba jugar a la pelota en el patio, pero
teníamos que aguantar los gritos de mamá a cada rato diciendo que tengamos
cuidado con las plantas. Al final, nos cansábamos y nos poníamos con los
soldaditos y los indios hasta la hora de la cena. A mí siempre me tocaba ser
del bando de los soldaditos, aunque quería ser de los indios, pero mi hermano
me decía que eran mejor los soldaditos porque cumplían con la ley. Al final
los indios siempre se quedaban con todos los tesoros. No creo que ser parte
del lado de la justicia tenga sus beneficios. Nunca me dejó ser indio, pero
tampoco nunca se lo pedí, para que no se enojara, ya que mi hermano se enojaba
por cualquier pavada. Pero a pesar de todo, es al que más extraño. A mamá
también, obvio. De papá no tengo un sentimiento muy marcado. Trabajaba todo el
día y sólo lo veíamos en la cena. Y mi hermanita, bueno, pobrecita, era muy
chiquita y se la pasaba durmiendo, haciendo caca o llorando.
Con mi hermano pasábamos largas horas en el taller con mamá, que le encantaba
contarnos historias de nuestra familia, y también de los vecinos. Nos
enteramos antes que papá, que Lalita, la vecina de al lado de dieciséis años,
de quién, yo estaba muy enamorado, quedó embarazada de su novio, también de la
misma edad. Y que el padre de ella, el señor Cortiana, un hombre que andaba
siempre serio y tenía unos bigotes a lo Mario Bros, lo había ido a buscar para
fajarlo y se lo tuvieron que llevar esposado a la comisaría por querer
golpearlo. Y que, una vez detenido por los policías, no paraba de gritar en el
medio de la calle: ‹‹Ese pendejo embarazó a mí hija. Le llenó la cocina de
humo. ¡Lo voy a matar! Cuando lo agarre lo mato›› .
También nos contó una historia, para ella romántica, para nosotros aburrida,
de cómo se habían conocido sus propios padres en la década del cuarenta, el
mismo día que el General (nunca supe el nombre de este señor, porque mi madre
siempre lo llamaba con orgullo, “El General” a secas) fue llevado desde una
isla hasta la casa del presidente. Supuestamente, en dichos de mi madre, mi
abuela Catalina tenía por entonces diecinueve años y había ido con una amiga a
la plaza del centro a celebrar algo así como una fiesta por el regreso del
General a la ciudad. Cuando pasaron por una casa de fotografías, vieron una
foto en la vidriera de un joven vestido de militar, y mi abuela y su amiga se
quedaron un rato en la vereda contemplando la belleza del hombre que aparecía
en ella. Decidieron ingresar al local, y cuando le preguntaron al dueño quién
era ese señor tan apuesto de la foto de la vidriera, una voz desde atrás de
ellas les respondió: ‹‹Cabo Ramírez para servirles, señoritas››. Fue amor a
primera vista decía mi madre con lágrimas en los ojos, aunque mi hermano
bromeaba a sus espaldas murmurando que había sido amor a primera foto.
El relato de cómo se habían conocido con mi padre no tuvo mucha gracia, y creo
que ella tampoco la contó con mucho entusiasmo. Se habían conocido en un baile
en el Club 6 de Agosto. Él la invitó a bailar. Hablaron toda la noche y se
pusieron de novios. A los diez años empezamos a nacer nosotros y fin del
cuento.
En realidad, las historias que más nos entretenían eran los chusmeríos de los
vecinos. Mamá sabía vida y obra de todos en el barrio. Como la historia de
Lalita, había de a cientos. Unas más entretenidas que otras. Nosotros nos
sentábamos en el piso, mientras le enrollábamos los hilos, a escucharlas.
Que la señora de la vuelta, creo que se llamaba Norma o Cora, había engañado a
su esposo con el cartero.
—Tan buen tipo y trabajador que es el Jorge —decía mi madre—, y esa yegua que
lo engaña todos los miércoles con ese borrego que trabaja en el Correo
Argentino. No se merece que le haga esto, pobrecito. Algún día le voy a contar
y que se vaya todo al demonio.
Creo que mamá lo quería mucho al Jorge. Siempre que se veían se saludaban de
manera muy afectuosa y se quedaban charlando un rato largo, riéndose a
carcajadas. A mí hermano y a mí también nos caía bien el Jorge, porque cuando
nos veía con mamá, nos daba unas monedas y nos decía que vayamos a comprarnos
algo al quiosco y después que vayamos a jugar a la placita Venezuela un rato.
La mirábamos a mamá para pedirle permiso y ella siempre decía:
—Ay, este Jorge que los malcría a ustedes dos. Vayan, pero pórtense bien. A la
hora de la merienda los quiero de vuelta acá, ¡eh!
Cómo extraño las historias de mamá. Tenía un don para contarlas, y se sabía
todos los más mínimos detalles. Nuestra preferida era la de los vecinos de la
otra cuadra, donde el Simón, el dueño de la verdulería, le había robado la
mujer al Felipe, la Marisa, que vivían justo al lado de él y eran muy amigos.
—Si hasta pasaban las fiestas juntos —decía mamá.
Y el Felipe, para no ser menos, se juntó con la Mercedes, la de los perros
(así la llamábamos nosotros porque tenía como cinco perros que te ladraban
cuando pasabas por su casa. Eran insoportables).
—Encima de todo —continuaba mi madre—, el Felipe y la Marisa tienen dos hijos,
el Francisquito, Panchito, el que va con vos a la escuela, y la Popi que tiene
dos añitos, pobrecita. Y la Mercedes tiene a la Carlita de cuatro. Y el Simón
tiene a Marcos y la Dani, que ya son grandes, pero igual es un lío. La
cuestión es que ahora el Simón y el Felipe volvieron a ser amigos y pasan las
fiestas todos juntos otra vez. Y para colmo, la Marisa está por tener al
Fernandito, y creo que la Carlita va a tener un hermanito también. Se le nota
la panza a la Mercedes, aunque ella todavía no lo reconozca. La verdad, yo no
entiendo a esa gente.
Nos encantaba esa historia. Nosotros tampoco la entendíamos mucho, pero nos
gustaba armar el rompecabezas de esas familias, y le pedíamos a mamá que nos
la cuente todas las semanas, para poder ir completando las piezas. Obvio que
cuando estábamos con Pancho ni comentábamos del tema. Mi hermano le quería
decir algo. Cargarlo, tal vez, pero mamá se puso firme y se lo prohibió. Al
final mi hermano se olvidó del asunto. Igual no jugábamos mucho con el Pancho.
No nos caía muy bien. No sé si era por el tema de su familia o qué, pero
tratábamos de esquivarlo. Cuando tocaba el timbre de casa, le decíamos a mamá
que le diga que estábamos durmiendo, haciendo la tarea o cualquier otra
mentira.
Que lindos recuerdos. Hasta ahora no encontré a nadie que contara las
historias tan bien como las contaba mamá. No quiero decir que me traten mal en
este lugar, pero no es como cuando estaba en casa. A mi hermano hace mucho que
no lo veo y casi que ni me hablan de él. Me lo crucé un par de veces en el
patio. Nos vimos de lejos y nos saludamos, pero enseguida lo metieron adentro
junto con los demás chicos que estaban con él. Yo pregunto siempre a las
señoras que nos cuidan, pero me dicen que no me preocupe, que está bien.
Solo puedo estar con los chicos de mi edad. No me dejan juntarme con los más
grandes. Me parece una estupidez, porque yo estaría mejor si estoy con mi
hermano. También creo que mi hermanita está en otro lado. No en este mismo
edificio. Me parece que se la llevaron de acá. Un chico que está en la misma
pieza que yo me dijo que había escuchado que ahora vive con otra familia, en
una casa de verdad. Por un lado, me puse contento, porque al ser tan chiquita,
no se va a dar cuenta de todo lo que pasó y se va a adaptar mejor a sus nuevos
padres. Pero por otro, me gustaría que esté conmigo y con mi hermano, que, en
definitiva, somos su verdadera familia.
Había veces que mamá se iba a hacer los mandados y nos decía que la cuidáramos
un rato hasta que ella volviera, y a los dos segundos que se iba mamá,
empezaba a gritar como una loca y no sabíamos que hacer para que dejara de
llorar. Lo único que la calmaba era cuando mi hermano le hacía gestos raros
con la cara. Se metía los dedos en la boca y se estiraba los cachetes para los
costados mientras cruzaba los ojos, y mi hermanita paraba de llorar y lo
miraba como sorprendida, mientras estiraba las manos para querer tocarlo. No
sé qué harán esas personas para que no llore. Espero que les hayan dicho la
técnica de mi hermano cuando la vinieron a buscar.
Ahora los días son muy aburridos. Yo, mientras tanto, me entretengo recordando
las historias de mamá y anotándolas en un cuaderno. Las escribo para no
olvidármelas. Cuando sea grande se las vamos a contar con mi hermano a nuestra
hermanita y le vamos a hacer gestos con la cara. Estoy practicando frente al
espejo todas las mañanas antes de bañarme. Creo que ya me salen.
Igual hoy no puedo escribir mucho, me dijeron que me acueste temprano porque
mañana tengo una reunión con dos personas que me quieren conocer. Mañana
seguiré escribiendo.
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Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado
en el año 2014.
‹‹El tribunal de la sala III de la Cámara del Crimen condena a Esteban Alberto
Molinari a la pena de veinte años de prisión efectiva más una indemnización a
la familia de la víctima por la suma de pesos un millón quinientos cuarenta y
cinco mil setecientos…››
Las palabras sonaban una y otra vez en su cabeza. Nunca había padecido de
insomnio, pero ahora era un tormento insoportable. Por las madrugadas, desde
que lo confinaron en la prisión del estado, se despertaba sobresaltado y
bañado en sudor. No hubo una noche que haya podido dormir sin sobresaltos.
Soñaba con el crimen y se despertaba. Soñaba con la condena. Soñaba con la
víctima y hasta con su propia muerte. Pasaba las tardes leyendo en el patio y
cuando el sol se escondía en el horizonte, empezaba su martirio. Comenzó a
tenerle fobia a la oscuridad. Daba vueltas en la cama hasta poder conciliar el
sueño. Cuando lo lograba, una nueva pesadilla lo devolvía al mundo de los
despiertos. Un mundo que ya no soportaba más. Un mundo que se le había hecho
pesado desde siempre.
La mente humana puede convertirse en nuestra peor enemiga. Ahora tenía todo el
tiempo para pensar. Eso, para él, era lo peor. Aunque aún no había
reflexionado cómo se le escapó ese detalle tan minúsculo. ‹‹Era el crimen
perfecto››, pensaba. Tenía todo planificado de principio a fin desde hacía
mucho tiempo. Qué arma usar, el momento adecuado para intervenir, el lugar
ideal para el acto, su coartada en caso de ser necesario. Todo estudiado hasta
el último fragmento. Nada librado al azar. Parecería uno de los tantos
asesinatos por robos que ocurren día a día. Sin embargo, algo salió mal.
---
Esteban pertenecía a una familia de clase media. Hijo único de Estela y José
Molinari. Le gustaba hacer deportes, pero la naturaleza no lo había dotado de
talento para ninguno. Cada día, después del colegio, se recluía en su cuarto
donde pasaba largas horas frente al ordenador. No tenía amigos, tampoco se
había preocupado en hacerlos. Era muy reservado, tímido y el centro de todas
las bromas en la escuela. Desde que tenía uso de razón que lo habían tomado de
punto. Se burlaban todos los días de él. Los primeros años intentó defenderse
en un par de ocasiones de estos ataques, pero recibió algunas golpizas que lo
hicieron retroceder en sus aspiraciones de ser un héroe. Al final optó por
callarse y aguantarse todos estos tormentos sin contarles nada a sus padres.
‹‹Me caí jugando al fútbol con los chicos››. ‹‹Me raspé en la clase de
gimnasia›› , eran sus incontables excusas. Mentía porque sentía vergüenza,
lástima de sí mismo y mucha impotencia. Sobre todo, mucha impotencia.
---
Diego Jeremías era compañero de clases de Esteban desde el jardín de infantes,
y el promotor de todos los chistes y burlas contra él. Tenía una inteligencia
superior en materia de bromas. Siempre fue de contextura física más grande que
los demás, por ello, no le tenía miedo a nadie. Todos sus compañeros de curso
fueron, aunque sea una vez, centro de sus bromas. Pero Esteban era su
preferido. Todos los días tenía un motivo nuevo para burlarse de él. Contaba
con la complicidad de un grupo de chicos que le hacían “el caldo gordo” en
todo momento. Se reunían fuera de clase para planificar la maldad que le
harían a Esteban al día siguiente. No tenían escrúpulos y Diego se sentía cada
vez más impune y omnipotente. Hasta el día de su cumpleaños número dieciocho.
---
Durante el último año de colegio, y cansado de tanto acoso, Esteban estuvo
planificando su venganza contra Diego. Consiguió un arma sin registro en la
villa, con tres balas en el tambor. Estudió todos los movimientos de su
víctima, hasta el más mínimo detalle. Definió sus posibilidades de escape, una
vez consumado el hecho. Ensayó frente al espejo de su habitación lo que diría
en el encuentro. El plan consistía en abordar a Diego en un terreno en donde
estaban construyendo un edificio, unas cuadras antes de que éste llegara a su
casa, una vez que hubiera finalizado su habitual práctica de fútbol en el Club
Entrerriano. El día elegido no era un detalle menor, sería el día en que
cumpliera años la víctima. Lo amenazaría con el arma, obligándolo a ingresar a
la obra en construcción. Primero lo haría sufrir un poco, y luego lo
liquidaría de tres disparos certeros al corazón. Le robaría algunos efectos
personales y desaparecería sin dejar rastros, tomándose unas vacaciones en la
casa de sus tíos en Posadas. Una mente atormentada por años de acoso puede
llegar a extremos inimaginables.
---
Al terminar la práctica de fútbol, Diego se vistió lo más rápido que pudo y
salió caminando de prisa hacía su hogar, donde lo esperaban sus amigos para
festejar su cumpleaños. Las vacaciones de invierno habían comenzado justo ese
mismo día y él creía que no podía tener más suerte con la fecha ya que podría
festejar su mayoría de edad a lo grande y por el término de varios días.
Al llegar a la esquina de Cerrito y Coronel Márquez divisó una figura parada
en el medio de la vereda. En seguida se dio cuenta que era el incompetente de
Esteban.
—¿Qué haces a estas horas solo “Estebanquito”? Tené cuidado que el “cuco” anda
por estos lados —le dijo.
Esteban no respondió, sino que empezó a reírse de una forma extraña que hizo
enojar a Diego al instante. No se necesitaba demasiado para lograr esto. Era
un chico exasperante e irritable.
—¿De qué te reís bobón? —dijo.
Como no respondía y continuaba riéndose, se acercó para golpearlo, pero
Esteban, en un movimiento rápido y torpe sacó un revólver y lo apuntó.
—Entrá ahí —le dijo señalando la puerta de chapa.
—¡Pará loco, pará…!
—Entrá o te fusilo acá nomás.
---
‹‹Fue un homicidio premeditado. Eligió el arma más letal, el lugar de indefensión
de la víctima y el plan para escapar…›› Era la voz del fiscal la que aparecía en
su mente una y otra vez. ‹‹Algo falló. Mi plan no era perfecto como creía›› , se
reprochaba tirado en el fino colchón de su celda, mientras miraba el cielo de cemento,
el mismo que observaría por veinte años más.
Intentó recordar la noche del crimen, pero sólo pudo reconstruir algunas
escenas difusas. ‹‹Otra noche sin dormir››, pensó angustiado y lleno de ira.
Se paró en la diminuta y solitaria celda que no compartía con nadie. Era uno
de los pocos reclusos que tenía celda individual. Sabía que esto tarde o
temprano le traería problemas. Pero ahora no era el momento de preocuparse por
eso. Su principal preocupación que lo carcomía por dentro era el maldito
insomnio. Desde hacía varios días no podía dormir y eso lo estaba consumiendo.
Notaba su cara demacrada, el cuerpo abatido y la respiración entrecortada.
Estiró los músculos de a uno en forma pausada. Trató de tranquilizarse, pero
fue en vano. Se aferró de los barrotes y estuvo a punto de gritar en la
penumbra del pabellón. Contuvo el aullido en la garganta y comenzó a llorar en
silencio.
---
La noche del crimen era una de esas noches cerradas, donde la luna no se
mostraba en el firmamento y una niebla espesa cubría la ciudad. ‹‹La noche
ideal, para el crimen perfecto››. En su cuarto, Esteban repasaba los últimos
detalles, hasta que el reloj de pulsera le avisó que era el momento. Guardó el
arma en el bolsillo interior de su campera, se miró por última vez al espejo y
salió rumbo a su destino. Cuando llegó a la obra en construcción rompió el
candado y dejó la puerta de chapa entreabierta, con el espacio suficiente para
que pudiera ingresar con Diego más tarde. Se ubicó en la penumbra de la cuadra
a esperar que pasara su víctima.
‹‹Siéntate a esperar y verás pasar al cadáver de tu enemigo››, sonrió de
manera irónica al recordar la vieja frase que tan bien se ajustaba en esta
situación.
Aunque no sólo era cuestión de sentarse a esperar, tenía que actuar. Debía
hacer algo que nunca había hecho, y esto podría ser muy peligroso.
Estuvo quince minutos esperando bajo un frío invernal que le calaba los huesos
y le hacía temblar la mandíbula. Le parecieron eternos. Por un instante sintió
deseo de cancelarlo todo, pero siguió adelante por orgullo. ‹‹Este tipo nunca
más se va a meter conmigo ni con nadie››, se dijo a sí mismo para darse
coraje, mientras se ponía la capucha de la campera en la cabeza y palpaba con
suavidad el arma entre la tela.
A una cuadra de distancia vio acercarse a un sujeto, de inmediato supo que era
Diego. La forma inconfundible de caminar, con ese andar arrogante y agitando
los brazos de manera exagerada a los lados no podían ser de otra persona que
del gran bravucón de la ciudad. Dudó un instante, pero la suerte ya estaba
echada. Se paró en el medio de la vereda a esperarlo y lanzó un interminable
suspiro.
Las primeras palabras que Diego le dirigió le resultaron muy graciosas y no
contuvo la risa. Lo miró a los ojos y le mostró los dientes. Cuando se percató
que sólo estaba a unos pasos de distancia, sacó el arma de la campera y le
apuntó directo al corazón. Estuvo tentado de terminar todo en ese momento,
pero respiró profundo y continuó con su plan. Lo obligó a entrar a la obra, lo
hizo sentar en un montículo de arena y empezó a interrogarlo.
---
Diego no supo cómo, pero de repente se encontraba desparramado en la arena,
suplicándole a su captor que se calmara. ‹‹Tiene un arma. Es la única forma
que este idiota puede someterme. Ya va a realizar un paso en falso y en ese
momento le voy a dar la mayor paliza de su vida›› , pensó. No podía apartar la
vista de la pistola, un sudor frio le empezaba a correr por la espalda.
—¿Qué estás haciendo, che? —dijo—. Esto es una locura. ¡Calmémonos!
—¡Callate la boca! Las preguntas las hago yo —le replicó Esteban con una mueca
falsa en su rostro—. Decime, ¿Por qué te gusta tanto molestarme?
—No… eeeeh… son sólo bromas de mal gusto. No es personal. Vos sabés como soy
yo.
—Si. Sé bastante “bien” como sos —dijo mientras se miraba una vieja cicatriz
en uno de sus dedos—. ¿Así que hoy es tu cumpleaños? Tremenda sorpresa te
estás llevando, ¿no? —lanzó una carcajada conteniendo el ruido y abriendo bien
la boca.
Diego notaba que Esteban había dejado de mirarlo directo a los ojos y estaba
pendiente de otra cosa. Lo tenía a una distancia bastante lejos como para
saltar sobre él. No podía correr ese riesgo. Si lo intentaba le dispararía
antes de poder tocarlo. Sin embargo, el tiempo se le acababa. La situación se
estaba dilatando demasiado.
No entendía que le ocurría a Esteban. Tal vez estuviera esperando un cómplice,
supuso Diego. Éste no dejaba de mirar hacia todos lados, sobre todo para el
lugar donde estaba la puerta. Lo notaba impaciente. Nervioso.
En un intento desesperado, Diego trató de encontrar una respuesta a lo que
estaba sucediendo. Notó que Esteban observaba una inusual cantidad de veces su
reloj. Se quedó quieto, esperando el momento de actuar. Hasta que la claridad
invadió su mente. Ahora comprendía bien lo que estaba pasando. ‹‹Este
desgraciado está esperando que pase el tren para matarme y que no se escuchen
los disparos›› , pensó.
En un arrebato de locura y rabia, se abalanzó sobre Esteban. Lo único que
sintió antes de tocar de nuevo el suelo, fue una fuerte quemazón en su
estómago.
---
‹‹El plan fue perfecto. Tuvo sus complicaciones sobre el final, pero borré
todas las pistas›› , pensó Esteban, mientras se volvía a recostar en el
colchón de la sucia celda.
No sabía qué le angustiaba más, si pasar casi toda su vida entre esas cuatro
diminutas y asquerosas paredes o que su plan hubiera fallado. La soledad que
sentía en estos momentos no se comparaba con nada. Lo peor era que su realidad
no había cambiado. La impotencia contenida que sintió durante tantos años
gracias al continuo castigo que había recibido de Diego, ahora la padecería,
por veinte años más de sus compañeros de prisión. Lo tomarían de punto otra
vez. Ya no podía soportarlo.
---
La idea de tirarlo sobre la pila de arena se le ocurrió en ese momento, así lo
tendría controlado. De esta manera, a Diego se le haría muy difícil pararse
con agilidad y él tendría el tiempo suficiente para matarlo.
La hora se acercaba. La desesperación lo absorbía. Consultó por enésima vez el
reloj, eran las 21:38. ‹‹El tren tendría que estar pasando en estos momentos.
¿Por qué siempre se retrasa el hijo de puta? ›› , pensó. Tenía el dedo en el
gatillo y en cualquier momento se le resbalaría. No podía aguantar más. Una
fuerte tensión se había generado en el ambiente. Se aproximaba el final y
Esteban lo presentía. En unos minutos más todo su calvario habría concluido y
podría vivir en paz por el resto de su vida.
Volvió a consultar el reloj y escuchó un ruido que provenía de la vereda. Miró
sobre su hombro derecho y al instante notó que algo raro estaba sucediendo.
Sin recordar cómo, le había disparado un tiro a Diego en el pecho. Una oleada
de temor se apoderó de él. Miró desde años luz a su víctima que yacía tirado
en el piso, junto al montículo de arena, agarrándose el estómago y lanzando
unos chillidos extraños por su boca. En ese ir y venir en cámara lenta, se
volvió a encontrar con los ojos de Diego en el medio de la oscuridad. Su
brillo no se había apagado aún. Apuntó directo al corazón y vació el tambor
del revólver. Observó, con la mirada perdida, cómo el humo que despedía el
cañón del arma ascendía hacia el cielo. Al instante un escalofrío le recorrió
todo el cuerpo y lo volvió en sí. Se agachó para comprobar que Diego estuviera
muerto. Le palpó el cuello y no sintió ningún latido. Con mucho cuidado le
quitó el reloj y la billetera y se lo guardó en el pantalón. No quiso tocarlo
más por miedo a dejar sus huellas en el cadáver. Escondió el arma en el
bolsillo de la campera, se secó el sudor de la frente y salió caminando por
donde había entrado.
La realidad le pegó con fuerzas en el alma y empezó a correr en dirección
hacia su casa. A mitad de camino escuchó la sirena de la policía o quizás de
la ambulancia, no sabía distinguirlas. Se asustó. Temió que lo hayan visto
pero cuando consultó el reloj descubrió que había transcurrido más de media
hora desde el asesinato. Llegó a su casa. Entró por la puerta de atrás.
Escondió el arma entre los tabiques de la pared y se acostó mirando la nada.
---
Ahora se encontraba otra vez mirando la nada en medio de la penumbra, su nueva
enemiga. Cada día que pasaba la celda le parecía más chica y sabía que
terminaría por aplastarlo. Agarró el diario del día después al de la condena
que lo tenía guardado debajo de la cama. Sacó una pequeña linterna en forma de
llavero y apuntó el ínfimo haz de luz hacia el papel. En la tapa se encontró
con una persona igual a él, pero le pareció que era del siglo pasado. En la
imagen principal estaba la familia de Diego abrazándose y llorando. También
estaba ella, la novia de Diego. La persona que lo encontró tirado en el umbral
de la puerta.
Miró la hoja y en un ataque de furia la rompió en varios pedazos. Todavía no
podía comprender como Diego pudo arrastrarse hasta su casa, con tres disparos
en el cuerpo. Menos aún podía entender cómo, con sus últimas palabras, con el
último suspiro de vida, con el último aliento, tuvo el tiempo y la lucidez
suficiente para gastarle una última broma. ‹‹Fue Estebanquito››, fueron las
palabras que brotaron de su boca, esa noche fría de invierno, mientras se
perdía en una convulsión mortal. ‹‹Fue Estebanquito››, alcanzó a oír la novia,
antes de que Diego cayera muerto en sus brazos, y ‹‹Fue Estebanquito››
mencionó el juez cuando leyó la sentencia.
Ahora la eternidad los separaba. Víctima y victimario estaban en mundos
diferentes, pero sabían que pronto se volverían a encontrar en algún punto.
Allí la historia sería otra. La infinitud sería testigo de la mayor revancha
de todos los tiempos.
Porque la venganza de los condenados por el propio destino tiene otro sabor.
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Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado
en el año 2014.
Cierro mis ojos. Intento concentrarme. No puedo. Los recuerdos y pensamientos
están por todas partes. Lucho contra ellos. Terminan por vencerme como lo
hacen siempre. Son más fuertes que yo. Están mejor preparados que yo. Llevan
años de entrenamiento y disciplina. Es una batalla que tengo perdida desde
hace mucho. Ellos siempre salen victoriosos. Se jactan de su poder. Se mofan
de mi debilidad.
No puedo. ¿O sí?
‹‹Mi mente es lo más poderoso que tengo››, me digo para darme ánimo. Si logro
dominarla y hacer que trabaje para mí, podré conquistar mi mundo.
Vuelvo a la carga.
Busco un lugar apartado de toda la sociedad, de todo bullicio. Lo encuentro.
Es el sitio ideal para empezar mi lucha interior. El sol se filtra por todos
los poros de mi cuerpo y me llena con su energía infinita. El silencio me
envuelve con su manto de serenidad. Estoy contento. Presiento que ha llegado
el día que puedo vencer todos mis miedos. Ha llegado el momento de hacerme
cargo de mi vida.
‹‹Yo soy el protagonista principal de mi vida››, me repito como un mantra. Yo,
y nadie más que yo, soy el responsable de todos mis actos.
Cierro mis ojos. Intento concentrarme en mi ser interior. Esta vez mi
estrategia será distinta. Un gran amigo me dijo que no luchara contra mi
mente, sino que la dejara ser y la aceptara como es.
Vuelven los monstruos al ataque. Pero en esta ocasión no pueden contra la
muralla que he puesto contra ellos. Aunque comprendo que no se van a quedar
tranquilos después de un primer embate frustrado. Sigo mi camino hacia la
iluminación.
Ahora los pensamientos se desvanecen de mi cabeza, pero dejan un rastro. Las
sobras de algo que poco a poco comienza a hacerse más fuerte. Poderoso. Se han
transformado en sentimientos y me invaden por todos los flancos. Estoy
perdido. Siento cómo uno a uno se van cayendo los ladrillos de la pared que me
servía de escudo.
¿Qué hago? ¿Cómo los detengo? Están decididos a derrumbarme.
Dudo.
Busco en todo mi arsenal las armas para enfrentarlos. No las encuentro. Voy a
plantar bandera blanca contra mis sentimientos, derrotado y sin fuerzas. No
quiero seguir esta lucha. Es demasiado para mí. Soy débil y cobarde.
Es el fin ¿O no?
Me escucho a mí mismo, repito mis palabras una y otra vez, mis juicios. No
estoy perdido. La solución puede estar al alcance de mis manos. Intento
percibirme como un ser nuevo, un ser diferente, fuerte y valiente. Una energía
interior surge como un tornado y descubro cómo vencerlos. Descubro que estos
sentimientos no son más que inventos míos o, mejor dicho, de mi mente. He
encontrado la solución a este acertijo. Entonces, como una fiera en busca de
su presa, decido presentarles batalla una vez más, allá, donde ellos quieren.
En su territorio. No dejo que me influyan. Los comprendo. Me apiado de ellos.
Respiro bien hondo para que toda la energía positiva del mundo ingrese dentro
de mí y dejo salir el aire viciado, despidiéndome de mis viejos rivales.
Ya no soy el mismo. Me he superado. Acepto y comprendo que fue solo una simple
batalla. Me esperan muchas y más sangrientas. La guerra no está ganada
todavía, y puede que dure toda la vida. Pero ahora me siento preparado para
enfrentar a mis futuros enemigos internos, que no serán más que mis viejos
adversarios evolucionados y con más poder.
No sé en qué se transformarán estos sentimientos cuando se reagrupen y
emprendan una nueva arremetida. Pero acá los espero. Meditando. Reflexionando.
Descubriendo en cada respiración el poder infinito que tiene mi mente.
Aceptando la realidad, mi realidad tal cual es y aceptándome tal cual soy.
Vuelvo a inspirar y exhalar. Esta vez de manera consciente, millones de veces
más. Un equilibrio mental se va apoderando de mí. Siento la energía resonar
por todo mi cuerpo. No sé cuánto tiempo llevo en este estado porque el placer
interior que abrigo hace que pierda la noción del mismo. Me dejo llevar. Mis
enemigos quedaron muy atrás. No creo que puedan alcanzarme. Disfruto de este
momento mágico. Sé que no va a haber otro igual, porque cada instante es
único.
En mi interior solo calma y tranquilidad. Solo silencio. Mi mente se disuelve
y es libre de sus propios pensamientos.
Abro mis ojos y continúo con mi vida. He encontrado en la paz de mi alma todo
lo que necesito.
Es un nuevo comienzo. ¿O no?
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Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado
en el año 2014.
Decidió matarla y luego suicidarse. No podía soportar tanto dolor en sus
entrañas. Tampoco podía soportar el sufrimiento perpetuo de ella. La vida no
tenía más sentido para ninguno de los dos. La luz se terminó de extinguir para
ambos y ya no quedaba nada que hacer en el mundo.
Su vecina había llegado bien entrada la madrugada, borracha otra vez. Él la
escuchó detenerse en la puerta, buscar las llaves en el bolso, maldecir a
todos por no encontrarlas y luego dejarse caer al piso rendida para romper en
llanto. No se atrevió a observar por la mirilla de la puerta. No quería ver
esa imagen de mujer derrotada por la vida, que había presenciado en
incontables situaciones.
Sentía demasiado amor por ella desde hacía mucho tiempo. La amó desde el
primer día que la vio. En ese entonces, ambos eran jóvenes. Ella se había
mudado al edificio en el que vivía Mariano, justo en el departamento de
enfrente. Había llegado con una maleta llena de sueños y proyectos desde una
pequeña ciudad del interior. Quería estudiar arte. Todavía recuerda muy bien
cuando la ayudó con la mudanza y tuvieron su primera charla. Esa noche no pudo
dormir pensando en su nueva vecina.
Pero ahora, además del amor incondicional, sentía pena por ella. Una lástima
contenida que tampoco lo dejaba dormir por las noches. Ya no eran aquellos
jóvenes entusiastas que supieron ser y la desgracia se había cruzado en sus
vidas.
Mariano no alcanzaba a comprender cómo de un momento a otro pasaron de estar
hablando en el pasillo del edificio sin más preocupaciones que ser felices,
hasta el instante en que ella quedó embarazada de un hombre que se dio a la
fuga ni bien conoció la noticia. Se reprocha no recordar ese momento, y
también se recrimina no haberle declarado su amor cuando todavía tenían tiempo
de cambiar sus destinos. Ahora ya era demasiado tarde. El tren se había ido
bien lejos y no podrían alcanzarlo nunca más.
El ruido de la puerta cerrándose lo sacó del sopor en el que se había
refugiado.
‹‹Al fin encontró las malditas llaves››, pensó mientras se dirigía hasta su
dormitorio.
Al llegar a la habitación tomó el revólver que tenía guardado en su mesa de
luz y suspiró profundo. Convencido y comprometido con el final de ambos, se
arrodilló al lado de la cama y comenzó a rezar. Pero en lugar de oraciones le
salieron súplicas de perdón. No pudo aguantar más y se puso a llorar, sin
contenerse. No lloraba en silencio como lo hacía casi todas las noches, sino
que largó un grito que llevaba en su interior desde hacía mucho. Una congoja
que tenía guardada desde que la hija de su vecina, a la edad de cinco años, se
enfermó de leucemia y a los seis meses murió dejando a una madre sin consuelo,
sin energías, ni ganas de seguir viviendo y dejándolo a él con el corazón
destrozado.
La poca fuerza que le quedaba para afrontar sus días se le fue esfumando al
padecer en carne propia el sufrimiento de ella, cada noche cuando la escuchaba
volver a su casa, borracha. Cuando la oía llorar hasta quedarse dormida.
Cuando la sentía morir lentamente, a cada minuto, sin más por hacer en este
mundo.
Habían transcurrido más de tres años desde la muerte de la nena, pero a
Mariano le parecía como si hubiera pasado un siglo. Ambos habían envejecido
mucho desde entonces. Se les notaba en sus semblantes, aunque ninguno de los
dos hacía nada por impedirlo.
Ella mantuvo su trabajo en un restaurante del centro de la ciudad y él se fue
despidiendo de a poco de su carrera de profesor de matemáticas en la
universidad. Mariano ya no mantenía el mismo entusiasmo y concentración en las
clases que tenía cuando comenzó en la docencia. Varias veces le habían llamado
la atención por comportamientos descuidados, pero a él eso ya no le importaba.
La noche que tomó la decisión de acabar con ambas vidas, fue una madrugada en
la que su vecina se puso a gritar desesperada en el ascensor, mientras iba
subiendo hacia su departamento. Él la fue a esperar para ayudarla, como lo
había hecho muchas otras veces. Cuando abrió la puerta del ascensor la
encontró tirada y acurrucada en un rincón. La miró con dolor, era la única
mirada que le quedaba y ella al verlo empezó a gritarle.
— ¡Andate, Mariano! ¡Dejame sola! ¡No quiero tu pena! ¡No quiero tu miseria!
¡Comprate una vida! ¡Andate! ¡No te quiero ver! ¡No quiero la pena de
nadie!{" "}
Mariano se retiró a su departamento conteniendo el llanto y en ese momento
supo lo que tenía que hacer.
Varias noches pasó sin poder conciliar el sueño tratando de encontrarle una
solución. Pero no había ninguna. Ahora estaba dispuesto a ponerle fin a este
martirio. Agarró el revólver bien fuerte, lo miró sin verlo y salió directo
hacia su último acto. Abrió la puerta de su departamento y lo primero que vio
fue el bolso tirado en el piso. Acomodó los objetos, tomó aire y coraje,
aunque ya no lo necesitaba. Estaba decidido a terminar con todo de una vez.
Golpeó la puerta que tenía delante.
Sus últimas palabras en este mundo fueron para sí mismo.
‹‹Ya es hora››.
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Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado
en el año 2014.
Cuando lo vio por primera vez caminando por la Rambla, supo al instante que
esa persona sería el amor de sus sueños. Se imaginó una vida con él. De la
mano por la Barceloneta, por el Raval, por el Puerto, por el Park Güel, por el
barrio de Gracia, por el Gótico. Entrando de blanco, radiante, en Santa María
del Mar. Como una princesa con su príncipe azul. Barcelona sería testigo de su
amor incondicional e infinito. Envejecerían juntos y nadie los podría separar
nunca. Porque una historia como la que vivirían estaba destinada a ser eterna.
Inmortal.
Lo vio alejarse y le tiró un beso. Pensó, “hasta pronto, amor mío”.
Entonces sus ojos se le llenaron de lágrimas. Miró a su madre. Le pidió el
biberón. Tenía tres años.
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Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado
en el año 2021.
Todas las miradas se posaban en el Miércoles. Era el principal sospechoso del
crimen. Nunca antes en la historia un día había sido asesinado. El Fiscal
había pedido pena de muerte a los gritos. Los Jueces tuvieron que llamarle la
atención porque se le quería ir al humo. Una vez calmado, se acomodó el traje
y se sentó en su lugar con cara de nene caprichoso.
Algunos acusaban al Lunes, pero fue el mismo Fiscal quien lo había defendido,
otra vez a los gritos, alegando que no tenía razones geográficas para cometer
semejante delito. Dicho eso, saltó su escritorio y salió corriendo en
dirección al Miércoles con intención de fajarlo.
—¡Fuiste vos, hijo de puta! Confesá pedazo de sorete.
Por fortuna los policías lo contuvieron a tiempo y la acción no pasó a
mayores.
A todo esto, el Miércoles no había pronunciado palabra desde que llegó a la
sala. Observaba el piso de mármol y negaba con la cabeza todo el tiempo. Ni
siquiera había reaccionado cuando el Fiscal, en reiteradas ocasiones, lo
intentó agredir. De vez en cuando buscaba con la vista al Viernes, su mejor
amigo y compañero de salidas, pero éste estaba absorto. Con la mirada perdida
en un almanaque colgado en la pared.
Como era de esperar, el juzgado estaba lleno. Era un hecho trascendente. Sería
la primera vez que se celebraba un juicio como este y no había jurisprudencia
que valga. Por eso todos estaban alerta al desenlace del caso. Algunos se
temían lo peor. Otros eran más optimistas y adivinaban un futuro próspero y
mejor. Al fin y al cabo, era el Martes el que ya no existía y creían que
podría ser reemplazado fácilmente. Pero ¿podría reemplazarse un día tan a la
ligera? Ese era el interrogante de la mayoría.
En la puerta se agolpaban los periodistas de chimentos. Sin consideración por
lo acontecido, buscaban obtener alguna confesión subida de tono por parte del
Sábado que acababa de llegar tarde, borracho y despeinado. Éste tampoco podía
ser el asesino, ya que tenía pruebas suficientes en las redes sociales de que
había estado de parranda sus veinticuatro horas y parte del día del Domingo.
Hablando del día de descanso, estaba muy callado. Había llegado temprano como
le ordenaron. Arrastrando los pies, subió las escalinatas y una vez dentro, se
fue a ubicar en un banco de la última fila y allí se quedó en silencio. Saludó
por cortesía a los demás días cuando iban llegando y no volvió a emitir
sonido.
El Jueves también estaba presente en el lugar, pero se lo veía relajado de
conciencia. Sentadito al lado del Viernes, trataba de pasar desapercibido.
Sabía que nadie lo iría a acusar por su fama de cobarde. Además de que estaba
convencido en un 95% de que él no había sido el asesino.
También se presentaron los Meses. Los doce reunidos en un mismo lugar como
hacía mucho que no ocurría. ¿No se iban a perder semejante espectáculo? El más
eufórico era Febrero. Si bien ese año no era bisiesto, el petizo aplaudía al
Fiscal en su acusación al Miércoles y alentaba a los otros Meses a que se
unan.
—¡Justicia para el pobrecito del Martes! ¡Queremos justicia, Dios! ¡Ju-ti-cia!{" "}
—gritaba a cada rato.
Diciembre y Enero no le daban bola. Estaban en la suya charlando, preocupados
con la organización de las fiestas. Ese año llegarían más rápido por razones
obvias de que faltaría un día en cada semana.
— Vos te quejás por esos Reyes, pero hay que aguantarse al gordo de rojo con
su insoportable “Jo Jo Jo” desde temprano —le decía Diciembre a Enero—. Lo
bueno es que este año voy a trabajar menos y se va a pasar rápido.
Octubre había regresado del baño y preguntó si se había perdido de algo.
Septiembre le comentó el episodio del Fiscal y de lo insoportable que estaba
Febrero.
—Siempre igual ese petizo —dijo Noviembre queriéndose unir a la charla, pero
tampoco le dieron bola. Era un mes al que no lo registraban. Entonces se largó
a llorar una lluvia de lágrimas. Nadie lo consoló.
Ubicados en primera fila estaban los hermanos Junio y Julio. Aunque no eran
mellizos apenas por un día, la similitud entre ambos era asombrosa. Fríos y
aburridos cuando viajaban al sur y alegres y extravagantes cuando residían en
el norte. “Bastante esquizofrénicos los pibes”, pensaba Mayo que los miraba de
cerca con envidia.
—¡Fuiste vos hijo de puta! Admitilo que fuiste vos. —volvió a cargar el Fiscal
y sacó a todos los presentes de sus pensamientos.
Abril se asustó y se le despeinó su belleza. Marzo se empezó a cagar de la
risa.
—¿De qué te reís, boludo? —le dijo Abril.
—De la locura esta. Era para traerse pochoclos.
—Es bastante serio para que vos te burles de esa manera.
—¿Te parece serio todo este circo, Abril? Igual me chupa un huevo y la mitad
del otro. Somos el hazmerreír de todos. Los Chinos, los Hebreos, los Budistas
se deben estar haciendo un picnic con nostros. Si los Aztecas y los Mayas
todavía vivieran. Mamita…
Pero ponete a pensar un poquito, Abril. En serio. Vamos a tener menos laburo.
Vos porque no te tenés que aguantar a los pendejos en Sudamérica cuando
empiezan las clases. Llegan de las vacaciones endemoniados los guachos y yo me
los tengo que fumar todo el mes. Claro, porque a vos te los entrego mansitos y
no tenés que hacer nada.
— ¡Orden en la sala! Silencio. Vamos a dar comienzo al juicio. El Calendario
Gregoriano contra el Miércoles. Se lo acusa de ser el actor intelectual y
material del asesinato del día Martes. ¿La defensa tiene algo que decir?
— Nuestro defendido se declara inocente de todos los cargos, señores jueces.
—Puf. Inocente mis tarlipes. Fue él. No hay dudas.
— Silencio, Fiscal. Ya le va a tocar su turno. Y háganos el favor de sentarse
en su asiento, ponerse de vuelta la camisa que está revoleando y bajarse de su
escritorio.
El Fiscal hizo caso al Juez de mala gana apoyando con rudeza su cuerpo en el
respaldo del sillón. El Miércoles levantó por primera vez la vista del suelo
para mirar al Fiscal. Éste último, al darse cuenta que lo miraba, se llevó los
dedos índice y el del medio a sus ojos y acto seguido señaló al Miércoles con
esos mismos dedos. Esta acción la repitió tres veces mientras fruncía el ceño
y entornaba los ojos.
Al que se lo veía muy preocupado era al Año Siguiente. Era lógico. Sería el
primero que tendría que reestructurar todo su calendario y eso no era tarea
fácil. Con una libretita en la mano, anotaba todo lo que decían los Jueces y
el Fiscal, pero lo hacía más como un acto reflejo propio de su nerviosismo. Él
no estaba seguro de que haya sido el Miércoles el asesino del Martes. Más
bien, se inclinaba por la culpabilidad del Lunes, pero a esa altura, lo que
pensara no era importante. El quilombo que se le venía encima en pocos meses
ni los Mayas lo podrían haber solucionado.
El primero que se dio cuenta de la presencia de Osvaldo en la sala fue el
Domingo. Pero ¿quién carajo era ese sujeto?
Resulta que hace unos cuantos años, este personaje había hecho una fuerte
campaña de lobby, con el apoyo de una famosa marca de cervezas argentina, para
pasar a formar parte de los días de la semana. Domingo no lo había olvidado y
le guardaba rencor. El problema se le presentó porque Osvaldo quería ubicarse
entre él y el Lunes. Y no sólo eso, sino que quería que lo nombraran día de
Fin de Semana con todo lo que eso significaba. Domingo se había opuesto
firmemente en aquella ocasión alegando que incluir un día nuevo sería una
infamia y una traición a la memoria del gran Gregorio XIII. Pero lo que en
realidad lo disgustaba era que quería mantener su grupo reducido junto al
Sábado de días no laborables. Se sentía cansado y viejo y no estaba dispuesto
a aguantar a un día fiestero más. De sobra tenía con su día previo.
Luego de seis jornadas intensas, el juicio había llegado a su fin. La semana
se había terminado más rápido que de costumbre, claro está, y era el día de la
sentencia. Aunque estaban en una encrucijada técnica, ya que no podían darse
cuenta si era Martes o Miércoles. El Juez número tres se inclinaba por la
segunda opción y decía que no podían dar su veredicto justo ese mismo día. El
Juez número dos le comentó que técnicamente era Martes, a lo que el Juez
principal lo calló de un sopapo.
—Que ni se te ocurra volver a decir una pelotudez semejante como esa. ¿Está
claro?
Ya con el fallo preparado se dirigieron a la sala de sentencia.
—De pie señores —dijo un policía.
Los tres Jueces entraron en fila india y se ubicaron en sus respectivos
asientos. Todos se pararon y se sentaron devuelta como robots. El único que se
quedó parado fue el Viernes.
—Señores jueces, tengo algo para decir —dijo el Viernes.
Se escuchó un fuerte murmullo en la sala. Los Jueces se miraron unos a otros.
El Fiscal, afónico, quiso decir algo, pero ya no salían palabras de su boca.
Febrero se tomó la cabeza. Marzo largó una risita sarcástica. Noviembre golpeó
con el codo a Diciembre buscando un cómplice para la situación. Diciembre ni
lo miró. El Año Siguiente y el Que Sigue se inclinaron hacia adelante en sus
asientos. El Miércoles levantó la vista por segunda vez en todo el juicio.
Buscó al Viernes y este lo miró fijamente a los ojos. El Miércoles le negó con
la cabeza. Pero el Viernes volvió a mirar a los Jueces. Finalmente tomó el
protagonismo el Juez principal.
—Diga lo que diga, ya tenemos un veredicto.
—Ustedes saben quién fue en realidad y se están haciendo los boludos —dijo el
Viernes.
—¡¿Cómo se atreve a dirigirse a nosotros de esa manera?! —dijo el Juez número
dos y recibió otro sopapo del Juez Principal.
Otra vez el murmullo se apoderó de todos.
—Orden. Orden en la sala o se levanta la sesión.
— Eso es lo que ustedes pretenden. Suspender esto. Pero no se van a salir con
la suya —dijo el Viernes-. Quiero que todos me escuchen. Esto es un fraude. El
asesino del Martes no es el Miércoles. El verdadero asesino del Martes es…
Un fuerte estruendo aturdió a todos los presentes que se tiraron al piso en
busca de protección. El Miércoles también cayó al suelo pero con sangre en su
pecho. Los policías se recuperaron del estallido y se abalanzaron contra el
agresor. El Fiscal, como último acto, le disparó al Viernes pero le erró y
mató al Juez número dos. Luego se llevó el revólver a su sien y se voló los
sesos.
El Domingo se paró de su asiento y salió corriendo por la puerta de entrada.
El Jueves al darse cuenta de esto, lo frenó con un tackle.
—¿Pero qué hacés pelotudo? —dijo el Domingo.
—Te estoy agarrando que te querías escapar.
— ¿Pero vos sos o te hacés? No ves que estaba persiguiendo al Lunes que salió
corriendo. ¿No entendiste nada de nada?
Cuando todos quisieron reaccionar el Lunes ya se había perdido para siempre.
Los motivos por los que asesinó al Martes salieron a la luz al instante.
Estuvo todo el tiempo enamorado del Miércoles y había un día que le impedía
estar junto a su amor. Ahora no sólo no estaría nunca más cerca del Miércoles
sino que le deparaba una vida de fugitivo. Lo que nunca pudieron descubrir fue
la reacción del Fiscal de matar al Miércoles y luego suicidarse.
Porque los días también pueden enamorarse, matar y desaparecer.
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Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado
en el año 2021.
Estaba viejo y sus chistes ya no causaban el efecto de antes. Por eso el
administrador le había comunicado que esta sería su última gira con el circo.
Lo iban a remplazar por un dúo de payasos más jóvenes que él, y que, aceptando
la realidad, su tiempo había pasado.
Mientras se estaba vistiendo para salir a escena recordó sus buenos momentos.
Cuarenta años haciendo reír a las personas era mucho para un hombre. Cuarenta
años recorriendo el país, alegrando cada rincón de la República con su gracia,
con su humor. Cuarenta años que lo marcaban a fuego. Una vida entera dedicada
a intentar robarles sonrisas a chicos y grandes.
Por un rato pensó que el administrador tenía razón. Era momento de retirarse.
Pero ¿qué haría ahora con su vida? Los payasos de circo no tienen jubilación,
y el poco dinero que tenía ahorrado sólo le alcanzaba para vivir unos meses.
Pero eso no era lo importante. Lo que más le daba vueltas por la cabeza, una y
otra vez, era que había llegado al ocaso de su carrera y no sabía hacer otra
cosa que vivir en el circo.
Se pasó una hora buscando el calcetín rojo de la buena suerte. Ese que le
había regalado el primer dueño del circo años atrás, cuando la historia era
otra. En ese tiempo, ir a ver un espectáculo circense era algo sublime. Colas
de cuadras para sacar una entrada. Ciudades y pueblos enteros expectantes por
la llegada del circo. En esa época, él supo ser la atracción principal durante
muchos años.
¡Atención damas y caballeros!
¡Atención niñas y niños!
¡El número que tanto estaban esperando!
¡Con ustedes, el genial, el magnífico, el único, el Payaso Almodóvar!
Y miles y miles de personas rompían en una ovación interminable. Y miles y
miles de caras felices disfrutaban de su rutina. La risa de los niños y los
adultos, la alegría que destellaban de sus rostros, no se lo olvidaría jamás.
Y cuando terminaba la función, el público invadía el escenario para abrazarlo
y pedirle autógrafos. Y el mundo se detenía por un instante. Y todos
disfrutaban de un momento único en familia.
Cuantas muestras de afecto y cariño. Pero ahora todo concluía. A la nueva
generación no le interesan los circos. Había llegado el tan temido ocaso. Con
suerte vendían las primeras cinco filas si era una ciudad grande y si no
pasaban nada interesante en televisión ese día.
Ahí estaba Almodóvar. En su pequeño camión, buscando desesperadamente su
calcetín rojo de la suerte porque se acercaba el turno de salir al escenario.
Aunque su participación era minúscula, quería estar lo mejor posible para su
último espectáculo y, contar con su media de la suerte, era fundamental en
este caso.
—¡Cinco minutos y te toca, che! —le dijo un malabarista golpeando la puerta
del remolque.
Y el condenado calcetín que no aparecía. Al final optó por ponerse otro,
resignado, porque no le quedaba más tiempo, y quería estar puntual en su
despedida.
« ¿No sé porque no lo anunciaron como “La última función del Payaso Almodóvar”
al espectáculo de esta tarde? Quizás algún memorioso o nostálgico lo recordara
y la platea estuviera con un poco más de gente. », pensó.
— ¡A bambalinas Almodóvar, dale que salís!
Con paso cansino y la mirada perdida se preparó para su último show. Duraría
tres minutos y cuarenta segundos, pero serían sus últimos instantes en el
circo. Su última rutina. Las últimas risas. Los últimos aplausos, y el telón
de su vida se bajaría para siempre.
Una voz aguda gritó desde el escenario anunciando el próximo número, que era
nada más ni nada menos que su final.
— ¡Y ahora sí, con ustedes… el Payaso Almodóvar!
A pesar de estar viejo, las ganas y las energías no las había perdido. Saltó
al medio del escenario con su clásico “¡A divertirnos chicos!”, pero se detuvo
de golpe. Una tremenda ovación de gritos y aplausos apabullantes lo recibió.
Levantó la vista, con lágrimas en sus ojos y los vio. Su público de siempre.
Padres con sus hijos a los hombros. Abuelos de la mano de sus nietos y una
platea colmada, con banderas pintadas con el nombre de diferentes partes del
país, que se habían enterado de que esta era la última función del genial, del
magnífico, del único.
¡El Payaso Almodóvar!
---
Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado
en el año 2021.
Es importante que se encuentre vivo. Caso contrario, no lo intente porque de
todas formas no lo logrará. Para verificar su existencia intente respirar; si
puede, está vivo; si no, sería en vano continuar leyendo estas instrucciones
ya que, al fin de cuentas, ni podría respirar ni podría leer.
Ahora, suponiendo que está vivo y quiere intentar respirar para corroborar lo
primero y no sabe cómo hacer lo segundo, estas instrucciones son las indicadas
para usted.
Para empezar, le voy a hacer una breve introducción sobre el oxígeno antes de
que se me muera. No voy a entrar en demasiados detalles teniendo en cuenta su
desesperante situación. No soy de esos que dan vueltas y vueltas al asunto y
nunca llegan a ningún lado. A mí me gusta ir al grano. A los bifes, hablando
en criollo. Esas personas que giran y giran sobre un tema y al final te das
cuenta de que todavía no dijeron nada, me sacan de mis cabales. No piense que
soy de odiar a la gente así porque sí. Me considero un pacifista de la vieja
usanza. De los que quedan pocos en el mundo, pero hay que saber diferenciar
entre un charlatán y uno que sabe. El que sabe te canta la justa. Te dice las
cosas como son. Así, sin más rodeos. En cambio, el charlatán, intenta llenar
el espacio, ya sea si está dando un discurso con un léxico elocuente o si está
escribiendo, con un glosario que luzca bonito a los ojos.
Viendo que ya se me está poniendo colorado, le paso a explicar dichas
instrucciones para que pueda respirar.
Como le decía, lo que tiene que lograr, su objetivo número uno, es que el
oxígeno que está en el aire entre en sus pulmones. Noto por sus ojos saltones
que no tiene la menor idea, por no decir otra cosa, de lo que es el oxígeno.
El oxígeno, señor, es lo que lo mantiene vivo a usted y a mí, y por supuesto,
al resto de los seres humanos y, por qué no, también a algunas especies del
reino animal, como el ñandú, por ejemplo. Está compuesto por dos átomos de
oxígeno, y que valga la redundancia, porque si se tienen tres átomos de
oxígeno, ahí ya no le sirve, ¿ve?, porque eso sería ozono.
Veo en sus lágrimas la emoción que le infunden mis palabras, eso me llena de
orgullo, señor, y le continúo.
Para poder captar esos dos átomos de oxígeno que forman el oxígeno, usted se
va a valer de su nariz, más precisamente, de sus fosas nasales que son esos
dos agujeritos que tiene en el medio de la cara. Ojo de no confundirse los dos
agujeritos de las fosas nasales con los dos agujeritos de los ojos. Los ojos
están más arriba, casi a la altura de la frente y eso que se está agarrando,
señor, es su garganta y tampoco le sirve para esto. Y por favor levántese del
piso y déjese de hacer el payaso así puedo continuar.
Ahora sí viene lo bueno. Con esos dos agujeritos lo que tiene que hacer es
aspirar para dentro como si estuviese chupando pero con la nariz. Tampoco es
cuestión de andar cazando el oxígeno con sus fosas nasales como si estaría
cazando mariposas. Es importante que aspire para adentro y no para afuera,
porque lo segundo se llama exhalar y tampoco le sirve para empezar. Eso sería
el segundo paso de la respiración, pero no se me adelante, no sea ansioso.
Parece un chico.
Bueno, ahora lo quiero ver haciendo esto. A ver cómo me aspira el aire. Bien,
bien. Va queriendo la cosa.
Lo siguiente que hará será largar ese aire que anteriormente aspiró así me
completa el ciclo de la respiración.
Este ejercicio me lo repite continuadamente durante todo el día, y no sólo por
hoy, no sea vago, sino por el resto de sus días que le quedan por vivir.
Ahora que ya tiene un poco más de color en su rostro le cuento que también
puede realizar este ejercicio, pero por la boca con los mismos resultados que
por las fosas nasales. No se lo quise decir antes para no abrumarlo con tanta
información.
Tranquilo hombre, que hay oxígeno para todos por un buen rato. Respire
despacio que se me va a hiperventilar.
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Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado
en el año 2021.
El pueblo de San Juan de los Arroyos se preparaba para recibir un nuevo
domingo. Las viudas, los huérfanos de padres y deudos de familiares
fallecidos, se daban cita en el cementerio local. Largas filas de coches,
autobuses y personas de a pie se iban acumulando en las cercanías de este
lugar de descanso eterno. Los encargados de la seguridad habían dispuesto los
molinetes y las vallas para ordenar y, por qué no, controlar a los visitantes.
A las nueve en punto se abrirían las puertas y empezarían a desfilar entre
llantos y pesares, las personas por los pasillos, tumbas, mausoleos, altares y
nichos.
Nadie recordaba en qué momento se había puesto de moda acudir en masa a los
cementerios. Aunque a esta altura, no importaba demasiado. La misma historia
se repetía domingo tras domingo. Muchas familias preparaban su visita a este
lugar como la única salida de fin de semana.
Vestir ropas oscuras no era algo obligatorio, pero sí cultural. Las mujeres
lucían los mejores vestidos que pudieran comprar. Los hombres hacían lo mismo
con sus trajes y zapatos. Los niños tenían permiso, en este mundo de
distinciones, llevar una camisa blanca. Pero eran los menos. Sus padres les
compraban desde muy chicos sus trajecitos negros que iban cambiando a medida
que crecían. Por este motivo era común que un niño, cuando llegaba a la
adolescencia, había pasado por más de veinte trajes distintos. Las familias
más humildes de San Juan de los Arroyos iban transfiriendo estos trajes de los
hijos mayores a los más chicos. Las familias adineradas competían
implícitamente para ver quién vestía el traje más a la moda, lujoso y caro.
Una persona para ingresar al cementerio debía mostrar en la entrada su Carnet
de Permanencia que se tramitaba de lunes a jueves, de ocho a doce del
mediodía, en el Registro Nacional de las Familias. A su vez, tenía que contar
con un Certificado Médico “al día”, es decir, de no más de tres meses de
antigüedad, expedido por algunos de los profesionales habilitados por la
Comuna de San Juan de los Arroyos. Y por último, y no menos importante, debía
comprar la entrada por Internet o en el mismo Registro para cada domingo en
particular.
Dependiendo de la semana, estos tickets de ingreso se agotaban el mismo lunes,
cuando salían a la venta para el próximo domingo. Es por esto por lo que se
tenía que estar preparado con la tarjeta de crédito lista, para los que
compran las entradas por Internet o hacer las colas desde la madrugada, en el
Registro, a la espera de que empiece la venta, que se producía, por lo
general, cerca del mediodía. Nadie quería perderse de estar y llorar a sus
familiares fallecidos un domingo, por lo que los lunes eran días muy caóticos
y conflictivos por todos los habitantes en la Comuna.
Todos los días 5 de enero se ponían a la venta cien pases anuales que se
agotaban en menos de diez minutos.
Por supuesto que existía la reventa ilegal de entradas. Era algo incontrolable
por parte de las autoridades. Aunque todos sospechaban que estos revendedores
estaban apañados por los funcionarios o eran vendedores encubierto del
gobierno mismo. Lo que sí era sabido que, varias veces en el año, se tendría
que recurrir a estos sujetos para poder conseguir una entrada.
El momento de mayor caos se producía cuando se daba la orden de que se podía
ingresar al cementerio. Se producían corridas, empujones, pesares.
Los llantos se hacían oír con mayor volumen. Esto también era algo que estaba
instaurado en la cultura popular. Se creía que cuanto más fuerte se escuchaba
el llanto y más afligido, mayor era el dolor que se sentía por el familiar que
se iba a visitar. Por esta razón los padres iban educando a sus hijos para que
sean buenos y seguros “lloradores” desde chicos. Hasta los hacían practicar
varias horas frente al espejo durante la semana.
Pero todo esto cambió un domingo de octubre. Ese día había comenzado como
cualquier otro. Sin embargo, algo terrible aconteció cerca de las 10:39 de la
mañana. La tragedia invadió el recinto. La segunda planta de la sesión de
nichos se desmoronó, dejando bajo los escombros a más de doscientas personas.
Niños, adultos y ancianos quedaron enterrados para siempre. La mayoría
falleció en el acto. Algunos perecieron más tardes en el hospital. Sólo unos
pocos fueron rescatados con vida.
Desde ese día las personas de San Juan de los Arroyos dejaron de ir al
cementerio por considerarlo un lugar maldito y volvieron enterrar a sus
difuntos en los patios de las casas.
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Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado
en el año 2021.
Me desperté muy temprano en la madrugada. Todavía estaba oscuro. Afuera llovía
muy fuerte y las gotas golpeaban la ventana de manera violenta. Algo se sentía
diferente. Me sentía muy cansado. Liviano. Al mirar sobre mi cama lo pude
comprobar. Es que mi cuerpo seguía ahí.
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Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado
en el año 2021.
Me calmé. Más por calmar al resto que por hacerlo para mí. Todavía retumbaba
el grito en el gimnasio del Club Independiente de Chivilcoy. Estaban todos
asustados, llamando ambulancias al por mayor. Yo no. Yo estaba tranquilo.
Quizás fuera porque no me dolía. Estaba caliente. No del verbo “enojado” sino
del verbo “veinte minutos corriendo detrás de una pelota”.
Mi amigo Tambor comprendió al instante la gravedad de la situación y tiró un
chiste para descomprimir.
—Pónganle dos palitos de helado de cada lado y que siga jugando.
Nadie se rió. Yo sí. Estuvo rápido y original. Este Tambor siempre con sus
ocurrencias.
Grité cuando me di cuenta de que me había quebrado el tobillo. Repito; no me
dolía, pero me vino el grito a la garganta y tuve que escupirlo con todas mis
fuerzas. Enseguida supe que estaba quebrado. El hueso que sobresale en los
tobillos normales estaba casi por el talón y tenía una forma rara. El cirujano
en el sanatorio, antes de operarme, me diría que lo que me pasó fue un “perro
verde”. Yo lo quedé mirando.
—Por lo extraño —completó—. Nunca vi nada parecido.
Eso me llenó de alivio y trajo la paz interior que tanto andaba buscando antes
de entrar al quirófano. Estoy siendo irónico, claro está.
Mientras las rodillas de mi rival impactaban sobre mi pie, yo intentaba en
vano cubrirme del pelotazo. Más tarde me dijo que se había resbalado y le
creí. Más tarde me llevó medio kilo de helado de Trapani al Sanatorio y lo
perdoné.
La pelota se me había ido larga cuando me pasé a uno. Sabía que no la
alcanzaría antes que mi rival, por lo que hice lo lógico: me cubrí la cara y
me di vuelta. Pero el pelotazo nunca llegó. Lo que si llegaron fueron dos
rodillas que impactaron de lleno contra mi tobillo derecho.
El partido lo teníamos controlado. Era muy probable que ganásemos. De hecho,
lo hicimos. Porque después de mi incidente el partido siguió y logramos una
victoria contundente. De esto me enteré en el Sanatorio horas más tarde. Ese
día había hecho un par de goles antes de la lesión. Iba primero en la tabla de
goleadores. Por esto, creo, me sentía con la confianza como para tirar una
gambeta en la mitad de cancha.
Cuando empezó el partido sabía que íbamos a ganar. Estaba jugando con mis
amigos y nos estábamos divirtiendo mucho. Representábamos a la Colonia de La
Bancaria. A pesar de que ni Repe ni Tambor ni yo trabajábamos en esa Colonia,
ni en ningún Banco, nos había convocado Carlitos para jugar como refuerzos en
ese torneo.
Por la tarde había trabajado en OSDE y me habían comunicado que me trasladaban
por una semana a la Filial de La Plata. Me pagaban un hotel, viáticos y
desarraigo. Esto me hizo dudar de si renunciaba a OSDE para volver con Amado
que me había ofrecido trabajar devuelta para él por el mismo sueldo que tenía
en OSDE más un auto que me prestaba. Era menos presión e iba a estar más
relajado y con auto.
Tenía muchas ganas de renunciar a OSDE. No me sentía a gusto. Lo estaba
sufriendo demasiado. También tenía muchas ganas de volver a trabajar a la
empresa de Juan Carlos Amado. Ya había trabajado para él hacía un par de años.
Era todo un dilema.
Empezaba el año 2010.
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Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado
en el año 2021.
—¿Te enteraste lo del Cacho? Sacó redoblona, a dos cifras y a tres cifras,
todo esta misma semana que pasó.
—¡Qué julapo este Cacho! Tiene más culo que camote.
—Pero se lo tenía merecido el pobre.
—¡Qué pobre ni que minga! E’ un hijo de puta. Lo que le hizo a la Marta no
tiene perdón de Dió.
—¡Vamos! Que la Marta no es ninguna santa tampoco.
—Tirangueira lo que quierá, pero eso a una mujer no se le hace.
—Está dulce el hombre y ni una copita de vino se nos pagó.
—¡Qué va a pagá! ¡Qué va a pagá ese!, si lo sopingo que tiene en lo bolsillo
no son de ahora. Siempre fue un codito bárbaro.
—¿Te cae mal el Cacho, no?
—Para nada. No sé por qué me lo preguntá, si hasta es medio primo mío, mirá.
—Sí, pero ¿te acordás en el lío en que te metió con la Clorinda?
—¡No me hagá acordá! ¡No me hagá acordá! Que casi lo agarro de la catería y lo
ahorco a ese tingo.
—A propósito, ¿cómo están las cosas con la Clorinda?
—Y… quedaron media temblequeada. Se quedó con la duda y cuando una mujer tiene
una duda no hay maringotes que valga.
—Mandales saludos cuando la veas.
—Dale, le mando.
—¿Pedimos otro vasito?
—¡Metele manjebo que este pincho no se me arremolina!
—Así me gusta compadre. ¡Tito, dos vasos más para acá!
—¿Tinto, Don Jacinto?
—¡Pero mirá lo que te pregunta este pinchute! ¡Pero claro que tinto,
chicardón!, y con una pinta y tres cuarto.
—Perdón Don Enrique, pero no le entiendo lo que me dice. ¿Una pinta y qué?
—¿De dónde salió este, Don Jacinto? Una pinta y tres cuarto, zampote.
—Dejalo al pobre muchacho que le está haciendo el tiempo mientras el Abel anda
de parranda.
—Eh… disculpe que lo contradiga, Don Enrique, pero no sé lo que me está
pidiendo.
—Pero miralo vo a este berrinto. Te pido dos vasitos de tinto con dos buchitos
pa asustarlo.
—¿Asustar a quién, Don Enrique?
—¿Vo me está tomando para el jaipe, querido?
—No, Don Enrique. Faltaba más.
—Perdón que me meta, Don Enrique. Pibe, acá el hombre te está pidiendo dos
vasos de tinto con dos chorritos de soda.
—Eso nene. Con dos cotingos sin palencua.
—Ah… ya salen.
—Todo hay que explicarle a esta joviandad hoy en día. Desde que empezó la
universidad este ruquerdón que no gacha ni para el tranco. Yo siempre lo digo;
la escuela te fantuguea el masqueto. ¿Pedimos manise con cáscara?
—Dejá que se los pido yo.
Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado
en el año 2021.
Mario apuró el paso cuando oyó las diez campanadas en el reloj de la torre de
la plaza del puerto. Estaba llegando tarde a la reunión que iba a definir el
futuro de su familia. Intereses muy fuertes estaban en juego en ese encuentro,
él lo sabía muy bien. Cuando llegó al restaurante de la cita, divisó en el
estacionamiento, los autos pertenecientes a los dos hombres que lo estaban
esperando adentro. Odiaba ser impuntual. Consideraba que la puntualidad era su
mayor cualidad, pero una serie de hechos desafortunados habían acabado por
retrasarlo diez minutos, y eso para él era inaceptable.
Lo primero que hizo al llegar a la mesa fue presentar sus disculpas por la
tardanza sin dar demasiados detalles de lo ocurrido. Sólo los comentarios de
rigor.
—Acá estamos los tres. ¿Por dónde empezamos? —dijo Carlos.
—Por qué no vamos al grano sin tanto preámbulo, así terminamos de una buena
vez este asunto —dijo Roberto.
—No podría estar más de acuerdo —afirmó Mario.
Un mes atrás, Mario pensaba que tenía la mayor parte de su vida programada y
controlada. Mujer, hija, perro, auto, casa, negocio propio y una vida social
aceptable hacían que no tuviera demasiadas preocupaciones. Pero ahora todo eso
se había esfumado de la noche a la mañana. Su mujer se enamoró de otro hombre
y le pidió el divorcio. Para Mario fue un golpe en lo más hondo de su ser. Los
primeros días andaba desorientado. Deambulaba por la casa sin saber bien qué
hacer ni a dónde ir. Hasta que al fin decidió que lo mejor sería cortar todo
este asunto de raíz y comenzar una nueva vida, esforzándose por olvidar lo
acontecido. Iba a ser difícil, pero tenía la voluntad, por lo menos, de
intentarlo. Puso en venta su parte del negocio, el que compartía con su
exmujer, no quería tener ningún contacto con ella y planificó un viaje por el
sur del país. Pero esa noche lo que importaba era otra cosa.
La reunión se había acordado tres días antes. El lugar de encuentro lo habían
elegido los otros dos hombres. A Mario no le importó que fuera el mismo
restaurante, donde tiempo atrás había comenzado todo su tormento. Quería
terminar cuanto antes con este asunto, para empezar con su cambio radical de
vida y le daba lo mismo cualquier restaurante de la ciudad.
—¿Qué pensás hacer ahora con tu vida Mario? —dijo Carlos.
—Creo que eso es problema mío.
—Es problema de todos, ¿no te parece? —dijo Roberto.
—Lo que a ustedes les concierne es otra cosa. Lo que haga con mi vida personal
no les importa.
—Eso está claro Mario, pero sos mi hijo y me preocupa tu futuro —dijo Carlos.
—¿Qué te preocupa papá? ¿Qué me pegue un tiro? No le voy a dar el lujo a esa
prostituta.
—¿Podemos hablar con respeto Mario? —dijo Roberto. Esa que vos llamas
“prostituta” es mi hija. Me duele enormemente lo que está pasando. Sabes todo
el aprecio que tengo para contigo.
—Bueno. Me pueden explicar bien de qué trata todo esto. Algo me imagino, pero
quiero escucharlo de sus bocas. No creo que nos hayamos reunido para hablar de
cómo me siento.
—Hijo, lo que nos preocupa con Roberto es qué va a suceder con Clarita.
—¿Qué va a pasar con mi hija?
—Se comenta que te querés mudar al sur —se adelantó Roberto.
—¿Qué los inquieta más? ¿Qué me la lleve conmigo o que se sepa la verdad?
—Las dos cosas —dijo Roberto sin inmutarse.
Mario miró a su padre y éste asintió a la afirmación de su consuegro. Sabía
que había venido para hablar de este tema en particular. De la situación de su
hija. Pero la pasividad de Carlos lo desconcertó un poco. Habían pasado ocho
años del hecho que cambió su vida para siempre. En esa época llevaban un año
de casados con su esposa y habían decidido tener un hijo. Estuvieron un tiempo
intentando concebir, pero no podían. Habían visitado a varios médicos y
especialistas y todos habían dicho lo mismo. No existía ningún problema, sólo
debían seguir intentando. También recurrieron a curanderos, manosantas,
chamanes y todo lo que se les ocurrió. Ya se estaban por rendir cuando Adriana
le anunció una tarde de otoño que había quedado embarazada.
—Era la ansiedad —decía su suegra.
—Fue gracias a ese curandero que les recomendé —opinaba su madre.
Pero Mario sabía muy bien que su mujer había quedado embarazada gracias al
complejo vitamínico que le había recetado uno de los especialistas que
visitaron, y que él se empecinó a que tomara todas las noches antes de
acostarse y duplicara la dosis cada vez que hacían el amor.
Los preparativos para el nacimiento no le dejaban tiempo para nada más. Se
encargó de acondicionar el cuarto del bebé y de hacer algunas reparaciones
menores en la casa. Acompañaba a su mujer cada vez que iba a hacerse los
controles. Quería corroborar él mismo la evolución del embarazo. Se encargaba
de los quehaceres domésticos, y no dejaba que su esposa haga nada porque
quería que sólo se dedicara a descansar.
Llegando al séptimo mes de embarazo les comunicaron que, dada la condición que
presentaba el mismo, se iba a tener que practicar una cesárea. Mario se
inquietó un poco, pero su madre lo consoló.
—Hijo, vos también naciste por cesárea y mira lo lindo y sanito que sos.
Aunque la ansiedad de Mario disminuyó un poco después de la charla con su
madre y de la charla con el médico, al que fue a visitar una tarde sin que
Adriana lo supiera, para que le contara todo sobre cómo se practicaría la
operación y los posibles riesgos. Igual siguió buscando información y
estadísticas en internet sobre este tipo de parto. Tenía tantos datos que
cualquiera hubiera pensado que estaba capacitado para atender la operación él
mismo.
Los nueve meses pasaron muy rápido y allí estaba Mario junto a sus padres y
sus suegros en la sala de espera de la clínica, esperando que terminara la
cesárea que traería al mundo a su pequeña hija. Clara era el nombre elegido de
común acuerdo con su esposa. Sólo Clara, sin segundos nombres. Y tendría el
apellido de ambos.
La operación llevaba más tiempo de lo que el médico les había dicho y Mario se
empezaba a impacientar. Caminaba por el pasillo, se asomaba por el vidrio de
la puerta intentando ver algo, interrogaba a cualquier persona que pasaba con
un ambo por la clínica. Fue un par de veces a la recepción para preguntarles
qué estaba pasando.
—¿La Familia Quiroga? —preguntó una enfermera que estaba asistiendo el parto.
—¡Si, acá! ¡Yo soy el marido!
—La operación está complicada, es por eso que se está demorando.
—¿Cómo que se complicó? ¿Qué está pasando? —dijo Mario desesperado.
—Por el momento es todo lo que les puedo decir —dijo la enfermera y se retiró.
Mario se derrumbó en una silla. ‹‹ ¿Cómo que se complicó? ››, se repetía para
sí. Su madre y su suegra lo trataban de consolar. Su suegro se sentó en una
silla tratando de acompañar este momento como podía. Carlos se paraba y se
sentaba. Caminaba por el pasillo y volvía al lado de su familia. La espera se
había hecho insostenible. Todos se miraban entre sí buscando algún tipo de
explicación sin encontrarla. El único que miraba el piso, con los brazos
apoyados entre sus piernas y la cabeza colgando era Mario. Fue en ese momento
cuando Carlos se paró de golpe, sobresaltando a todos. Caminó en dirección a
la salida de la clínica. Todos se quedaron mirándolo sin intención de
detenerlo ni de acompañarlo. Estaban adormecidos por la última noticia.
—Roberto, acompañame —fue lo único que dijo antes de perderse de vista.
Roberto obedeció a su consuegro, sin entender que estaban haciendo. Ambos
hombres desaparecieron de la vista de todos.
Los minutos pasaban y no había noticias del parto, de Carlos ni de Roberto.
Las enfermeras iban y venían, pero no se detenían para informar nada. Un
doctor se asomó por la puerta y Mario y su familia se pararon esperando lo
peor. Pero llamó a otra familia que también estaba en la sala de espera y los
hizo entrar. La madre de Mario quiso decir algo, pero las personas y el doctor
ya habían entrado. En ese momento volvió Roberto sonriendo, con lágrimas en
los ojos.
—La operación fue todo un éxito, me acaban de informar en la recepción.
Clarita está muy bien, y está sanita. Adriana se está recuperando. La
trasladaron a una sala común.
La alegría de la familia era inmensa. Mario se dirigió a su suegro y lo tomó
de los brazos.
—Quiero verlas —le dijo con la voz entrecortada.
—Podes ir a ver a Adriana. La llevaron a la habitación, es la 214 en el
segundo piso. A Clarita la llevaron para hacerle unos controles, pero no te
preocupes que tu padre fue con ellos para vigilar que todo salga bien.
Mario salió corriendo y subió por las escaleras. Cuando llegó a la habitación
donde estaba su esposa la encontró durmiendo como se imaginaba. La besó, le
acarició la cara, acercó una silla hasta la cama y se quedó sentado tomándole
la mano. Al rato llegaron sus suegros y su madre. Todos estaban felices y
ansiosos por conocer a la bebé. Una enfermera entró, saludó a todos y le tomó
la presión a Adriana. Luego se retiró. Roberto le dijo a Mario si quería un
café y Mario asintió. Le hizo el mismo ofrecimiento a su esposa y su consuegra
pero estas no aceptaron. Cuando volvió a la habitación con el café para Mario
el ambiente era otro. Las mujeres estaban sonriendo y Mario se encontraba más
relajado.
—Roberto ¿a dónde fueron con mi esposo?
—Le prometí a Carlos que no diría nada de lo que pasó.
—Dale Roberto, dejate de hacer el misterioso con nosotros —lo retó su mujer.
—No. De verdad que no puedo decir nada.
—Roberto —dijo su esposa alargando la última letra y mirándolo por encima de
sus anteojos.
—Está bien. Pero Carlos no se tiene que enterar nunca que yo les conté.
—Escuchame Roberto —dijo Mario mirándolo fijo a los ojos—. ¿Dónde está mi
padre?
—Carlos quiso ir a rezar a la capilla de la clínica.
—¡¿Carlos en una capilla rezando?! —dijo su consuegra incrédula—. Si fue toda
su vida ateo.
—Por eso me pidió a mí que lo acompañara y le enseñara a rezar.
—La verdad que no lo puedo creer.
—Yo tampoco —dijo Mario sonriendo.
—Dejenlo al pobre tranquilo. Un hombre desesperado es capaz de cualquier cosa.
Voy a ver si todo está bien y vuelvo.
Cuando estaba por salir entró Carlos con Clarita en sus brazos.
—Les presento a la nueva integrante de la familia —dijo con una sonrisa de
oreja a oreja.
Los días posteriores pasaron muy rápido para Mario. Estaba todo el día en la
habitación con su hija y su esposa, admirando al que consideraba, el más
hermoso bebé del mundo. No le molestaba levantarse en las noches cuando Clara
se despertaba llorando. Le encantaba pasar tiempo a solas con su hija,
hablándole y cantándole canciones que él inventaba.
El viernes siguiente al nacimiento, fue invitado por Carlos y su suegro a
comer a un restaurante italiano que se había inaugurado en las afueras de la
ciudad.
—Es una cena de machos —le dijo su padre para convencerlo de que deje por unas
horas a su hija y a su mujer.
Mario aceptó de mala gana, pero comprendió que necesitaba salir a tomar un
poco de aire después de nueve meses agitados.
Una vez en el restaurante, ordenaron la comida y empezaron a hablar de
Clarita. Mario percibía que algo raro pasaba con su padre y su suegro, los
notaba ausentes.
—¿Qué pasa? Los noto perdidos a ustedes dos. ¿En qué andan?
—Mario —se adelantó Carlos—, lo que te vamos a contar con Roberto es fuerte,
pero creemos que sos el único que debe saberlo. Antes de que hablemos tenés
que prometernos algo. Vamos a hacer un pacto entre los tres y nunca diremos
una palabra a nadie de lo que se hable en esta mesa.
Mario los miró desconcertado y no supo bien qué decir.
—Papá me estás asustando. ¿Qué pasa?
—Primero el pacto de silencio Mario —dijo Roberto.
—Está bien. Prometo no decir nada, pero hablen de una vez, por favor.
—La verdad es que no sé por dónde empezar. Lo estuvimos ensayando con Roberto,
palabra por palabra, pero ahora no me sale ninguna. Antes que nada, quiero que
sepas que no somos malas personas. Lo que hicimos, lo hicimos por amor y por
desesperación.
Mario vio cómo se le llenaban los ojos de lágrimas a su padre y quiso hablar,
pero Roberto lo agarró del brazo y se llevó la otra mano al corazón.
—Es sobre Clarita, hijo. El parto no salió bien. Tuvo sus complicaciones.
—hizo una pausa interminable y la voz se le quebró—. Los doctores nos dijeron
que la chiquita no lo había logrado.
—¡¿Qué?! —gritó Mario.
—Bajá la voz hijo y escúchame lo que te digo. Por favor calmate.
—¡¿Que me calme?! ¿Cómo me podés pedir eso? ¿Qué pasó en la clínica ese día?
¡Hablen por favor!
—Roberto y yo sobornamos al doctor que atendió a Adriana en el parto...
Cambiamos a la nena por otra.
—¡¿Qué hicieron qué?!
—Ahora dedicate a tu mujer y a tu hija que nosotros manejamos lo otro. No te
preocupes por nada. La verdad no tiene por qué saberse nunca si los tres
hacemos un pacto de silencio y desde este preciso momento juramos no volver a
hablar del tema.
Mario miró a los ojos a su padre y no pudo contener las lágrimas. Miles de
pensamientos se le pasaron por la cabeza en ese instante. Miró a su suegro y
éste le devolvió una mirada fría.
—¿Qué decís, Mario? —dijo Roberto.
—No puedo... No sé qué decir. No sé… —dijo llorando—. ¿Y qué hay de Adriana?
—Ella no se debe enterar nunca. No lo soportaría.
‹‹ ¿Y qué hay de mí? Tampoco lo soportaré››, pensó Mario, pero no lo dijo.
Estaba muy angustiado.
—Hijo, era lo único que podíamos hacer.
—¡¿Lo único?! ¡¿Ustedes se volvieron locos?!
—Mario. Calmate por favor. Pensá en tu futuro. Pensá en Adriana. Pensá en
Clarita —dijo Roberto.
Mario se quedó mirando la nada por varios minutos. No sabía lo que tenía que
hacer en ese instante. No pudo imaginar nada. No logró pensar en nada.
—Es lo mejor para todos, hijo. No queríamos que se arruine nuestra familia.
—Está bien —dijo después de una larga pausa y pronunciando las dos palabras
que más les costó decir en su vida.
A la semana del encuentro todavía estaba perturbado, y este sentimiento se
transformó en miedo. Fue hasta la clínica para hablar con el doctor, pero la
recepcionista le informó que no trabaja más allí y que no le podía dar más
datos. Intentó buscarlo por su cuenta, pero era como si se lo hubiera tragado
la tierra. Había desaparecido y nadie sabía nada de él.
***
—Mario, recordá que hicimos un pacto hace ocho años atrás, en esta misma mesa
—dijo Carlos.
—Cómo olvidarlo.
—Y bueno, ¿qué vas a hacer al final?
—Me voy a ir unos días al sur, como bien les contaron sus informantes. Me voy
a alejar un tiempo de todo esto. Quédense tranquilos, no me voy a llevar a
Clarita a ningún lado. El pacto que hicimos será respetado por mi parte hasta
que me muera.
Dicho esto, Mario se levantó de la mesa y salió caminando hacia la puerta del
restaurante. Se frenó. Miró de nuevo a su padre y a su suegro y se marchó por
donde vino, con la cabeza baja y las manos en los bolsillos. Palpó el arma que
llevaba guardada en el cinturón del pantalón. No se atrevió a matar a esos
monstruos porque comprendió que al hacer el pacto él se había convertido en lo
mismo. En el mismo ser abominable que eran su padre y su suegro.
---
Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado
en el año 2014.
Decidí ir a visitar a la bruja de mi suegra. Luego del trágico accidente que
sufrieron mi esposa y mi suegro resolvimos, junto a mis hijos, llevarla a un
hogar de retiro. Había quedado sola en el mundo y no tenía más familiares que
nosotros. Aunque, a decir verdad, nunca la consideré parte de mi familia. ¡Me
hizo la vida imposible desde el momento que conocí a su hija! Siempre se opuso
a nuestra relación y no escondía sus sentimientos de desprecio para conmigo.
Por eso la llamo “la bruja”.
En fin, mis hijos me insistieron tanto que terminé cediendo y acá estoy,
dudando si bajo o no del auto. Todavía recuerdo sus súplicas.
—Papá, te manda cartas todas las semanas para que vayas a verla. Hacelo por
mamá.
Liliana fue mi único amor. Fuimos el uno para el otro siempre. Desde que se
fue, hace nueve años, me falta una parte de mí. Sólo me quedan mis dos
hermosos hijos, ya casados ambos, que vienen a visitarme todos los domingos. A
Liliana la extraño mucho. Trato de seguir adelante por ellos, pero es muy
difícil aguantar semejante dolor. Lo llevo como puedo e intento que nunca me
vean mal. No quiero preocuparlos por nada, y mucho menos, recordarles a cada
rato la muerte de su madre.
Con Liliana estuve casado veintidós años, tres de novios, es decir,
veinticinco años aguantando a ese ser despreciable que es su odiosa madre, y
cuando consigo librarme de la bruja de mi suegra, pagando un costo altísimo
por ello, me vuelve a atormentar para que la venga a ver. Seguro es para
reprocharme o echarme la culpa de algo.
—¿Usted es el hijo de Doña Elsa? —me pregunta una enfermera que había salido a
mi encuentro.
—No. Soy el marido de su hija.
—Venga. Pase. Lo está esperando en el salón.
Ahí estaba. La Bruja. Sentada en un rincón, mirando por la ventana hacia la
calle, con su típico halo de maldad que siempre la caracterizó. Le hace señas
a la enfermera para que nos deje solos y vuelve la vista hacia el exterior. Yo
avanzo hacia ella.
—Hola Ricardo.
—Hola Elsa. Le mentiría si le dijera que me alegro de verla —el que pega
primero, pega dos veces.
—Tomá asiento si querés —me dice como si no hubiera escuchado mi comentario y
señalándome un sillón al lado del suyo—. ¿Vos te preguntarás para qué te hice
venir?
—Sólo vine porque me insistieron mis hijos —le aclaro mientras me siento,
cruzo las piernas y me pongo a ver por la ventana.
—Mirá Ricardo, voy a tratar de hacértela corta.
—La escucho.
—La historia que te voy a contar no va a durar más de cinco minutos. Después
te podés retirar y no volver nunca más, como es tu anhelo.
Estuve tentado en decirle que mi deseo era no haberla conocido nunca, pero me
contuve.
—Como hice con todos los anteriores novios de mi hija —arrancó a hablar sin
preámbulos—, decidí investigarte desde que ella te presentó en nuestra casa.
Pero había algo en vos que me resultaba un tanto extraño. Algo que no había
notado en todos los anteriores. No me gustabas. No sabía porque, pero tenía la
horrible sensación de que escondías algo.
—¿De qué está hablando, Elsa? ¿Me investigó?
—Es lo que haría cualquier madre por el bienestar de su hija.
Su mirada se clavó en mis ojos. Es la primera vez que lo hace desde que
llegué. Al no obtener ninguna respuesta de mi parte vuelve a mirar hacia la
calle y continúa con su relato.
—Le pedí a unas amigas que te siguieran y me recolectaran toda la información
posible de vos, pero las muy inútiles no pudieron conseguir nada importante,
así que decidí tomar el toro por las astas y salir yo a realizar este trabajo.
—¿Era necesario tomarse semejante molestias? ¿Por qué no contrató a James Bond
mejor?
—Veo que tu sarcasmo se ha ido perfeccionando con los años.
—Y yo veo que su maldad está llegando a niveles que hasta el propio Lucifer
está temblando de miedo porque le quiten su puesto en poco tiempo.
—¡Si supieras todo lo que tuve que soportar en mi vida tendrías un poco de
compasión para conmigo!
—¿Compasión? Si me hizo la vida imposible desde siempre. Me trató como una
basura. A ver, vamos haciéndola corta que no tengo todo el día para
desperdiciarlo. ¿Qué fue lo que descubrió de mí que la hizo odiarme tanto?
—Bueno… yo tampoco pude descubrir nada. Parecías impoluto a simple vista.
Tenías un trabajo estable en una buena empresa, una casa propia, un auto,
hasta tenías una mascota. Pero yo no me tragaba toda esa pantalla. Sabía que
en el fondo no eras quien decías ser. Así que, sí, contraté a una persona que
se encarga de investigar gente.
—¿Un investigador privado? Ah bueno, se hizo profesional la cuestión… y
personal.
Sin escuchar mis palabras y mirando siempre hacia la calle, siguió hablando.
—A la semana se apareció en mi casa portando una carpeta con toda tu vida. A
qué escuela fuiste, tus novias anteriores, tus empleos anteriores, lo que
hacías en tus ratos libres, etcétera, etcétera, etcétera. Obviamente la
analicé con delicado detalle. Cuando estaba llegando al final, el investigador
me detuvo y me dijo: ‹‹Lo que viene es la frutilla del postre, pero le
advierto que puede ser duro› ›. Le había pagado mucho dinero como para no
seguir con la lectura, y sus dichos no hicieron más que intrigarme. Cuando
terminé de leer la carpeta sentí una fuerte puntada en el pecho. El mundo se
me vino abajo. No podía soportar lo que estaba leyendo, y tenía que impedir
que siguieras de novio con mi hija. Hice todo lo posible pero la pobrecita ya
se había enamorado de vos.
Hizo una larga pausa mientras yo me quedé sin saber que decirle. En realidad,
podría decirle muchas cosas indecorosas, pero preferí callarme y ver hasta
donde llegaba toda esta locura.
—Traté de separarlos de mil maneras —continúa— pero todos mis intentos fueron
en vano. Así que me guardé este secreto para mí, con la intención de
llevármelo a la tumba. Pero ya no puedo más… realmente ya no aguanto más.
Se llevó las manos hacia su rostro y rompió en un llanto desconsolado. Yo, que
venía siguiendo el relato con poco interés, me sobresalté sorprendido porque
era la primera vez que la veía llorar. Ni siquiera en el entierro de su hija y
de su esposo derramó una lágrima.
—¿Qué pasa Elsa? ¿Qué está pasando? ¡Hable por favor!
—¡No es justo! ¡Por Dios, que no es justo! ¡Te odio! Te odio tanto… pero más
me odio a mí misma… tendría que haber hecho algo cuando pude, ahora es
demasiado tarde.
—¿Qué tendrías que haber hecho qué?
—Ahora es demasiado tarde… demasiado tarde. El daño ya está hecho… el daño…
Pobrecita mi chiquita… ¡¿Por qué?! ¡¿Señor, por qué?!
La agarro desesperado por los hombros, pidiéndole explicaciones. Me mira fijo
con sus fríos ojos y me escupe las palabras en la cara.
—Liliana y vos… eran hermanos. Te di en adopción cuando naciste.
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Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado
en el año 2014.
En la tranquilidad de su oficina la enfermera tomó el teléfono celular de su
bolsillo y marcó un número que se sabía de memoria.
—Hola… Si… ¿Qué tal?... Sí, es nuevo acá… veinte años aproximadamente, es
sano… Sí, es espático… Nos encontramos el sábado en el mismo lugar de siempre.
Al concluir la breve charla se puso a llenar unos papeles que tenía arriba de
su escritorio como si ésta nunca hubiera ocurrido.
Mientras tanto, en el patio, la realidad presentaba un panorama muy diferente.
Gritos, llantos, insultos, corridas. Hugo no lograba escapar del acoso y
agresión de los demás internos. Arrastraba un pie y tenía un brazo paralizado.
Intentaba alejarse, pero lo seguían, insultándolo y denigrándolo. Estaba
llorando y les pedía por favor que se alejaran de él, que lo dejaran
tranquilo. Fue en ese momento cuando Manuel decidió entrar en acción.
—¡Métanse conmigo si tienen huevos! —les gritó—. ¡Déjenlo en paz! ¡Mándense a
mudar, carajo!
Había observado la situación y no pudo aguantar más. ‹‹Alguien tenía que hacer
algo››, pensó. Aunque trataba de pasar desapercibido todo el tiempo, ellos
habían culminado su paciencia. Los agresores se encogieron de hombros y
salieron corriendo, mirando, cada tanto, de reojo a Manuel. Quedaron solos en
el patio. Hugo se acomodó la camisa que se le había salido del pantalón en el
intento de escapar.
—Gracias —dijo recuperándose como podía—. Sos muy amable.
Manuel lo miró de arriba abajo un breve instante, estudiándolo. Después del
incidente cinco años atrás se había vuelto demasiado desconfiado para su
gusto.
—¿Vos sos nuevo acá, no?
—Sí. —respondió Hugo.
—¿Hace cuánto que llegaste?
—No… no recuerdo bien —. Terminaba de acomodarse del altercado y miraba por
primera vez a su salvador—. Una o dos semanas.
—¿Tenés familia?
—No —Hugo miró sus pantuflas, que le quedaban un tanto grandes. Nunca en su
vida había podido mantenerle la mirada a nadie.
—¿Qué edad tenés?
—Veinticuatro.
—¿Cómo te llamas?
—Me llamo —dudó un instante—, me dicen… Hugo.
Manuel Méndez era una persona muy respetada en el edificio. Llevaba un lustro
internado. Después de matar a su esposa de treinta y nueve puñaladas, al
encontrarla con otro hombre en su propia cama, la justicia lo declaró insano.
En su antigua vida, como le gustaba decir a él en las reuniones grupales a la
que asistía todos los sábados por la tarde con la doctora Flores, había sido
un empleado administrativo de una compañía de seguros muy prestigiosa. Su
metro noventa de estatura y el pelo corto, casi rapado, negro como sus ojos,
le hacían parecer un jugador profesional de baloncesto. Tenía nariz puntiaguda
y una sonrisa muy agradable. Desde que llegó al manicomio siempre se lo veía
con un tablero de ajedrez bajo el brazo. Por las tardes jugaba solo en el
patio debajo del mismo árbol. Por las noches leía mucho en su habitación. Por
decisión propia, ya no tenía amigos. Sin embargo, tenía una buena relación con
el director del instituto y no perdía la ocasión de librar duras batallas
ajedrecísticas contra él. También tenían largas charlas. Hablaban de política,
de fútbol, de libros. Era en la única persona en la que confiaba.
A menudo tenía ataques de histeria y gritaba sin ninguna razón: ‹‹ ¡Puta, sos
una puta! ¡Te odio hija de puta! ››. Los enfermeros y ayudantes se veían
obligados a sedarlo con tranquilizantes potentes que lo hacían dormir hasta
catorce horas. Manuel era muy fuerte y se resistía hasta el último aliento.
Cinco personas eran necesarias para dominarlo, y otra para sedarlo. Por este
motivo tenía las muñecas y los brazos siempre lastimados y vendados.
Manuel vigilaba a Hugo todas las tardes desde que éste llegó. Veía como
intentaba, sin prisa, caminar alrededor de una hora por el patio y luego se
sentaba solo, mirando al cielo, como intentando buscar algo. Notaba como Hugo
siempre estaba dispuesto a ayudar en las tareas diarias dentro de lo que sus
limitaciones físicas le permitían y además era muy gentil con sus cuidadores.
Le había tomado cariño aún sin conocerlo en profundidad.
‹‹Debe ser un buen chico››, pensó una tarde mientras movía el alfil blanco
haciéndole jaque al rey negro.
Por eso, ese día se enojó mucho cuando un grupo de internos lo empezaron a
molestar y a insultar. Tomó su tablero de ajedrez debajo del brazo y los
encaró. Manuel era temperamental, pero también era muy inteligente y
perspicaz.
—Decime Hugo —dijo, mientras lo ayudaba a sentarse en un banco del patio—
¿Cómo llegaste acá?
—Una… una noche estaba buscando algo de comida en la basura —habló pausado,
casi tartamudeando y con un dejo de vergüenza en sus ojos—. Se me… se
acercaron dos tipos, me empujaron, caí al piso y… empezaron a pegarme. Después
de eso no… no recuerdo más. Terminé en un hospital y a los dos, … a los dos
días me trajeron acá.
Manuel sintió mucha compasión por Hugo. Notó que a éste se le habían llenado
los ojos de lágrimas mientras le relataba lo sucedido y entonces trató de
cambiar el tema enseguida. Ya tendrían tiempo de conocerse mejor, pensó.
—Vení, acompañame —le dijo.
Lo llevó debajo del árbol que pasaba todas sus tardes. Lo ayudó a sentarse en
el suelo, colocó el tablero de ajedrez entre ellos y comenzó a ubicar las
piezas en su lugar.
—¿Sabes jugar?
—No
—Te voy a enseñar. ¿Querés? —Hugo asintió con la cabeza—. Éstas son las piezas
blancas y éstas son las piezas negras. El objetivo del juego es que me vayas
comiendo las piezas hasta hacerme jaque mate…
Mientras la explicación continuaba una enfermera salió al patio y se dirigió
hasta ellos que eran los únicos que se encontraban afuera. Observó a Manuel
con indiferencia y le habló a Hugo.
—Querido, es el turno de tus medicinas.
Manuel la miró y vio que tenía escondida una jeringa en el bolsillo. Sabía lo
que eso significaba, y entonces se paró de golpe.
—¡A él no le hagas nada! —le gritó con una mezcla de odio y temor.
—Vos no te metas.
—¡Él no te sirve!
—Callate si no querés que te encierre y te ate.
—Él es mi amigo —dijo suplicando mientras retrocedía fulminado por la mirada
penetrante de la enfermera—. Yo lo estoy cuidando.
Hugo intentó pararse para hacerle caso a la enfermera y evitar que no le
pasara nada a Manuel.
—Manuel no te hagas problema yo…
—¡Vos te sentás ahí! –gritó—. Yo me encargo de esto.
—Pero no… no te preocupes Manuel, tomo los remedios y vuelvo —le dijo tratando
de calmarlo.
—Sí. Huguito toma sus remedios y te lo devuelvo —dijo la enfermera con tono
sarcástico y burlón.
—¡No es así! Yo sé lo que le van a hacer. No se lo merece. Hace poco que
llegó. Sufrió mucho.
La enfermera sacó su jeringa del bolsillo y lo amenazó a Manuel.
—¿Querés ocupar vos su lugar?
—No, ¡no!... pará… —hizo de una larga pausa y miró a los ojos a la enfermera
por primera vez en su vida— ¡Sos una trola! —fue lo que le salió de adentro.
A pesar de ser más alto y más fuerte que la enfermera, Manuel le tenía mucho
miedo, porque conocía sus secretos y de lo que era capaz. Nunca antes la había
enfrentado. Al insultarla, se refugió entre sus propios brazos. Sintió un
dolor en las costillas y cayó al suelo.
—¡Vos, vení para acá! —le gritó a Hugo que se estaba acercando para ayudar a
Manuel— ¡Ya es suficiente! ¡Vamos a terminar con todo esto!
De un empujón lo tiró al piso y Hugo quedó mirando el cielo.
—Yo lo hago —dijo Manuel balbuceando y agarrándose las costillas del dolor.
—¿Qué decís?
—Dejáme que yo lo hago, vos lo vas a hacer sufrir, lo vas a lastimar, sos muy
bruta.
La enfermera pensó un instante y estudió su rostro.
—Está bien, pero hacelo rápido que no puedo perder más tiempo.
Le entregó la jeringa a Manuel y se alejó un poco para observarlo mejor. Éste
se paró despacio, miró a la enfermera, respiró hondo y se dirigió a Hugo.
—Amigo, confía en mí, no te va a doler —le dijo consolándolo y acariciándole
el pelo.
—Pero Manuel… —intentó balbucear Hugo.
—Confía en mí. Esto se termina pronto.
Manuel se acercó a Hugo con la jeringa en la mano. Lo puso de espalda a él y
en el momento que le iba a clavar la aguja sintió un fuerte pinchazo en su
cuello.
—¡Pelotuda! ¡Qué hiciste!
Manuel cayó de nuevo, esta vez con una jeringa clavada en su yugular. Intentó
en vano quitársela, pero ya no tenía más fuerza. El sedante había penetrado en
sus venas. Estiró la mano hacia la enfermera, la miró por última vez a los
ojos y se desmayó. Hugo se acercó a Manuel llorando y se tiró encima de él.
—¡Ayudalo, se va a morir!
—Quedáte tranquilo querido, solo lo dormí. Le di un sedante. Estaba muy
nervioso. Acompañame adentro.
Llevó a Hugo hasta su habitación y volvió con dos enfermeros para ocuparse de
Manuel. Lo arrastraron hasta la enfermería y lo subieron a una camilla.
—Gracias. Yo me encargo desde acá.
Cuando quedó sola en la habitación tomó su celular del bolsillo y marcó un
número.
—Hola… Tuve un pequeño problema, pero lo pude solucionar. Conseguí a uno
mejor. Ya tengo los órganos que andabas buscando. Como quedamos, nos
encontramos el sábado.
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Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado
en el año 2014.
Mar del Plata, jueves 19 de septiembre de 2013
Estimado Dr. Garmendia:
¿Cómo le va? Espero que bien, porque digamos que, a mí, no. Creo que he tenido
una recaída y me urge hablar con usted.
Le escribo esta carta porque no me puedo comunicar por teléfono (o quizás no
me quiera atender las llamadas). Es una vergüenza que un profesional se haya
olvidado de su paciente. ¿Y el juramento hipocrático y todo eso?
¿Cuánto tiempo pasó de nuestro último encuentro? Dos, tres meses. Es mucho,
doctor. Necesito contarle mis nuevos problemas, que son ocasionados por los
viejos problemas. ¿Se acuerda, doctor? ¿Se acuerda cómo llegué a su
consultorio hace tres años? Era una piltrafa, y usted me curó. Usted hizo que
yo salga adelante. O eso creí hasta ahora.
Como ya le dije, me parece que tengo una recaída, como a usted le gustaba
decir. Igual, no quiero que me malinterprete. Esperemos a que me vea de nuevo
para diagnosticarme como se debe y como sólo usted sabe hacerlo.
¡Atiéndame doctor, por favor! Soy una mujer desesperada. Hace unos días, fui
al consultorio que comparte con el doctor Cima y la secretaria me miró de una
manera que me incomodó. Como si no me conociera. Al final me dijo que usted
tenía la agenda ocupada o algo por el estilo. No le entendí muy bien. Terminó
diciéndome si no quería mejor hacerme ver por el doctor Cima. “¡Quiero que me
vea mi doctor!”, le grité y salí a las apuradas pegando un portazo. No es que
no tenga confianza en el doctor Cima, es que, no sé cómo explicarlo. Es
cuestión de química, ¿me entiende? Además, dígame la verdad, no va a tener un
tiempito para mí, para su paciente de años. Dele. Sea bueno. Atiéndame. No sea
malo. ¿Qué le hice? Si lo ofendí por algo, no fue mi intención.
Usted sabe todos los problemas que tengo. Volvieron las sospechas, doctor.
Esas que me carcomían el cerebro hace un tiempo, ¿se acuerda? Pero esta vez,
no son sólo sospechas e inventos de la mente ante hechos no comprobados en la
realidad, como solía usted decirme. Ahora tengo pruebas.
Recuerda que una vez le dije que tenía el presentimiento de que mi marido me
engañaba. Usted a lo mejor no comprende lo que es el sexto sentido de una
mujer, pero le cuento que esas “fantasías” se están convirtiendo en
“realidad”, doctor.
Mi marido era un hombre que le gustaba quedarse en casa. Resulta que ahora se
le dio por juntarse con sus amigos todos los jueves a la noche a cenar y jugar
al truco. Por supuesto que esto, no me lo creo, doctor. ¿Usted me entiende? La
cuestión es que no aguanté más y el jueves pasado, cuando se preparaba para
salir, y mientras se estaba dando un baño, me acerqué sin hacer ruido hacia la
pieza y hete aquí la primera prueba. En la cama estaba acomodada toda la ropa
que usaría esa noche. También estaban los cigarrillos, el reloj, el celular,
un pañuelo, la billetera, y sobre la mesita de luz, estaba el perfume
importado que se compró en el shopping hace más de un año. El que sólo usa en
ocasiones especiales, como, por ejemplo, para cumpleaños y eventos en la
empresa. ¿Para qué se va a poner perfume para juntarse con los amigos, eh,
doctor? Primera prueba. La otra que encontré es más certera y directamente
implicante.
Descontrolada al ver el perfume en la mesa, no soporté y le revisé el
teléfono. Sí doctor, se lo revisé. ¿Y sabe que tenía? Tres llamadas de un tal{" "}
“Leo”, que por supuesto no conozco. No tiene ningún amigo llamado Leo o
apodado de ese modo. Seguro es alguna amante, a quién registró como contacto
con ese nombre para despistarme, porque sabía que tarde o temprano le iba a
revisar el celular. Pero esto no es todo, doctor. Tenía varios mensajes de ida
y vuelta con ese Leo que paso a transcribírselos a usted, porque me los
acuerdo de memoria.
—“¿Cómo estás para esta noche?” —le escribe ese tal Leo a mi marido.
—“Hoy no voy a tener piedad con vos” —le responde mi marido.
—“Eso lo veremos. Traete las pelotas que las vas a necesitar” —le replica Leo.
—“Ya vas a ver lo que te hago con estas pelotas. Besitos bonita” —le termina
de escribir mi marido.
¡No se imagina como me puse, doctor! Me largué a llorar en el acto y me tiré
en la cama, arriba de toda la ropa de mi marido. A todo esto, el muy turro,
sale del baño y me intenta consolar. Me pregunta ¿qué me pasaba?, ¿porque me
había puesto así? Yo le muestro los mensajes y ¿adivine qué me dijo?
—“¿Por esto estás así?”.
—“¡Sí, por eso estoy así!, ¿te parece poco?” —le contesté.
Le cuento mis sospechas de que le puso “Leo” a un contacto de alguna
mujerzuela. Me mira y se empieza a reír, doctor. ¿Puede imaginar? ¡Yo llorando
desconsolada porque mi marido me engaña y él se ríe en mí cara! En un momento
me dice que Leo era un compañero de la oficina, hasta me dijo el apellido y el
sector donde trabaja, pero no me los acuerdo. Estaba muy nerviosa, doctor.
También me dijo que esos mensajes pertenecían a unas bromas que se gastaban
antes de los partidos de truco.
¿Usted va a pensar que yo le creí? No. No le creí ni una palabra, doctor. Le
empecé a gritar que era un mentiroso y un embustero. Él no me prestaba
atención y se vestía como si nada hubiera pasado. Se puso la camisa, el jean,
los mocasines sin siquiera mirarme a los ojos en ningún momento. Hasta que se
puso el perfume importado. ¡¿Para qué?! Ahí sí que no aguanté más, doctor. A
mí por boluda no me van a tomar. Me le tiré encima, desgarrándole la ropa y
arañándole toda la cara. De un empujón me revoleó de vuelta a la cama. Ya le
conté de la fuerza que tiene mi marido, doctor. Que puedo hacer yo con mis
cincuenta kilos contra una mole como él. Encima cuando se estaba acomodando de
mi ataque entra Juancito preguntando qué pasaba. Mi pequeño hijo, doctor,
preocupándose por sus padres. ¿Se acuerda de él? No se imagina lo grande que
está. Pasó a segundo y la maestra dice que es muy inteligente y despierto para
su edad. Me parece que tiene una noviecita, doctor. El otro día le revisé el
cuaderno y tenía escrito, en los márgenes, el nombre “Camila” y unos
corazoncitos alrededor. Que rápido crecen los chicos, y uno no lo percibe.
Acuérdese lo que le digo, cuando me quiera dar cuenta, va a estar yéndose a la
universidad y me va a dejar sola. Sí, sola, doctor. Es que mi marido, después
de esa noche, es otra persona. No me habla. Comemos en silencio. Ni bien
termina de cenar se tira en el sillón para ver fútbol. Mira cualquier partido,
doctor. Checoslovaquia contra Nigeria, con tal de no compartir más tiempo
conmigo. Después nos acostamos, también en silencio, y ya no le excito,
doctor. Ya no me toca. Ni siquiera me mira. Recuerdo cómo nos mirábamos cuando
éramos adolescentes. Que épocas aquellas. Algún día de estos me pide el
divorcio, acuérdese lo que le estoy diciendo.
Bueno, doctor, no estoy con más fuerzas para seguir escribiéndole. Contarle el
incidente con mi esposo me agotó física y mentalmente. Espero que al leer esta
carta comprenda por todo el tormento y la angustia por la que estoy pasando,
se apiade de mí, de mi sufrimiento y me vuelva a atender.
Tengo varios problemas más, como la relación con mis amigas y la separación de
mis padres después de treinta años de casados, pero eso lo dejo para otra
carta o para contárselo en persona si me concede una hora de su tiempo.
Deseo con todo mi corazón que se encuentre bien donde quiera que esté, y que
no se haya hecho daño cuando su bote naufragó en el Rio de la Plata. Es
traicionero ese río, doctor. Mire que se tenía que ir hasta allá para pescar,
y encima se embarca solo con la tormenta que se venía.
Le dejo esta carta en una botella en el mar, sobre la Playa Bristol. Por favor
respóndame cuando la reciba.
Le mando muchos cariños.
Eva
Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado
en el año 2014.