Pila Gonzalez Blog

Cuentos

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Inútil

Te levantas de la cama porque suena la maldita alarma del teléfono con esa misma cancioncita mierda todos los santos días laborables. De lunes a viernes. No fallan nunca esos teléfonos. Son cada vez más inteligentes —¡Qué van a fallar!— Lo único que te puede salvar —piensas— es que se queden sin batería durante la noche. Pero lo piensas mejor, porque ya no estás más dormido. Ya te despertaste. Te das cuenta de que eso es imposible que suceda —que fallen esos teléfonos del culo— porque ese ser amorfo que está desplomado al lado tuyo en la cama, y que lanza ruiditos finitos por su boca que huele a mierda de caballo podrido, se encarga todas las noches, antes de dormir, y de empezar a roncar, de conectarlos al cargador. Le dejaste esa tarea. Cediste una vez. Le diste ese poder —¿en qué carajo estabas pensando, estúpido?— y ya no puedes recuperarlo. Sos plenamente consciente de que la alarma de tu teléfono sonará por siempre. También sos consciente de que tenes que apagarla rápido porque si no, ese mismo ser despreciable, que ahora se acomoda mejor en tu cama para seguir durmiendo como un lechón salvaje en el medio de la mierda en que duermen los lechones salvajes, mientras vos tenés que levantarte para ir a trabajar. Esa abominación ridícula con la que te casaste quince años atrás, porque fuiste tan pelotudo de dejarla embarazada, porque cogiste sin forro —forro— porque estabas tan caliente que tu cabecita de adolescente inmaduro —y pelotudo— en lo único que pensaba era en desvirgarla y que su sangre te chorreara por la pija así le contabas a tus amiguitos —también pelotudos— que tenías, tu hazaña pelotuda de machito cabrón y cogedor. Porque estaba buena. Recuerdas que era una belleza y no un hipopótamo sarnoso cómo en lo que se convirtió ahora. Tienes que apagar la alarma rápido porque si no esa bestia irascible que duerme a tu lado desde tiempos inmemorables —desde toda tu puta vida— se va a despertar echando humo por su nariz sarnosa y peluda, y van a empezar a salir gruñidos de su boca como un jabalí en celo, escupiendo palabras de esa boca que huele a mierda. Palabras tan normales para esa pandemia humana y que tanto te hieren, que te rajan cada sentimiento de tu hombría perdida, que te van carcomiendo los huesos despacio, sin prisa pero sin pausa, poco a poco. Si no apagas esa alarma rápido, tu mujer, como dijo ese reverendo hijo de mil putas del cura quince años atrás, en esa iglesia del orto, en el centro de esta ciudad del orto. Tú esposa, cómo figura en esa libretita del orto que está guardada en el cajón de la mesa de luz y que funciona como un grillete carcelario, como una tobillera que usan los presos con prisión domiciliaria. Mari Carmen, como el nombre mierda que le pusieron los mierdas de sus padres —tus suegros— que tanto te odian y que no pierden una mísera ocasión para recordarte que sos un parasito y una carga para el mundo. Si no apagas esa puta alarma rápido, ese monstruo alienígena se va a despertar, va a salir de su letargo y te va a decir que apagues la maldita alarma. Pero eso no va a ser todo. La cosa va a ir más allá de tu condición. Se va a meter de lleno en tus genitales y te los va a retorcer hasta que no tengas más nada de este mundo, hasta que las poquitas gotas de dignidad que te quedan desaparezcan para siempre y te sientas el ser humano más infeliz de la historia de la humanidad. Si no apagas esa alarma ahora mismo vas a volver a oír esa palabra otra vez. Si no te apuras y aprietas ese maldito botón digital que dice “apagar alarma” en tu teléfono inteligente, tu señora, tu esposa, tu mujer, esa pandemia humana, ese hipopótamo irascible de nariz peluda y sarnosa, ese jabalí gruñón en celo, ese ser despreciable y amorfo con aliento a mierda de caballo podrida, va a continuar con su perorata matutina porque no apagaste la alarma rápido y te va a escupir el tan certero, hiriente, degradante y mortífero: inútil.

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Bésame mucho: el tango que baila Maradona

Una noche de mediados de abril, mientras esperaba el autobús a Praga, en una calle solitaria de la ciudad de Gießen en Alemania, me pasó algo simpático. Hacía mucho pero mucho frío y yo me había resguardado en un hueco entre dos mamparas y techito. La espera era interminable con los cero grados de temperatura ambiente. Algunos borrachos pasaban a los gritos. Me miraban y se sorprendían. No sé si les llamaba la atención mi altura o mi sospechosa soledad en esa calle desierta y semi iluminada. Pero no me decían nada. Seguían su camino a los gritos hasta el próximo bar. Nota 1: Los borrachos en Alemania son respetuosos con el turista cagado de frío esperando un colectivo a las 00:45 de la mañana. De pronto se acercó una pareja de unos sesenta años. Él: pelo canoso, barriga pronunciada, nariz roja, campera deportiva. Ella: tímida, pelo negro, bufanda a juego con un tapado marrón gastado que le llegaba hasta las rodillas. Al verme, me preguntan algo en alemán, a lo que le respondí: Ich spreche kein Deutsch, como lo hice cada vez que me hablaban en ese idioma. El señor, que era ruso o ucraniano, (no le entendí muy bien si era ruso que quería viajar a Ucrania o ucraniano que quería viajar a Rusia) me preguntó en inglés si hablaba inglés. Le dije que algo entendía. Entonces sacó de su bolso un papel queriendo averiguar si yo sabía dónde paraba su colectivo. Le dije que no tenía ni puta idea. Siguiendo con la improvisada charla me preguntó de donde era. —¿Yo?, Argentino. —¡Ah! ¡Fidel Castro! ¡Español! -me dijo. Nota 2: A los ex soviéticos la Perestroika también les racionó la Geografía. Acto seguido se puso a tararear el bolero “Bésame Mucho”, mientras arrastraba a su mujer por la vereda fría creyendo que estaban bailando el “Tango a lo Maradona”. No les dije nada. Ni que esa canción no era un tango, ni que Maradona se haya destacado justamente por bailar tangos. Los dejé improvisar bajo la noche cerrada. Llegó mi autobús y me tuve que ir. Por la ventanilla vi que me saludaban como si fueran unos familiares que habían venido a despedirme, mientras seguían bailando el “Tango, Bésame mucho”, ahora no tanto por mí, sino para olvidarse del frío, del comunismo y del largo viaje que tenían por delante hasta Ucrania… o a Rusia. Vaya uno a saber. --- Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado en el año 2021.

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El carnicero poeta

La siguiente es una pequeña nota periodística encontrada de casualidad en el diario “La Crónica del Oeste de Chivilcoy”. Roberto Urdaiz fue un carnicero de la ciudad de Chivilcoy al que siempre le gustó leer en secreto los clásicos de la literatura. Según se ha averiguado por los forenses que lo encontraron colgado de una soga en el freezer de su local, tenía en su casa más de noventa relatos cortos, tres novelas (una sin concluir) y más de quinientos poemas de estilo libre que había escrito durante sus cincuenta y cuatro años de vida. Al preguntarles a los familiares por esta doble personalidad, ninguno estaba enterado. Aunque algunas vecinas mayores de edad, que nos pidieron expresamente que no diéramos sus nombres, se animaron a decir que; — El Roberto siempre nos decía piropos y cosas lindas cuando le comprábamos bola de lomo o carnaza”. Lamentablemente la familia decidió no publicar nunca estos escritos por motivos personales. Pero según supimos de buena fuente, todos estos ejemplares literarios del Carnicero Poeta, si se me permite el título, fueron quemados por su hermano, Jorge, en un arrebato de envidia al enterarse que Roberto era, además de carnicero, escritor y muy bueno, y él, un simple panadero sin ningún talento literario. Solo se pudo recuperar, gracias al accionar de los investigadores y del juez a cargo de la causa, el último poema que dejó a sus familiares como nota de suicidio. A continuación, transcribiré esta forma ocurrente de decirles a sus seres queridos que no quería pertenecer más a este mundo, que de alguna forma se había cansado de seguir vivo.   “Ya no hago nada con mi vida. Con mi vida ya no hago nada. Sólo me siento solo a ver la lluvia caer por la ventana. Nada más me interesa. Mis últimas gotas…   Ya no me emociono con las cosas bellas de este mundo, ni me consterno con las situaciones inoportunas del vivir. El silencio es y será para siempre mi compañero, mi guía. Mis últimas palabras…   El tiempo ya no me seduce. Es el final que tanto anhelé. La eternidad me espera. Es mi último final.”   Roberto Urdaiz Hay quienes se atreven a decir que este magnífico poema contiene un mensaje subliminal para sus conocidos. Otros, entre los que se incluye éste humilde periodista de “La Crónica del Oeste”, preferimos disfrutar de las últimas palabras que Roberto Urdaiz, carnicero y poeta de la localidad de Chivilcoy, en la provincia de Buenos Aires, Argentina, dejó a este triste mundo para la posteridad. --- Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado en el año 2021.

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El último latido

La algarabía reinaba en el recinto. Los comensales de la fiesta se dispersaban ordenadamente por el salón. La Muerte los miraba de reojo. Ninguno siquiera sospechaba de tal maligna presencia, o eso ella creía. No la podían ver y no la podían sentir, esto era seguro. Ella se paseaba entre ellos. Sigilosa. Atenta. Expectante. Uno a uno los bailarines fueron ganando la pista mientras la banda entonaba los primeros acordes alegres. El Agasajado miraba a todos desde su tarima dispuesta especialmente para la ocasión. La Muerte también observaba cada movimiento. Controlaba cada latido de los más de ciento veinte corazones que se esparcían por el salón. Sabía que uno estaba a punto de fallar. Su trabajo era encontrarlo antes de tiempo. Antes que le robaran otra muerte. Tenía instrucciones claras de que era su última oportunidad en esta eternidad. En el pasado reciente había perdido varias vidas y no podía volver a repetirse semejante fracaso. Sabía que otras fuerzas estaban en posición. También habían sido alertados. Por tradición legendaria ellos no se podían reconocer en el mundo de los mortales. Sólo se podían encontrar en las pesadillas y en las alucinaciones de los humanos. El reloj marcó la medianoche con doce campanadas sonoras que hizo perder el ritmo a más de uno de los músicos. Al instante todos se dieron cuenta de lo que estaba por ocurrir e hicieron silencio. —Ha llegado el momento, mis queridos amigos —se escuchó la voz del Agasajado—. El momento que tanto tiempo hemos esperado. La Muerte comprendió que también era su hora de actuar. Se acercó hasta el borde de la tarima y fue contemplando los ojos de todos los invitados que se habían amontonado para oír mejor a su interlocutor. — Si hay alguien en este salón que esté arrepentido y quiera dar un paso al costado, este es el momento. Una vez que comencemos ya no habrá vuelta atrás. Ciento veinte latidos respondieron extasiados, pero La Muerte no podía descubrir cuál era el que fallaba. Parecía que todos los corazones palpitaban al mismo ritmo. Ninguna imperfección. Decidió, entonces, introducirse en el tumulto de gente para apreciar mejor y estar, así, preparada para cuando llegara su hora. Esta vez ninguna otra fuerza le arrebataría su botín. Su joya más preciada de esa noche. Su muerte tan deseada. —Sabemos que hay entre nosotros varias fuerzas que luchan entre sí —dijo el Agasajado con voz firme desde su tarima. La Muerte volteó para enfrentarse al hombre que había pronunciado esas descaradas palabras. No podía estar hablando de ella. No la podían haber traicionado de esa manera. No sabían con quien se estaban metiendo. Su furia fue en aumento a medida que percibía que todos los rostros la miraban. Los comensales de la fiesta hicieron un círculo en torno a ella. También rodearon a dos Espectros que se hallaban escondidos entre la gente. Los tres inmortales quedaron encerrados. Por primera vez en siglos se veían las caras en el mundo de los vivos. —Sabemos quiénes son y sabemos por qué están acá —dijo el Agasajado. —¡Sabemos por qué están acá! —repitieron ciento veinte almas. — Pero hoy concluye todo. No vamos a permitir que sigan jugando con el destino de todos nosotros. La Muerte quiso dar un paso hacia adelante, pero dos pares de brazos la sujetaron. Entonces comenzó a reír estrepitosamente. —¡Ilusos! —dijo de pronto — ¡Ciento veinte veces, ilusos! —¡Alto ahí espectro del mal! —le ordenó el Agasajado y sacó una piedra triangular plateada del bolsillo de su traje— Alto ahí engendro abominable. Tu hora ha llegado. ¡Atrás repugnancia! La Muerte volvió a reír más fuerte y los vidrios del salón estallaron. Los Espectros cayeron de rodillas. — ¡Calla bestia! Ya no podrás llevarte más un alma de este mundo. Ya no seremos más mortales. Te hemos descubierto y acabaremos contigo, demonio. — Siempre supe que los humanos eran soñadores, pero no pensé que llegarían a este punto —dijo por fin La Muerte. Dio un paso hacia adelante arrancándose de los brazos que la sostenían. —¡Ilusos todos los mortales! —gritó—, e ilusos todos los inmortales que osan enfrentarme —dijo volviéndose hacia los Espectros que yacían en el piso sin vida—. Ustedes, simples humanos, no tienen el poder para decidir su destino. Son débiles. ¡Yo y sólo yo puedo elegir cuando les llega su momento de morir! Entiendan bien esto, simples mortales.  Todos los presentes en el salón cayeron de rodillas con el terror incrustado en sus rostros. — Pero ahora ya es tarde para ustedes. Ya es tarde para mí. Sus minutos en este mundo se acaban. Tuvieron la oportunidad de darme sólo un alma y no la supieron aprovechar. Ahora me los voy a llevar a todos. —¡No puedes hacer eso! Tenemos las piedras —dijo el Agasajado y extendió la piedra triangular en sus manos apuntando hacia La Muerte. Lo mismo hicieron los comensales. —Los han engañado, simples mortales. Esos innobles los han engañado —dijo señalando hacia las cenizas que quedaban esparcidas por el suelo de lo que antes fueron los Espectros —. Y lo peor de todo es que también me han querido engañar a mí. Pobres infelices, serán testigos de mi ira. Esta noche verán con sus propios ojos de muertos de lo que soy capaz de hacer. No merecen vivir un segundo más, simples humanos. Y así fue como todos se fueron convirtiendo en polvo. Pero no sólo las ciento veinte personas que estaban esa noche en el salón, sino las siete mil almas esparcidas por el mundo. La Muerte volvió a reír y la oscuridad eterna se apoderó de todo. --- Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado en el año 2021.

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La cagada que me costó una coima

¿Alguna vez les pasó que tuvieron que pagar una coima por una cagada, literal? Bueno, a mí sí. Eran las cinco de la mañana y estaba sentado en una combi viajando desde Malasia hasta Tailandia. No sé si fueron los nervios de pisar un nuevo país, la Coca Cola con papás fritas que había comido de desayuno, los jugos frutales exprimidos que había tomado en los puestos callejeros de Penang la noche anterior o la comida picante de los restaurantes indios-malayos, pero la cuestión fue que a los diez minutos de viaje hacia la frontera siento un fuerte revoltijo en mi panza. Algo en mi interior quería salir y lo quería hacer en ese momento. No estaba dispuesto a esperar. Un incómodo sentimiento inundó mi cuerpo. —Me hago encima, le dije a Laura, mi ex novia, con el último esfuerzo que tenía para pronunciar palabras. Ella me miró, fijo, con los ojos muy abiertos. Sin dudarlo un instante le pidió por favor al conductor que frenara urgente. El chófer, con muy poco inglés, le explicó que estábamos cruzando un puente y que no había sitio donde parar. Laura le imploró, le rogó, le suplicó explicándole que era inminente frenar porque su novio, o sea yo, se cagaba encima arriba la camioneta ante la atenta mirada de las más de veinte personas que viajaban junto a nosotros. El conductor notó la desesperación en la voz de Laura y, ni bien tuvo la oportunidad, frenó en una estación de servicio sobre la autopista. Yo bajé corriendo, empujando a todos en mi marcha. Apretando los glúteos. Frunciendo y desplazándome como una Geisha en apuros. Cuando llegué al bendito baño, evacué todo eso que me estaba molestando. Fue un gran alivio. Una sensación única e irrepetible. Después de cuarenta y cinco minutos, y un certero manguerazo, ya que no había, como era de esperar, papel, solo una manguera colgando al lado del inodoro, volví con una sonrisa de oreja a oreja. Continuamos hacia la frontera. Las personas que viajaban con nosotros me miraban con una mezcla de compasión y temor. Retomamos la autopista y un patrullero nos hizo seña de parar. El conductor frenó y se bajó porque los policías le ordenaron que haga eso. Se puso a hablar con el oficial a cargo. Hacía ademanes ampulosos con los brazos, nos señalaba, se agarraba la cabeza. De pronto volvió con cara de enojado. Abrió la puerta y sin ningún pudor me gritó directo a la cara: — “¡ Estaba prohibido frenar en la estación de servicio y ahora la policía me está pidiendo una coima! ¡Tu cagada me va a costar muy caro!” --- Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado en el año 2021.

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La niña de rojo

Todos conocen la historia. Nadie es ajeno. Crecimos con ella. Nos educaron con este relato. Buscábamos moralejas y enseñanzas para la vida detrás de cada oración. Fuimos plenos conscientes de los infortunios de la Caperucita Roja y de las argucias del malvado Lobo. Ay, pobre niña, pensábamos. Nos enseñaban a pensar así. Elegían las ideas que debíamos tener. Nos manejaban. Nos moldeaban a sus gustos. Querían que fuéramos como ellos. Que siguiéramos sus pasos. Nos leían las historias que ellos querían que escucháramos. Éramos lectores autómatas. Pasivos. Infelices. No discerníamos. No razonábamos. No discutíamos. No dudábamos. Éramos jóvenes e inmaduros. Fuimos creciendo en la mentira. No teníamos armas. Confiábamos en sus criterios. En sus palabras. Nos contaban cómo fue engañada esta pobre inocente niñita descaradamente por este vil animal y tomábamos partido. Ellos decían de qué lado teníamos que estar porque eran ellos los que manejaban los hechos. Bueno. Es hora de despertar, mis amigos. De sacarnos la venda de los ojos. De conocer la verdad. De quitarles las caretas a este tipo de cuentos y de terminar para siempre con este engaño. Ha llegado el día en que todos conozcan la verdadera historia. Sí. Porque hay otra. Esa que nos fue escondida. Esa que nos fue negada. Que nos fue robada. Aquí y ahora me propongo a contarles lo que realmente ocurrió entre la Caperucita Roja y el Lobo. En Dios me confío. Y que la fuerza esté conmigo.   Érase una vez un viejo Lobo que vivía en un bosque a las afueras de un pueblo escondido entre montañas. Una tarde, cansado de tanto dormir, salió de su cueva en busca de alimentos. Estaba muy hambriento. Hacía semanas que no probaba bocado. Ya no tenía la habilidad de cazar como en su juventud y los pocos restos que encontraba no eran suficientes. Anduvo un rato largo recorriendo sin tener suerte. Nada. Ningún animal. Ninguna carroña. Sólo plantas. Estuvo tentado de comer algunas hierbas, pero no era su naturaleza. Sin esperanzas retomó el camino hacia su cueva cuando escuchó un ruido muy familiar. Eran pasos de humanos. Lo que menos se imaginaba en esa época del año. No era común que las personas anduvieran por el bosque en pleno invierno. Salió al camino mostrando sus desafilados dientes y lo que se encontró fue a una pequeña niña. De una de sus manos colgaba una canasta. Al ver al Lobo, la niña se frenó de golpe. Por unos segundos dejó de respirar. Ella tampoco se esperaba encontrar un animal salvaje en el bosque en esa época. El Lobo empezó a olfatear e intentó un débil gruñido. La niña, que estaba vestida íntegramente de rojo, notó la desesperación del Lobo. Enseguida supo que el animal no estaba interesado en ella, sino en los pastelitos recién horneados que llevaba en su canasta. Sin dudarlo, comenzó a llorisquear y manifestó estar perdida. ¡Mentiras! ¡Vulgares mentiras! Conocía el camino muy bien ya que lo recorría de dos a tres veces por semana. Se escapaba de su madre para estar sola en la casa que tiene su abuela en el bosque. A su madre le mentía diciendo que iba a hacerle compañía a la pobre anciana y llevarle algo de comida. Pero a decir verdad y, conociendo más de la vida de esta chica, no le importaba un carajo su abuela. Sólo la usaba para poder pasar los días consumiendo los brownies con marihuana que se cocinaba. De vez en cuando, y sólo por maldad, aunque ella se engañaba a sí creyendo que era por diversión, convidaba estas tortas a su abuela que, digamos bien, ya manifestaba sus buenos y viejos noventa y tres años. Verla a la vieja drogada era uno de los mayores placeres de esta Caperucita Roja. Lo cierto es que, al ver al Lobo flaco y muerto de hambre, también lo engañó. Lo llevó, usando la canasta como cebo, hasta la casa de su abuela. Lo encerró en un galpón y lo alimentó durante varias semanas. Al final, y como era de esperar, el pobre Lobo se volvió dócil y fiel a la niña. Cuando la Caperucita se dio cuenta de que ya estaba domesticado, comenzó a martirizarlo. Primero lo vistió con ropas de su abuela. Luego lo acostó en la cama de la vieja mientras ésta dormía la siesta en un sillón del living. Y por último, se puso a charlar con el Lobo como si de un humano se tratara. El inocente animal sólo movía la cola y bajabas las orejas. Pobre iluso. Creía que la niña estaba jugando con él. Pero no. La dulce e inocente niña de rojo que nos hicieron creer los cuentos infantiles tenía todavía un plan siniestro. Digamos cómo es la cosa: se lo quería comer. Sí. Se le pasó por la cabeza que nunca había probado carne de lobo y, cuando lo vio en el bosque, empezó a maquinar una estrategia para engullirlo. Como estaba tan flaco, lo alimentó. Bueno, si vamos a ser sinceros, lo que hizo fue engordarlo. Y cuando por fin el Lobo subió considerablemente de peso, la Caperucita concluyó que había llegado el momento indicado para comerlo. A base de caricias y de un sedante logró hacer dormir al Lobo en la cama de su abuela. Luego salió corriendo hasta la caseta del Guardabosques y, otra vez con falsas lágrimas en los ojos y miedo fingido en su rostro, le imploró que la ayudara. —¡Por favor! ¡Ayúdeme, señor! Un lobo se metió en la casa de mi abuelita y se la va a comer. El Guardabosque tomó un hacha y salió corriendo. Cuando llegó a la casa de la abuelita de la Caperucita entró furioso y se dirigió a la habitación donde le había indicado la niña que estaba el Lobo. Lo que pasó después ya todos lo sabemos. El Guardabosque asesinó al pobre Lobo y colorín colorado, esta triste historia se ha acabado. Demás está decir, por agregar, que esa noche la Caperucita y el Guardabosques hicieron un asado con el Lobo. De postre se comieron unos brownies con marihuana y al final de la velada, terminaron muy juntos a la luz de la luna que, como una burla del destino, esa noche estaba llena. --- Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado en el año 2021.

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No tomo más en la puta vida

¡Ay! La puta madre. No tomo nunca más en mi vida. No doy más. Ya estoy grande para estas cosas. Cuando era adolescente, vaya y pase, pero ahora. Soy un padre de familia y mis nenas, mis dos soles, no se pueden levantar y ver a su{" "} “Papito hermoso” con una resaca extra large. ¿Qué impresión se van a llevar de mí? No se lo merecen tampoco. ¿Éste es el ejemplo que les estoy dando? ¡Ay, la concha de la lora! Tengo a los Pitufos saltando dentro de mi cabeza y de mi panza. Ups. Se me viene el vómito. ¡Guarda! Cuidado… No. Pará. Pasó. Por suerte falsa fue alarma. Y cuando me vea la insoportable de mi mujer, la que se me arma. Va a empezar a los gritos que se va a enterar todo el barrio. ¡Qué loca histérica se pone a veces! A propósito. ¿Dónde está? ¿Qué hora es? ¿Ya es de día? ¡Uy! ¡La cajeta de mi abuela! Voy a llegar tarde a la oficina. Justo hoy que tengo que presentar el Informe Trimestral de Finanzas a la Junta Directiva. Pero, pará un cacho. ¿Hoy no es también la despedida de soltero del Rata? ¡No! ¡Sí! ¡No te la puedo creer! ¿Cómo me vengo a olvidar? Y yo que todavía no reservé las putas y el salón. ¡Pero la reputísima madre que me re mil parió! A mí sólo se me ocurre tomar como un descontrolado la noche anterior a todo esto. ¡Pero qué hijo de puta que soy! ¡Qué pedazo de forro! No sé cómo mierda voy a hacer con todo en este estado deplorable. Ahora sí. Vomito. Vomito. ¡Aghhhhhhh! ¡Hgaaaaaa! Uf. No doy más. Estoy hecho mierda. Pero en serio. No tomo nunca más en mi puta mi vida. Lo juro por mis hijas. Palabra. Así no puedo levantarme nunca más. Ya no estoy para estos trotes. Estoy por cumplir los cuarenta. Dos nenas, una de cuatro y la otra, dos años. Una mujer histérica, pero hermosa. Tengo que reconocer que todavía está entrable la guacha. Se mantiene intacta a pesar de los dos embarazos. Y sexualmente está hecha una fiera. Como que encontró su clímax. Mejor para mí. Obviamente. Bueno. Frenemos acá que se me está parando. Sí. Decía que tengo un buen trabajo, un buen sueldo. No. Esto se termina ya mismo. Mi última resaca de toda mi puta vida. Ahora un Alikal y a enfrentar el día como macho. ¡Ah, te gusta ponerte en pedo!, ¿eh? Te gusta la papita con azúcar. Entonces aguantate la resaca, cagón. —¡Shh! Bajá la voz que vas a despertar a las nenas. No seas pelotudo. —Uy. Si. Perdón mi amor. ¿Qué hora es? —Son las cinco y media de la mañana. ¿Qué, todavía estás en pedo? —Sí. Un poquito. Pero estoy más descompuesto que borracho. —¿Cómo estuvo la despedida de soltero del Rata? —¡¿Qué?! —Y al final tampoco me contaste nada como te fue con el Informe de Finanzas. —… --- Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado en el año 2021.

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Récord

La tarde se escondía tras los morros para darle paso a la noche. Yo intentaba dominar mi preocupación con respiraciones largas y profundas. El tiempo se me terminaba. Mi récord corría peligro. La sangre continuaba derramándose como nunca. Yo seguía sin poder retirar el cuchillo del abdomen de mi cuarta víctima del día. --- Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado en el año 2021.

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Las sábanas

Haberme errado ese penal, en el último minuto de la final de la Copa, me trajo muchos problemas con la barra brava del club. Es que los muchachos no se lo tomaron a bien y se pusieron violentos.Igual lo que rescato de todo esto fue lo que vino después. Los médicos me avisaron que si consiguen una prótesis ortopédica hay posibilidades de que vuelva a caminar. No dijeron nada de volver a jugar al fútbol porque está claro que sería imposible. Lo que sí me recomendaron es que me ponga a escribir. Al psicólogo lo rechacé de una y me dijeron que tenía que canalizar mis sentimientos de alguna manera.Creo que sería buena idea ponerme a garabatear letras, porque desde ese fatídico momento sueños todas las noches que asesino a mi esposa y a su amante en la cama. Y todas las mañanas me despierto con las manos llenas de sangre. Algún día me compraré un cuaderno y cambiaré las sábanas. --- (1) Cuento finalista del 10° Concurso de Microrelato de Terror y Gore (2016) que organiza el Festival de Cine de Terror de Molins de Rei, Barcelona, España Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado en el año 2021.

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El robo

Nunca sentí tanto temor en mi vida como esa mañana en el Banco Francés, y eso que estuve en muchos procedimientos catalogados “Peligrosos Clase 1”. Como en la toma de rehenes en esa vivienda de Caballito, donde tuve que negociar con los captores mano a mano y llevarme todo el crédito por reducir a los delincuentes. O esa vez que desalojamos una torre de edificios tomada en Soldati. Ahí sí que nos tiramos de lo lindo con los “ocupas”. En ninguno de los dos casos tuve miedo, sino que sentí euforia y adrenalina. Los mismos sentimientos que sentí durante más de treinta años de servicio en la fuerza. Pero esa mañana fue distinto. Yo me encontraba en el banco esperando mi turno, como hago todos los días cinco de cada mes, cuando voy a cobrar la mísera pensión por retiro que me dieron. El día estaba agradable y el sol ya había ganado todo el cielo. Yo me encontraba parado detrás de unos señores mayores que no paraban de hablar ni un minuto de política (no hay tema que me interese menos en la vida). Quizás, si hubieran hablado del partido de Rugby entre Los Pumas y los All Blacks, a lo mejor me hubiese puesto a opinar. Llevaba más de media hora esperando en la cola y había empezado a ofuscarme un poco, igual que me pasa cada mes. En este banco, también esos días, cobran los del Parque Industrial y se pagan los sueldos de los empleados del estado. El lugar se convierte en un gallinero público. Cientos de voces pugnando por sobresalir. Cientos de historias esperando a ser contadas una y mil veces. Las mismas caras de siempre. Los mismos relatos de vida y chismes mundanos. Algunos los sé de memoria. Creo que fui el único que sospechó de esos dos sujetos que ingresaron hablando en un tono más elevado que el resto de los clientes. Algunos de ellos se dieron vuelta a mirar quiénes eran estos tipos, pero enseguida volvieron a lo suyo. Yo sabía que algo raro iba a suceder con esas personas. El olfato de policía no lo perdí, aunque hace más de cinco años que me retiré. Lo que los delató fue simple de percibir para uno de nosotros; no encajaban con el resto de las personas en el banco. Sus formas de observar las instalaciones mientras seguían hablando. Estaban calculando, midiendo la situación y el ambiente. En ese momento, los músculos se me tensaron y ahí fue cuando comencé a sentir una oleada de temor que me recorrió todo el cuerpo.  El disparo que rebotó contra el techo hizo que me sobresaltara, y creo que fui el primero en tirarse al piso cuando lo ordenaron. Es más, me parece que me anticipé a la orden. La gente comenzó a gritar, y un segundo disparo al aire acalló el bullicio. Todos obedecieron arrojándose al piso como clavadistas olímpicos. Hay dos cosas que me parecen absurdas en los robos a bancos con pistolas. La primera es que siempre los ladrones, para dar inicio al asalto, disparan al techo, justo por encima de ellos. Algún día se les va a caer un pedazo de concreto en la cabeza y va a ser digno de un cuento de García Márquez o de Cortázar. La segunda, y pienso que está muy relacionada con la primera, es que las personas, es decir, los rehenes, cuando se tiran al piso, se tapan enseguida la cabeza con las manos. Como si esto fuera protección contra un disparo certero y mortal. A lo mejor lo hacen para protegerse por si se cae un bloque del techo cuando los ladrones ejecutan los disparos. Enseguida del segundo tiro al aire, el que parecía mayor de los dos ladrones tomó el liderazgo y comenzó a dar órdenes. Se acercó al sector de las cajas, les entregó una bolsa de consorcio y les ordenó a los empleados del banco que la llenaran sin decir una palabra. El que parecía menor, ya había dado la vuelta y estaba del lado de los cajeros, también llenando la bolsa con dinero y controlándolos. Les preguntó si había cámaras y cuando se las señalaron no pareció importarle. Las miró unos segundos y volvió a su trabajo. También les preguntó por el sistema de alarma de aviso a la policía y si alguno había sido tan estúpido como para accionarlo. Los empleados, dos muchachos que no llegaban a los treinta años, y una señorita que parecía recién salida de la escuela secundaria, dijeron al unísono que no. Pasó todo muy rápido. El asalto duró nada más que cinco minutos, pero a mí me resultó una eternidad. La cabeza me estallaba de planteos. ‹‹Tenés que hacer algo››, me decía una dulce y decidida voz en mi interior. Al rato escuchaba: ‹‹ No seas idiota y quedate tirado dónde estás. ¿Vas a arriesgar tu vida por las migajas que te pagan por haber servido a la sociedad durante tanto tiempo? ››. No sabía qué hacer. Hubo momentos en que ganó el héroe que llevo dentro. Tenía una pequeña navaja en el llavero del bolsillo del pantalón. Una Victorinox, esas que tienen un montón de cosas. Si actuaba rápido los podía reducir a los dos sin problemas, como hice aquella vez en la toma de rehenes. Obvio que esa vuelta tenía todo un equipo atrás que me estaba cuidando la espalda, y francotiradores por todos lados, que al mínimo movimiento de los delincuentes empezarían a disparar. También era joven. Ahora estaba solo, rodeado de gente asustada que no paraba de gemir y de rezar. Miré a mi alrededor muy despacio, procurando que no me descubran y alcancé a ver, muy cerca de donde me encontraba, a tres jóvenes que me podrían servir de apoyo. Traté de llamarlos con la mirada, pero no levantaban la vista del suelo. Una señora de unos setenta años estaba observándome, vaya a saber desde cuándo. Nuestros ojos se cruzaron por un instante y pude ver el brillo de su pesar. Su rostro reflejaba miedo y una tristeza que iba más allá de la situación actual. Movió de manera sutil la cabeza de un lado al otro en señal de que no lo haga. En breve todo terminaría y volvería a la normalidad, como si el robo al banco nunca hubiera ocurrido. No me podía quedar así. Mi orgullo me lo impedía. Volví a mirar a los ladrones y noté que el líder estaba controlando la calle por una de las ventanas, a pocos metros de donde me encontraba tirado. Ése era el momento para actuar. Otra vez la vocecita en mi mente. ‹‹ No te hagas el héroe. ¿Sabes cómo terminan los que se hacen los héroes en este país? Envueltos en una bolsa negra y vestidos con un traje de madera ››. Lo sabía muy bien. He perdido a varios compañeros en acción, pero era nuestro deber. Tenemos un compromiso con la sociedad, la obligación de protegerlos de actos delictivos. ‹‹ ¿Y el compromiso de la sociedad para con vos? Ocho mil quinientos pesos que no te alcanzan para pagar el alquiler del monoambiente y comer una semana. ¿Te vas a sacrificar por ocho mil quinientos pesos? ››. Entre reflexiones y angustias acumuladas, me replanteaba otra vez qué hacer. Si no actuaba la conciencia me lo recriminaría tarde o temprano, y si actuaba podría terminar muerto. Pensaba y pensaba mientras seguía tirado en el piso sin moverme. No tengo mucho que perder en la vida. Vivo solo en un departamento de dos por dos. Mi exmujer ya formó una nueva familia, con dos hermosos chicos que se parecen mucho a ella. Mi única hija no me dirige la palabra desde que discutimos unos meses atrás sobre su futuro, y amigos me quedaban pocos. Los buenos están muertos y los restantes, mejor perderlos que encontrarlos. Entonces decidí intervenir sin perder más tiempo. Me llevé la mano derecha al bolsillo del pantalón, con mucho cuidado y sigilo, agarré la navaja con los dedos anular e índice. La desplegué y comprobé su filo. Era suficiente para traspasar la carne del cuerpo de los ladrones en caso de ser necesario. Junté muy despacio las rodillas contra mi pecho para tener más balance a la hora de pararme, y esperé a que el ladrón que estaba del lado de los empleados del banco se descuidara. Al que estaba mirando por la ventana ya lo daba por hecho que lo reduciría en segundos sin problemas. Sería muy fácil y rápido, y éste no tendría tiempo de pensar que le estaba pasando. El que me preocupaba era el más joven que lo tenía a una distancia peligrosamente inalcanzable. Pero sabía que una vez que cayera el líder, iba a ser más sencillo controlar y reducir al subalterno. Sería cuestión de convencerlo que dejara todo como estaba y se entregara, porque no tenía escapatoria. En ese momento, del lado de las cajas empezaron a escucharse unos gritos. Alcé la vista y observé a uno de los delincuentes discutir y forcejear con uno de los dos cajeros. El ladrón que estaba contra la ventana se acercó corriendo. Acto seguido se oyó un disparo. El pobre empleado cayó muerto de un tiro en la frente ante la atenta mirada de todos. No pude hacer nada. El cuerpo se me paralizó. No logré mover un dedo. Dejé que mataran a ese chico. Podría haber actuado cuando empezó el forcejeo, o incluso mucho antes. Más tarde comprendí que ya estoy viejo para estos trotes. Estoy viejo para vestirme de héroe. Los delincuentes pasaron corriendo por delante de todos nosotros y se perdieron en la ciudad. Yo seguía sin moverme, reprochándome la muerte del empleado. De este joven muchacho que tenía toda una vida por delante. Yo era el culpable de lo que le sucedió. Yo tendría que haber muerto en lugar de este chico. Si hubiera tenido un poco más de coraje la historia sería otra y a lo mejor ese inocente chico ahora estaría abrazándose con su madre o su novia, en lugar de estar enterrado en un cementerio. En eso siento que me tocan el hombro, levanto la vista muy despacio, y veo a la señora mayor de los ojos tristes que me tiende una mano y me ayuda a incorporarme. Con su mirada me dice que todo había pasado. Que mi tiempo había pasado. Que ya nada volverá a ser como antes. Los días de gloria se habían extinguido. Todos los meses vuelvo al mismo banco a cobrar mi pensión, y me pongo a conversar con las personas de la fila, que son casi siempre mayores que yo. Me siento más a gusto. Nuestro tema preferido es la política y lo difícil que está la situación del país, sobre todo con la inseguridad. Uno nunca sabe cuándo le pueden robar los sueños. Como esa mañana que entraron esos tipos a este banco y… ‹‹ ¿Se acuerda, Don? ››. --- Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado en el año 2014.

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La soledad del alma

Siempre consideré que aquellos que deseaban morirse eran seres desagradecidos de la vida. Sin embargo, hoy puedo afirmar sin ningún pudor ni orgullo perdido que, acallar para siempre esta mente perturbada y sin esperanzas es el único anhelo que me queda. No existe nada peor que sufrir la soledad del alma. Uno se consume por dentro de una manera tan trágica y fatídica que, en varios momentos, llega a considerar la posibilidad de un suicidio, para así terminar con ese eterno sufrimiento y silenciar de una vez por todas los pensamientos. Ponerle una mordaza al ser interior que nos avasalla con planteos y sentimientos de dolor y pésimas interpretaciones de los hechos ocurridos. Ni siquiera puedo disponer de este último deseo. Ojalá fuera distinto. Ojalá consiguiera de una vez por todas ponerle fin a una existencia, si es que se la puede referir como tal, que ya no tiene razón de ser. Espero algún día encontrar la paz que creo merecer porque no hice nada tan malo en mi vida para soportar semejante injusticia y padecimiento. Ni siquiera el accidente que me llevó al estado donde me encuentro ahora fue por mi culpa. Lo recuerdo muy bien, al igual que recuerdo los días posteriores sin poder mover un músculo de mi cuerpo. Tal como estoy ahora. Tengo y tuve plena consciencia de todo. Del camión embistiendo de frente a mi auto en el cruce de las rutas 7 y 30. El dolor insoportable después de la colisión. Los gritos de auxilio de las personas que se iban acercando. El lamento ahogado de manera desesperada que no podía emitir. Todo. Cada instante lo tengo grabado. Me acuerdo cuando llegaron los paramédicos y me subieron a la ambulancia. ‹‹Está inconsciente pero viva. Hay que llevarla urgente al hospital ››, decían. La llegada a la sala de urgencias. Las interminables y maratónicas operaciones para salvar lo que quedaba de mi organismo. Pero sobre todo recuerdo, y es como un puñal clavado en el medio del alma, la interminable, perpetua y solitaria espera. El doloroso y mortal silencio. ‹‹ Lamento decirles que entró en estado de coma después de las operaciones y no podemos saber cuándo va a despertar. Sólo les pedimos paciencia y que la acompañen en este difícil momento. ››, decían los doctores a mis familiares. ¡Paciencia! ¿Cómo podían pedir paciencia? Yo sentía todo. Vivía todo, y no podía hacérselos saber. Sentía las caricias de mi madre, mientras secaba el sudor de mi frente con un pañuelo. Su dulce y tierna voz al decirme que iba a ponerme bien. Cómo olvidarme del llanto desconsolado de mi padre. Nunca en mi vida lo había visto llorar. En ese entonces tampoco lo vi, pero lo sentí. Cómo no pensar en la promesa de mi amado esposo, que me esperaría por siempre. Fue el hombre que elegí para pasar el resto de mi existencia. ‹‹ En la dicha y en la enfermedad››, dijo el Padre Julián cuando nos unió en sagrado matrimonio. Él se quedó al lado mío hasta que no aguanto más. Extraño sus ojos. La manera como me miraba. Extraño verlo sonreír. Cada segundo de mi mísera vida después del accidente lo tengo guardado en un libro dentro mío que quisiera desecharlo, pero, contra mi pesar, no puedo. No pude moverme. No pude hablar. No pude comunicar que seguía allí con ellos. Que seguía siendo la misma de siempre, aunque notaba que estaba cambiando, que algo se estaba rompiendo. Era presa de mi propio cuerpo, ahora soy presa de mi mente. Llevo cuatro años muerta. Cuatro años desde que se apagó la luz. En ese tiempo pude comprobar que la peor sentencia para un ser humano es ser condenado a una soledad eterna. --- Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado en el año 2014.

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Sueños recurrentes

Su pasado apareció en sus sueños otra vez, como lo venía haciendo desde hace un tiempo. No recordaba desde cuándo, pero llevaba unos días con lo mismo. Todos los detalles y recuerdos de su vida. Cada palabra, cada respiración, cada mirada, cada sentimiento, cada sensación. Todos aquellos momentos, que estaban archivados en un disco duro, se reproducían en su subconsciente. Al principio pensó que eran sueños comunes, sin ningún sentido, como la mayoría de los que tenía hasta ese entonces. Lugares oscuros. Sonidos nuevos y conocidos a la vez. Pero a medida que soñaba, noche tras noche, fue percibiendo y recordando que, esas imágenes que se le aparecían mientras dormía, era su propia vida. ‹‹Vivir dos veces la misma vida, ¿Quién pudiera? ››, pensaba cuando se levantaba por las mañanas. Como no quería olvidarse de nada comenzó a anotarlos en un cuaderno, en la página de la izquierda escribía lo que recordaba de su pasado y en la de la derecha el sueño tal cual transcurría. Con este método descubrió varias cosas. Primero, que tenía muy pocos recuerdos de su infancia, sólo vagas imágenes que no podía asociar a ningún año en particular. Segundo, que, de su adolescencia, etapa que marca a las personas para el resto de sus vidas, sólo recordaba los momentos catastróficos. Pero el descubrimiento más grande que hizo gracias a su detallado registro fue que cada hora soñada equivalía a un día vivido de su pasado. Esto último le llevo un tiempo evidenciarlo. En aquella época dormía cinco horas por noche. Su metabolismo había cambiado por alguna razón que él no podía comprender y con ese cambio también se modificaron sus horas de sueño. No podía acostarse nunca antes de las doce de la noche porque no se dormía. Daba vueltas y vueltas en la cama sin poder relajarse y se despertaba todos los días a las cinco de la mañana, cuando llegaba al final de una nueva semana revivida, sin necesidad del reloj despertador, Las dos horas de siesta que dormía por las tardes le ayudaban a completar los siete días. La clarificación de sus visiones lo llevó a calcular que, a ese ritmo, antes de cumplir treinta y nueve años, sus sueños alcanzarían a su vida presente. No le dio importancia. Lo único que le preocupaba era que su pasado continuara manifestándose todos los días. De esta manera, volvería a disfrutar todas aquellas ocasiones en la que había sido feliz de verdad. El día que soñó con su primera semana en el jardín de infantes anduvo distraído en su trabajo. Había sido una experiencia bastante traumática en su niñez y también lo era ahora, en su etapa adulta. Separarse de su madre todos los días no le hace gracia a ningún niño de tres años. Sin embargo, el hecho que le hizo reafirmar de manera definitiva la relación entre sus sueños y su vida llegó con la semana de su primer beso. Tenía doce años y había empezado a darse auto placer cuando se bañaba antes de acostarse. Con ese hallazgo de su sexo también sobrevino el deseo de besar en la boca a una chica, y la indicada era Marita, su compañera de curso quien cambiaba besos por dinero con los chicos más grandes de la escuela. Para juntar la plata trabajó duro en el taller que tenía su abuelo en el garaje, lo que le valió que éste le pagara diez pesos por el trabajo. Le pidió si le podía pagar el viernes, antes de ir a la escuela. —¿Cuál es el motivo por el que querés la plata hoy y no mañana como habíamos quedado? —Es que estoy ahorrando desde hace mucho tiempo para comprarme la camiseta de Boca original y con la plata de esta semana, más lo que me va a dar mamá, llego justo —le mintió—. Además, la quiero ir a comprar antes de ingresar a la escuela para que todos mis compañeros la vieran. —¿Cuánto te falta para completar el precio de “la 10 de Maradona”? —le dijo el abuelo. —Mamá me prometió que hoy me iba a dar otros diez pesos más. Entonces el abuelo abrió un cajón y le entregó un billete de veinte pesos. —Tomá. No le digas nada a tu madre y andá a comprarte la remera ahora. Revivió en el sueño cómo había salido corriendo desde lo de su abuelo, aparentando apuro y ganas, pero lo que hizo fue dirigirse hacia la casa de Marita y entregarle los veinte pesos con la promesa que en el primer recreo le daría un beso delante de todos. —Está bien —le dijo Marita—. Pero esto solamente te alcanza para un beso de cinco segundos y sin lengua. —Hecho —le contestó y salió disparado para su casa. ‹‹Que lindos recuerdos››, pensó cuando despertó esa mañana. ‹‹Una de las mejores semanas de mi vida y casi ni la recordaba››. Los sueños, los recuerdos, su vida pasada le iban sucediendo mientras descansaba por las noches y en las siestas de la tarde. Pensó si sería el único en el mundo que poseía este don. El temor que le generaba la posibilidad de dejar de soñar su vida fue desapareciendo con el tiempo y llegó a la conclusión que el momento más maravilloso del día era mientras estaba durmiendo. Cuando Morfeo le convidaba con una cucharada de exquisito y veraz pasado. Como disfrutaba cada vez más de su vida mientras dormía, empezó a agregar horas de sueño. Decidió que dormiría doce horas por día. A causa de esto, su metabolismo volvió a cambiar y comenzó a perder peso. Pero a esta altura, no le importaba nada de su presente, sólo quería llegar a su casa cuando salía de trabajar y poder irse a la cama lo antes posible. Perdió el interés en escribir sus sueños en el cuaderno, ya no le encontraba un sentido. Ahora se dedicaba a disfrutar de sus mañanas, cuando rememoraba sus noches. El día que se recibió de Contador Público fue uno de los más felices. Sabía que estaba por llegar así que se preparó para la ocasión. Quería que fuera un sueño placentero, sin ningún tipo de interrupciones. Lo invadió la ansiedad y estuvo a punto de faltar al trabajo, pero al final eligió esperar y dejarlo macerar las ocho horas que duraba su jornada laboral para que tome cuerpo. Estaba tan contento que en la oficina no se podía contener. Quería revivir el instante preciso cuando el profesor de Auditoria le estrechaba la mano y le decía: ‹‹Fernández, fue un placer tenerlo como alumno, ahora será un honor tenerlo como colega. Lo felicito Contador›› . No pudo resistir más y se fue a su casa antes de terminar su turno. Cuando llegó, desconectó el teléfono, cerró todas las persianas, puso música suave y se entregó al día en que toda la sociedad lo empezaría a llamar Contador. Cuando se despertó no pudo contener las lágrimas, esas mismas que había derramado junto a su madre cuando se abrazaron afuera del aula. En esa época, su madre ya estaba enferma y no tardaría en morir, pero el recuerdo de ese instante lo tendría guardado para siempre, más aún ahora, que lo había vivido otra vez. La pesadilla del día de la muerte de su madre no la pudo evitar. Sabía que no podía hacerlo y que era parte del juego. Le tocó un sábado, así que decidió dormir todo el fin de semana para que esos días pasaran lo más rápido posible. Soñarlo fue tan desgarrador como cuando sucedió. Se despertó bañado en sudor y con el corazón galopando en su pecho a mil por hora. Luego de ese hecho, su vida pasada dio un giro de trescientos sesenta grados. Fue muy difícil reponerse, pero pudo superarlo y continuar viviendo de la mejor manera. Soñó el día en que prometió que dejaría de llorar la pérdida de su madre, porque ella no lo querría ver abatido y empezaría a hacer aquello que lo hiciera feliz porque sabía que eso la llenaría de orgullo donde quiera que su madre esté. La obsesión por los sueños se hizo cada vez mayor. A las doce horas que dormía por día, le agregó dos horas más. Se la pasaba durmiendo y reviviendo su pasado. La mañana que se despertó luego de haber soñado con su ascenso a Vicegerente de la empresa, teniendo tan sólo treinta y cinco años, se le vino a la mente una idea reveladora. Faltaban tres años de sueños para llegar al momento presente y llegó a la conclusión de que una vez que esto sucediera, comenzaría a soñar el futuro. Esta idea empezó a consumirlo de tal manera que no lo dejaba pensar en otra cosa. Sólo tenía un objetivo: llegar al presente en sus sueños. Su obsesión le jugó en contra y ahora no lograba dormir más de siete horas por día. Se despertaba en mitad de la noche y se desvelaba. ‹‹ ¿Cómo puede ser que me pase esto justo ahora? Ya casi lo tengo. Casi lo logro. Solo unos meses más, por favor, unos pocos meses más›› , imploraba mientras buscaba una solución a su terrible problema de insomnio. Se tomó vacaciones en su trabajo, de esta manera tendría también el día para intentar dormir y soñar. Pero no había caso. Sólo lograba permanecer dormido nueve horas y nunca seguidas, por lo que su pasado se veía interrumpido en mitad de momentos importantes para continuar horas después, cuando lograba relajarse y volver a conciliar el sueño. Quería solucionar lo más rápido posible su problema entonces decidió visitar a un médico. —Doctor, no puedo dormir. Creo que me cambió el metabolismo y no logro pegar un ojo por las noches. Llevo varios días desvelado. No me podría recetar alguna pastilla porque no aguanto más, estoy desesperado. Vio en el rostro de su doctor la preocupación y la urgencia que le había transmitido con su ponencia segundos antes y atisbó una pequeña posibilidad que éste lo ayudara con su drama. —Mire Fernández, tómese una de éstas después de cenar y verá como vuelve a dormir como un angelito. Y no se preocupe, que lo que me cuenta les pasa a todas las personas. Es lo más normal del mundo. Le recomiendo que empiece a meditar o a hacer algún ejercicio, le va a ayudar con su problema de insomnio. Esa noche se tomó la pastilla después de comer, como le había indicado el doctor. Sólo fueron diez horas, pero se conformó. Aunque luego de tres días, eran insuficientes y aumentó la dosis a dos pastillas por noche. Con esto logró dormir trece horas. Cuando estaba despierto hacía todo lo posible por estar dormido. Escuchaba música, bebía leche tibia, meditaba y corría en una cinta. Pero no podía acrecentar el tiempo que estaba soñando. ‹‹Falta poco. Ya llega el día. Un mes más. ¡Vamos que vos podés! ››. Volvió a aumentar la dosis. Esta vez fueron cuatro pastillas, sin embargo, no hubo ningún incremento en sus horas de sueño. Algunos días llegaba a catorce, aunque él pensaba que eran vagas excepciones y puras casualidades. ‹‹Tengo que encontrar otro método para poder dormir más››. Buscó en internet y encontró a un curandero que decía tener un sistema infalible para combatir el insomnio.  Lo llamó por teléfono y reservó una cita para el día siguiente con carácter de urgente. Una vez en el consultorio, le explicó que quería encontrar la forma de poder dormir más, sin darle detalles del verdadero motivo. —Le prometo que si logra hacerme dormir por lo menos veinte horas por día le pago el doble de lo que vale la consulta. El curandero lo miró un momento y luego se paró. Se dirigió hasta el armario que tenía a sus espaldas. Agarró un frasquito de color esmeralda y lo colocó en la mesa, entre ambos. —¿Qué es esto? —Esto señor, es lo que le va a hacer dormir el tiempo que quiera. Es un preparado que conseguí de una tribu del Amazonas en mi último viaje por esas tierras. Los nativos lo usan con sus ancianos para que no sufran la muerte y lleguen al más allá teniendo sueños placenteros. —Sí, eso quiero. Soñar, pero no me quiero morir en el intento. —No es un veneno, señor. Si usted lo utiliza de la manera en que yo le voy a explicar no debería preocuparse por nada. Aunque debo advertirlo que es muy peligroso. Sólo debe tomar una cuchara por día, no más. Los efectos de esta pócima en cantidades mayores son desconocidos. —No se preocupe. Una cuchara por día —dijo mientras tomaba entre sus dedos el frasco que lo llevaría al futuro y dejaba un cheque sobre la mesa. —Acuérdese que sólo… —Buenas tardes. De vuelta, en su casa, la ansiedad y la alegría se le mezclaron en su cuerpo. Se metió en su cuarto y se acomodó en la cama, dispuesto a tener la mejor noche de su vida. Bebió de un sorbo el frasco entero y apoyó su cabeza en la almohada. El sueño se apoderó de él en un instante y su vida transcurría más rápido que de costumbre. Los recuerdos se amontonaban en su mente. Se vio a sí mismo charlando con su médico y tomando cantidades descomunales de pastillas. Volvió a escuchar las recomendaciones del curandero. ‹‹Sólo una cuchara››. Sintió otra vez, cómo un sueño pesado lo apresaba en sus recuerdos. ‹‹Sólo una cuchara››. Soñó como su vida continuaba, tal como él lo había imaginado. El retiro de la empresa, la muerte, su propia muerte. Soñó el final y soñó el principio. Volvía a nacer. Y moría. El círculo de su vida giraba a velocidades infinitas y ya no podría detenerse. Una y otra vez millones de recuerdos pasaban en un segundo por su mente. Y allí se encontraba, el hombre que tuvo el don de soñar su propia historia, mientras vivía el presente. Allí estaba. Soñando una y otra vez su vida. Viviendo una y otra vez sus sueños. --- Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado en el año 2014.

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Al llegar la noche

Existe un lugar en el mundo en donde, al llegar la Noche, los sentimientos persistentes de tristeza, ansiedad y vacío se apoderan del hombre. Solo al llegar la Noche. La desesperanza, el pesimismo, la impotencia y la inquietud no nos permiten descansar como deberíamos, después de un largo día agotador y sumiso. En ese espacio, al llegar la Noche, nos invade una pérdida de interés de las actividades o pasatiempos que antes disfrutábamos. La fatiga y la falta de energía hacen que se desee dormir con tantas ansias, pero el insomnio, les presenta cara en las puertas mismas del sueño o pesadillas recurrentes. Pero solo al llegar la Noche. En esa hora, en la que el silencio oculto detrás de cualquier rincón espera al asecho, y una vez que sale al encuentro de las almas perdidas, genera las condiciones necesarias para aplacar los miedos y entregarnos por completo al descanso. O no. En aquel territorio somos esclavos de la Noche. Sus frías y estrechas estructuras no nos dejan ser como quisiéramos ser, o como hubiéramos querido ser. La muy denodada aparece vestida con los mejores disfraces que encuentra en su armario. A veces se presenta como Nostalgia, llevándonos por caminos de necesidad de anhelo por el tiempo perdido. Por ese momento pasado que, sabemos en lo más profundo de nuestras entrañas, que no recuperaremos jamás. Cansados estamos de sufrir por el hecho de pensar en ese algo que, en otra etapa se ha tenido (o vivido), y ahora ya no se tiene (o no se vive). Está extinto para siempre, o lo que es peor para el espíritu masoquista del ser humano, es que ese algo ha cambiado, ha mutado de forma y aspecto y no tenemos (o tuvimos) el coraje de hacer nada para que suceda (o sucediera). Odiamos a la Nostalgia, pero a la vez la deseamos. Sentimientos contradictorios si los hay. Y la Noche lo entiende de esta manera. ¿Cómo lo va a entender, sino? Saca a relucir sus mejores vestidos nostálgicos. Sale (o viene) a representar su mejor papel melancólico en esta obra que se ha dado en llamar Vida. Y nosotros, que somos sus víctimas preferidas, que solo pensamos que somos simples mortales condenados a la sombra, y que encima, le tenemos terror a la lobreguez, aceptamos su actuación. La condenamos, pero a la vez, la aplaudimos de pie. No nos importa hacer el ridículo ante nosotros mismos (o ante ella, la Noche). Silbamos bajo a modo de prueba de que continuamos vivos. Con miedo, pero vivos. Nostálgicos, pero vivos. ¡Ay! Como nos conoce la Noche. ¡Vaya, si nos conoce! Y cómo nos conduce hasta su guarida. Su manto de oscuridad es la pócima perfecta que bebemos todos, al llegar la Noche, con sus jugos cargados de un veneno letal, que nos va comprimiendo de a poco. La Noche hace que este elixir sea ingerido por nosotros en dulces cucharadas nocturnas, en aquel distrito, en su distrito, para sentirnos nostálgicos, hasta que venga a por nosotros, para recorrer el último pasillo oscuro en este mundo. Juntos, a la par. Caemos siempre en sus trampas y no somos capaces de liberarnos de sus fauces. Ese sentimiento de creer que antes estábamos mejor que ahora, y que después, también estaremos mejor que ahora, son los efectos colaterales que tenemos que pagar por aceptar este exquisito narcótico. Pero como casi siempre, y digo “casi”, porque de siete noches que tiene la semana en esta zona, por lo menos en cinco (si no me quedo corto con la cuenta) la Noche repite vestuario. La Nostalgia. En las otras trata de superarse, de innovar (a veces improvisa) otros papeles también letárgicos y altaneramente peligrosos. A veces se disfraza de Culpa, al caer la Noche, no dejando que siquiera podamos cerrar los ojos en lo que dura su corta existencia horaria, por miedo al dolor y al sufrimiento eterno. En esas noches, en ese lugar, nos abraza con el sentimiento que ha dejado libre a la emoción negativa de experimentar la creencia de haber traspasado los límites personales de las normas éticas de convivencia con el resto de la sociedad. Aun cuando en la realidad (solo en nuestra realidad) hayamos hecho aquello por lo que nos culpamos o no, de la manera en que lo pensamos. Pero una vez que aloja la semilla de la duda y la culpabilidad en nuestro interior, es muy difícil que no llegue a germinar, porque nuestra mente es un campo muy fértil para estos cultivos, y es todavía más difícil, que una vez crecida esta especie, sus espinas de la intolerancia personal (es decir, para sí mismo), no nos vuelvan a pinchar una y otra vez a lo largo de los días (en especial, de las Noches) que nos resta por vivir. Llega un punto en que nos debemos preocupar de verdad al llegar la Noche. Ese momento es cuando otra vez, guiados por nuestros remordimientos, bebemos otro cóctel, mucho más corrosivo y traicionero que el anterior, ya que este contiene una medida de Nostalgia, una pizca de Orgullo Perdido, y unas terceras partes de Culpa. Mezclar la Culpa, la Nostalgia y el Orgullo es nocivo para la salud. Debería estar prescrito en todos los paquetes de Vida, ya que, cuando este líquido pasa por nuestra garganta y se instala en nuestro organismo, lo inconsciente pasa a ser consciente en un santiamén y no somos capaces de distinguir entre una cosa y otra. ¡No les digo que es muy peligrosa la noche en su territorio! Nos confunde de tal modo que la consciencia moral pasa a ser la dominadora, no solo de las Noches como propias, sino de todos los días (como propios), y la vergüenza que experimentamos para con la vida, traschoca con nuestros valores más arraigados que traemos de la infancia, y es en esos instantes que nos damos cuenta inconscientemente (es decir sin darnos cuenta de manera consciente), que estamos perdidos, porque la culpabilidad mórbida no nos deja adaptar nunca al medio. Es destructiva como la peor bomba jamás creada por el hombre, porque ésta actúa como implosión. Pero al atuendo que más respeto le tengo a la Noche, es al traje de la Soledad que se pone de vez en cuando, en los momentos que se encuentra aburrida de representar siempre los mismos papeles. Esta Soledad nocturna, con lentejuelas y encaje, permanente e imperante, por elección o por imposición. Es la madre de todas las Noches. Cuando aparece vestida de este modo, no nos deja otra alternativa que resignarnos a una enfermedad con muy mala prognosis si no sabemos distinguir lo bueno de lo malo de este ajuar. ¿Hay esperanzas? Claro, que las hay. ¿Podemos escapar a la Soledad? No, no podemos, pero podemos aceptarla tal y como es. Podemos convivir con ella, entendiendo que, aunque estaremos aislados del mundo sin comprender por qué, y el dolor sea tan intenso que deseáramos que salga el sol en el medio de la madrugada, seremos capaces, y tendremos el tiempo suficiente, que no tienen los condenados a muerte, para enfrentar a nuestros miedos más profundos, a aquellas Noches que vengan vestidas de Nostalgia, de Tristezas, de Angustias, de Culpas o de lo que quieran venir, como nunca antes los hemos enfrentados. Tendremos el valor necesario para decir que, aunque hemos tocado el fondo de la Noche, somos otra persona que ya no le teme a estar solo. Porque desde la Soledad consciente de las noches solitarias, ha salido la mejor versión del hombre. --- Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado en el año 2021.

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Como lo de Martín

No lo hice por maldad. Lo hice por experimentar. Quise saber que se siente matar a una persona. Entonces sin más, le partí un sifón de soda a un tipo que iba caminando delante mío. Era de noche y la oscuridad me ayudó a escapar y perderme sin ser visto. No sabría bien cómo explicarlo, pero ese sentimiento me vino de golpe. Era fines de abril. Me quería hacer un Gancia con limón y me faltaba la soda. Por eso salí hasta lo del Jorge que me quedaba a la vuelta. Al sifón lo traía en mi mano derecha, la mano hábil, y venía jugueteando con él. Cuando doblé en la Carlos Gardel me encontré con que estaba todo oscuro. Se habían cortado las luces de la avenida o no sé qué. Yo seguí mi camino. Me lo conocía de memoria y no hacía falta luz para llegar a mi casa, si quedaba en la misma manzana. En eso me pasa un flaco caminando ligero por mi izquierda. Y nada. Eso. Agarré el sifón y se lo estrellé en el medio de la cabeza. Cayó seco el pobre. Como una bolsa de papas. Lo loco fue que el sifón no se hizo ni un rasguño y la cabeza del tipo se partió en dos. Literalmente. Yo continué como si nada. A los tres días me enteré de que falleció en el Hospital Municipal después de agonizar. Que se llamaba Martín Urrutia. Que tenía 29 años. Hijo de buena familia, decía La Campaña. Casado con Paola Gómez desde hacía seis años. Que la pobre viuda estaba esperando al tercero. Ya tenían a la menor, Carolina de dos y el mayor, Ignacio de cinco. Que trabajaba en el Banco Comafi y que vivía a tan sólo cuatro cuadras de mi propia casa. Nunca lo había visto en la vida. Lo juro. Es más, la primera vez que lo vi fue en el diario el día después del sifonazo. Y también me lo crucé un par de veces en una foto pegada a un cartel, en alguna de las marchas por justicia que se armaron esos días y los que siguieron. No sé qué decir. Sería su hora y justo se cruzó conmigo y mis ganas de experimentar con el sifón y la muerte. La verdad, tengo que reconocer que se sintió bien en su momento y mi vida continuó igual que antes. Sin sobresaltos. Seguí yendo a jugar al fútbol con los compañeros del turno todos los martes. Alguna que otra cerveza en el Colón, o picada en el Mami, solo o con amigos. Eventos en la fábrica. Salidas a Shot Bar. Fiesta en Vallerga. Algunos jueves a Suipacha. A verlo a Luquitas los sábados a la mañana en la canchita de Once Tigres. Pero un par de veces me agarraron esas ganas de seguir con este juego que empecé con Martín. Es algo como que me viene de adentro. Parecido a un orgasmo o a una sensación de éxtasis, de placer. No sabría muy bien cómo explicarlo. Raro. Pero hermoso. Sin ir más lejos, el otro día casi me sale tirar a una mujer abajo del colectivo local cuando pasaba. Me contuve, no sé cómo. Quizás porque era de día. Quizás por otra cosa. Ni idea. No soy de pensarla mucho. Me agarran ganas de hacer algo y voy. ¡Pum! Listo, lo hice. Lo que sigue. Pero esto me estaba como persiguiendo. Cada vez tenía más y más ganas de matar a otra persona. Así que lo corté por lo sano y me dije, “ Si lo vas a hacer devuelta, que sea memorioso”. Que tenga un significado o algo. En pocas palabras, que sea legendario y que todos en esta ciudad lo recuerden por siempre. Entonces me puse manos a la obra. Lo primero fue elegir a la víctima. Me estuve debatiendo entre el género. Al final ganó femenino porque un masculino ya tengo en mi cuenta. Bien. Mujer. ¿Edad? Primero se me pasó que sea una vieja, pero no tiene mucho sentido, así que me incliné por una pendeja. No más de quince años o que los esté por cumplir. Eso sería más interesante. Que los padres le estén preparando la fiestita. Daría que hablar para rato. Hasta los de Crónica y TN se vendrían. Saldría en el Clarín y, porque no, haría eco en los medios internacionales. A lo Manson. Cuando pensé en la edad se me vino otra cosa en la mente. ¿Con o sin violación? Y la verdad que el tema de violarla me tienta, pero soy muy cagón y hay muchas variables que pueden salir mal. Tengo que hacer contacto físico y puedo dejar alguna evidencia. La chica podría gritar y que escuche alguien y que me vean y que se yo. No. Tiene que ser sencillo. Sin complicaciones. Como lo de Martín. Entonces hice un repaso de lo que tenía definido. A saber: una mujer, menor de quince años, sin violación. Ahora me faltaba lo más lindo, el “Cómo” lo iba a hacer. En este punto entré en un debate que me llevó días. No me definía. Tenía muchas opciones y todas me gustaban. Pero al final fui descartando algunas por ser casi imposibles o complicadas de realizar y me volqué a la fácil. Simple y parecido a lo primero. ¿Para qué improvisar ahora?, me dije. Todo bien con eso de que sea legendario y toda la bola, pero pensé, primero le agarro el gustito y después invento. Para la creatividad tengo tiempo. Bate de béisbol atrás de la nuca y fin del asunto. Quizás sea bueno llevar una cámara de fotos y hacer algunas tomas antes de rajarme. Se verá. Mi preocupación era de donde iba a sacar un bate de béisbol. Es medio sospechoso ir a comprar uno días antes de un homicidio justamente con un bate. Entonces la hice más fácil todavía. Fui por los campos y encontré un buen tronco, de esos pesados y maleables, pero que seguro va a servir tan bien o mejor que el bate. Digo, porque ni huellas va a dejar. Con todo el plan listo, salí a buscar a mi víctima. ¿Así tendría que llamarla? ¿Elegida? Ni puta idea. Caminé un rato largo por el barrio y nada. Fui hasta la Diagonal. Me alejé hasta el Centro, pasé por el Normal y ahí se me prendió la lamparita. Tenía que ser sí o sí una pendeja con guardapolvos. No me pregunten porque, o sí. Me la imaginaba llena de sangre en ese uniforme blanco inmaculado que usan. Esto se transformó en obsesión. Empecé a vigilar la escuela. Anoté horarios de entrada y salida de todos. Porteros, maestros, alumnos, directivos. Cuando llegaba y se iba la Guardia Urbana. Medí distancias. Tomé tiempos. Chequeé donde estaban las cámaras de vigilancia de la ciudad. Controlé también que no haya alguna cámara cerca de algún negocio privado, pero, para mi suerte, tengo al Centro de Empleados y la Plaza España, uno de cada lado. Nada de comercios ni eso. Me fijé quienes iban solas y quienes las llevaban sus padres. Quienes iban en grupo. Me convertí en un experto de esto, me parece. Un gran detective podría haber sido. Un genio. Hasta que un día la vi. Sí. Era ella. Tenía que ser ella. Iba a ser ella. Pelo negro. Largo casi hasta la cintura. Lacio. Algunas pecas en la cara. Ojos grandes, no llegué a distinguir su color. Mochila verde. Parecía de esas nenas inteligentes. Las tragas que le llamábamos en mis tiempos. Llegaba todos los días temprano a eso de las siete y cinco de la mañana en una bicicleta de tipo playera. La ataba en un árbol de la plaza. Ese era mi momento. Ni un alma en la avenida. El placero todavía no empezaba su turno. Los porteros estarían tomando mates. Los maestros y los directivos, ni sus sombras. Los demás chicos todavía durmiendo o desayunando en sus casas. ¿A quién se le ocurría llegar media hora antes de empezar las clases? A ella. A mi elegida. Todo redondo. El plan sería aparecerme justo cuando estaba poniéndole el candado a la bicicleta y ¡zas! Garrotazo atrás de la nuca, hacerme el boludo y seguir caminando. Todavía no habría buena luz natural. Eso jugaba a mi favor. Lo mejor sería que hubiera alguna neblina, pero eso no lo podía controlar. Definí un día. El martes que viene, dije, porque era el día que menos personas andaban por la calle. No me pregunten tampoco porqué. Pura estadísticas que saqué de mis vigilancias.   Y el martes que viene es hoy. Son las seis de la mañana. Estoy muy ansioso. Casi que ni dormí anoche. Tampoco me dieron ganas de comer algo. En poco más de una hora voy a tener otro orgasmo, perdón, otra experiencia mortal. Hacia allí me dirijo. Quiero llegar temprano así tengo todo más controlado. Salgo de mi casa. Todavía está oscuro. Hace un poco de frío. No hay niebla. No me importa. Pasan pocos autos por la Avenida Suárez. Eso está bien. Me lo imaginaba. Ya estoy por llegar. Veo la Plaza y el trampolín del Centro de Empleados. Ya llegué. Estoy en mi posición. Donde quiero estar. Haciendo lo que quiero hacer. Me siento un afortunado. Me acerco al banco azul de la plaza que da a la calle José Ingenieros. Me estoy cagando de frío o serán los nervios, no sé. Me siento y me paro. Hago unos saltitos. El palo lo dejé atrás del árbol, cerca de donde ella va a atar la bicicleta. Será simple y rápido. Cuando llegue voy a ir caminando, tranquilo, seguro, como si nada. Agarro el palo. Y listo. Hago lo que vine a hacer. Después lo revoleo al medio de la plaza y sigo hasta el centro. Quizás vuelva a mi casa, quizás siga caminando un rato por la ciudad. Se verá en su momento. Me doy calor en las manos con mi aliento. Ahí la veo venir. Me paro, pero enseguida me siento otra vez. Parece como que estaría haciendo gimnasia. Primero quiero vigilar bien, una vez más, de que no haya nadie. No hay nadie. No pasan autos. No pasan personas. Nadie por José Ingenieros. Nadie en la plaza. Nadie en la Suárez. Nadie en la vereda de la escuela. Ningún auto en los semáforos. Todavía no está tan claro. Ella está yendo a atar la bicicleta y yo estoy yendo a buscar el palo. Veo su pelo negro. Lacio. Todavía mojado. Su mochila verde. Su guardapolvo blanco. Su juventud perdida. Yo ya tengo el palo en mis manos y ella ya se puso a atar la bicicleta playera al árbol. Está agachada. No me puede ver. Pero yo sí. Muy claro. Muy presente. Miro otra vez para todos lados. Levanto el palo. Tomo aire. Calculo el golpe. Cierro los ojos. Pienso que nunca averigüé su nombre... Sigo caminando. --- Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado en el año 2021.

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El gol que más fuerte grité

Para ponerlos en contexto, les digo que soy un apasionado del fútbol. Nací a finales del año 1983, empecé a consumir este deporte a mediados de los 90 y soy muy fanático del Club Atlético River Plate de Argentina. El glorioso River Plate. Ahora, ¿qué pensarían si les digo que el gol que más fuerte grité en mi vida no fue uno contra Boca Juniors, su clásico rival de toda la historia, ni alguno de las finales de Copa Libertadores, el torneo más importante de América, ni mucho menos uno de Messi, jugando con la Selección Argentina, contra Brasil? Piensen y piensen. En sus cabezas se les presentan muchos goles inolvidables. El de la vaselina del “Paragua” Rojas en la Bombonera, el de Crespo en la final de la Libertadores del 96, el de Funes Mori el día del “No fue córner”, el de Trezeguet por el ascenso a Primera, o los del “Oso” Pratto, “Juanfer” Quinteros o el del “Pity” Martinez en Madrid, también contra Boca, en la Final más importante de la historia mundial de este lindo deporte. Si. Hay muchos y más importantes que del que les voy a contar. Pero la circunstancia y el momento histórico en que se presentó este gol superan cualquier jerarquía. Era 28 de abril de 2002. El mundial de Corea-Japón estaba a la vuelta de la esquina y en la mente de todos los futboleros. No se hablaba de otra cosa en las calles y en la prensa. Todavía no había terminado el Torneo Clausura en Argentina. Faltaban pocas fechas. Mi querido River Plate peleaba el campeonato mano a mano contra Gimnasia de La Plata. Le llevaba cuatro puntos al equipo platense a falta de cuatro fechas para el final. Ese domingo Gimnasia se enfrentaba contra Argentinos Juniors en el Bosque y River hacía lo suyo contra Racing Club de Avellaneda en el mismísimo Monumental. El Lobo ganó su partido 3 a 0 y esperaba. El Antonio Vespucio Liberti vibraba. No cabía un alma en las tribunas ni en los sillones de las casas gallinas. En la mía estábamos mi hermano el Zurdo, Tambor, un amigo de la infancia y yo. Los tres sufriendo todo el partido porque River la pasaba mal. Racing le llegaba por todos los costados y Comizzo, el arquero de la Banda había salvado el arco en más de una ocasión. La tarde se estaba volviendo negra. El partido iba 0 a 0. Sabíamos en lo más profundo que no era nuestro día. A los jugadores no les salía una. Parecían dormidos dentro del campo de juego. Lo único que queríamos era que se terminara el partido en empate. No perder. Ese punto era más importante que nunca en ese momento. Cuando de pronto todo se fue de control. Faltaban un par de minutos para terminar y Rapponi, un jugador que pasó sin pena ni gloria por River, hace un foul infantil y peligrosísimo al borde del área. Los jugadores comienzan una gresca entre ellos y el árbitro, el “Sargento” Giménez, expulsa de la cancha a Ángel David Comizzo, nuestro portero. River no tenía más cambios. Ya había realizado los tres reglamentarios, así que se puso el buzo de arquero un joven Martín Demichellis, que estaba haciendo sus primeros partidos con la Banda. El encargado de patear el tiro libre era Gerardo Bedoya, un colombiano especialista en este rubro. Era gol seguro. Si acertaba al arco era gol cantado, lamentablemente. Solo tenía que patear como siempre. Ubicar la pelota entre los tres palos, ya que no había un arquero defendiéndolo, sino un jugador de campo. Giménez dio la orden de ejecutar y Bedoya empezó su carrera hacia el balón. Yo cerré los ojos. Mi hermano apretó con fuerzas los puños. Tambor se dio vuelta. Lo que pasó en los 15 segundos que siguieron fue muy confuso. Bedoya en lugar de patear, saltó la pelota, en una especie de jugada preparada. Apareció corriendo el “Chanchi” Estévez, un delantero picante que tenía Racing y tampoco pateó, sino que, con la suela, la pisó hacia atrás en un pase a Úbeda, el aguerrido defensor de la Academia, que ejecutó el balón con toda su potencia. Iba al arco. Terminaría en gol. Pero dio en la barrera y salió despedido hacia el cielo de Núñez. Sin embargo, todavía seguía en juego. Estaba arriba de la cabeza de Úbeda, que había quedado desconcertado por la situación después de patear y no vio venir al paraguayo Ricardo “Vaselina” Rojas, que le robó la pelota con un golpe de cabeza y empezó a correr por el lateral hacia adelante. Por el centro de la cancha apareció como un rayo Nelson “Pipino” Cuevas, otro paraguayo. Rojas lo vio y le mandó el balón dejando todo de sí. Y Cuevas empezó su carrera desde la mitad de cancha. Mano a mano contra Campagnuolo, el arquero de Racing. El relator gritaba “¡¡¡Hacelo Cuevas, por Dios hacelo!!!” La gente en la tribuna salió eyectada de sus asientos. Nosotros tres nos paramos y nos tomamos de los brazos, mientras inclinábamos el cuerpo hacia el televisor. —Hacelo —dijo mi hermano. —Hacelo, la puta que te parió —dije yo. —Por favor, Pipino, metelo —dijo Tambor. Cuevas continuaba en su camino a la gloria. Se acercaba al área de Racing como un corredor de 100 metros llanos, pero con el balón controlado en sus pies. Campagnuolo salió a achicar, como mandan los manuales, para hacerle el arco más pequeño al delantero. Pero ya estaba todo dicho. Pipino, con un leve pero eficaz amague de cintura, hizo como que se iba a ir hacia la izquierda y se fue por la derecha. Campagnuolo quedó desparramado en el piso. Con el último esfuerzo le tiró una patada tratando de derribarlo y tener otra oportunidad. Pero Cuevas ya estaba fuera de su alcance. Con el pie derecho acarició la pelota que se fue metiendo de a poquito en el arco hasta besar la red. El universo estalló en su Big Bang. Las gargantas de media Argentina se rompieron. Y yo estaba en mi casa, abrazado con mi hermano y con mi mejor amigo, gritando con toda mi alma el gol de Cuevas a Racing que le daba la victoria a River en el último segundo del partido. --- Ver el Gol en YouTube --- Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado en el año 2021.

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Estreno

La mujer miraba el cuerpo de su marido tirado en el sofá. No podía creer semejante coincidencia. Se sentía muy feliz. Sabía que era día de estreno. A partir de ese momento se convertía en dos personajes que anhelaba desde hacía mucho tiempo. Su nuevo repertorio incluiría el de viuda y el de asesina.   --- Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado en el año 2021.

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La inconclusa levedad de ser

Existen en el mundo millones de historias de amor incompletas por diferentes motivos; olvidos de comunicar la separación por parte de alguno de los involucrados, muertes prematuras de uno de los enamorados o porque al cartero del pueblo se le pierde la carta que contenía la sentencia final de un amor inconcluso. Esta última historia es la que voy a tratar en este pequeño y humilde relato. Empecemos con un juicio de valor muy personal. Me aferro a la desaprobación de que terminar una relación por carta siempre fue para mí de los actos más indecorosos que se les puede achacar al ser humano, independientemente del género que le corresponda. De una bajeza vil y canalla por parte de los escribientes. Así fue como sucedió en Comodoro Rivadavia una fría mañana de otoño del año 1982. Lucrecia y Javier habían coincidido en una reunión organizada por el Círculo Naval de la ciudad. Ambos, hijos de Capitanes de barcos, acudieron a este evento en carácter de familiares invitados. Ambos se habían negado a ir en un principio por considerar estos encuentros aburridos, pero la insistencia de sus padres pudo más y concurrieron a la reunión contra su voluntad. Fue precisamente por esto último que desde el comienzo de la relación tuvieron cuestiones en común. Al cabo de un año ya estaban planeando irse a vivir juntos ni bien terminaran el colegio secundario. A todo esto, hay que comentar que los padres de Javier ya habían decidido mudarse a Estados Unidos por motivos laborales y personales, y porque querían que su hijo tuviera una mejor educación. Javier lo sabía desde hacía meses y se oponía a sus padres. El quería seguir su vida en Comodoro Rivadavia tal cual como lo había hecho durante sus primeros diecisiete años de vida. Había nacido y crecido en esa ciudad, tenía a todos sus amigos y, principalmente, tenía a Lucrecia, su primer y único amor. Pero sus padres ya tenían la decisión tomada, habían vendido la casa y habían comprado los pasajes para San Francisco. Javier estaba muy enamorado de Lucrecia y no se animaba a contarle que se iría a vivir a otro país, a otro mundo. Por quince días trató de buscar las palabras adecuadas, pero no pudo encontrar ninguna. Al final, con la fecha de partida sobre sus hombros, decidió que le enviaría una carta explicando lo sucedido, escribiendo en detalle toda la situación, y culminando con un “…te amaré por siempre”. Terminó de redactar la carta minutos antes de subirse al taxi que lo llevaría al aeropuerto. Le pidió a su padre que la depositara en el buzón de la esquina. Su padre comprendió al instante el contenido de esta y, sin decirle una palabra, tomó el sobre de las manos de Javier y lo puso en el buzón. Y eso fue todo para esta familia en Comodoro Rivadavia. Esa misma tarde sucedieron tres hechos significativos para el país y para esta historia. Uno a nivel nacional, otro a nivel local y el último a nivel personal. El presidente de facto, Reynaldo Bignone, llamó a elecciones democráticas para el país luego de seis años de dictadura militar poniendo fin a una época triste para la República. José Fernández, cartero del Correo Argentino en Comodoro Rivadavia, recogió todas las cartas del buzón de la esquina de la ex casa de Javier en el mismo momento que una ráfaga de viento hizo que se volara y perdiera para siempre la carta escrita por este joven horas antes. Y Lucrecia salió del consultorio del doctor Espósito con los resultados positivos de un embarazo de tres meses. Javier y Lucrecia, Lucrecia y Javier nunca más se volvieron a ver. Nunca más supieron uno del otro. Ambos continuaron con sus vidas separadas e inconclusas. Lucrecia tuvo a la pequeña Leticia, que crió sola con la ayuda de sus padres. Javier estudió en la Universidad de California, obteniendo un doctorado en Ciencias de la Comunicación. Lucrecia nunca más pudo enamorarse ni formar pareja. Javier tuvo infinitos romances y continuó terminando sus relaciones amorosas por carta, con resultados mucho más efectivos debido a sus estudios en el tema. --- Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado en el año 2021.

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La niña del alfabeto

A Beatriz Reinante y Yami Hernandez Érase una vez una niña de unos tres años de edad. Digo unos tres, porque nunca fui bueno para calcular las edades de las personas y menos de los nenes. Parecen todos iguales. Esta criatura era hija de una profesora de educación física. Junto a esta nena se podía distinguir un grupo numeroso de chicos entre diez y doce años, más otro grupo medio de adolescentes entre catorce y dieciocho, más otro grupo reducido de adultos que eran profesores de la misma disciplina que la madre de la niña en cuestión. Todo esto transcurrió en una ciudad de la Costa Atlántica. Creo que era Mar Azul o Mar del Plata. No me acuerdo. Yo pertenecía al grupo de adolescentes. Era ayudante de colonia de vacaciones del Centro de Empleados de Comercio de Chivilcoy, una especie de escuela de verano, y efectivamente, estábamos en el campamento que se organizaba todos los años como fin de la temporada. La niña tenía en sus manos un pequeño libro. En las páginas se veían las letras del alfabeto y, al lado de estas, unos dibujos coloridos que representaban la inicial de cada letra; caso que a la letra A, le seguía el dibujo de un Árbol, caso que a la letra B, el dibujo de una Banana y así. Recuerdo muy claro lo que pasó porque me quedó grabado y me dejó una enseñanza para el futuro. Haciéndome el ayudante copado, me acerqué a la niña para ver cómo jugaba con ese libro. Lo que me llamaba en ese momento la atención, era que la veía muy chiquitita para estar aprendiendo las letras. Apenas podía hablar bien y ya estaba aprendiendo a ¿leer? Entonces, queriéndole gastar una broma, y poniendo a prueba su inteligencia prematura, le pregunté dónde estaba la G de gato. La niña me miró frunciendo sus cejitas, levantando sus ojitos azabaches como unas uvitas y me señaló la letra en cuestión con un gatito color marrón dibujado a su lado. “Muy bien", le dije animándola. La niña me sonrió, se le pusieron rojos los cachetitos y le agarró un poquito de timidez. Yo continué y ahora le pregunté por la M de Mono. La nena empezó a recorrer las páginas del libro hasta encontrar al monito también marrón y su M. “¡Bien! Muy bien”, le dije y le revolví los pelos como haría cualquier ser humano con un nene de esa edad. No le gustó mucho que le hiciera eso, pero se rió igual porque la estaba felicitando, y a cualquier niño le gusta que lo feliciten. Fue un poco forzado. Medio que de compromiso. Pero sonrisa al fin. Fue así que decidí subir la apuesta e ir al hueso contra esta sabelotodo del alfabeto. Con toda maldad, le pregunté si me podía decir dónde estaba la S de Cielo. La niña volvió a fruncir el ceño, aunque esta vez se la notaba molesta de verdad. Miró el libro, me miró a los ojos, seria, concentrada. Trató de ver si podía encontrar a su madre. Me volvió a mirar muy enojada, como ofendida ante mi consulta. Entonces, haciendo trompita con la boca y con cara de mala, me corrigió: “La S cielo, no, la S de sapo.” Me señaló con su dedito índice el sapito verde de ojos saltones y se fue llorando, corriendo. Desde ese día, como escribí, aprendí muchas cosas. Entre ellas dejé de molestar a los nenes y me empecé a comprar las golosinas con la plata que me daba mi mamá. --- Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado en el año 2021.

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Pequeña gran victoria

La primera vez que me enamoré tendría 9 años. Fue de una compañerita de mi escuela, de mí mismo curso. Al igual que yo, la mayoría de mis compañeros estaban enamorados de Ella. ¿Qué pasará por la cabeza de una nena de 9 años que sabe que todos los varones de su grado, y algunos de otras divisiones, gustan de Ella? Grandes misterios de la vida si los hay. La cuestión es que estaba enamorado y no sabía cómo manejarlo. Es más, no entendía qué era eso que sentía, ya que me pasaba horas y horas pensando y soñando con Ella. Deseando que llegue el hermoso momento de ir al colegio sólo para verla. Dentro de esa incomprensión hice lo que mi corazón y mi consciencia infantil me dictaron: Le hice saber que me gustaba. Desde primer grado tuve dos cualidades que me diferenciaban del resto. La primera es que siempre fui el más alto de mi salón y la segunda es que era el más tímido. Así que durante un recreo me escabullí por el aula y, aprovechando que todos estaban en el patio jugando, le dejé una cartita de amor en su cartuchera. Ese fue el principio del fin. A partir de ese momento dejó de hablarme y se creó una espantosa incomodidad en la clase. Todos se enteraron de la carta obviamente, incluso la maestra Norma. Con el orgullo medio lastimado, intenté acercarme a Ella. Me hice más amigo de las chicas, probé con otras cartas, la buscaba en los recreos y trataba de incluirme en las conversaciones en donde Ella participaba. Rogaba que en las clases de Educación Física me tocara en los mismos equipos. Todos fracasos y, en algunas situaciones, mis intentos sólo servían para empeorar el ambiente. Había perdido las esperanzas hasta que algo se me ocurrió. Un día, la maestra Norma estaba pasando asistencias como todos los días, con la salvedad que en esa ocasión también estaba corroborando los números de teléfonos de cada uno de nosotros y nuestras direcciones. Cuando le tocó el turno a Ella, los memoricé. El teléfono fue fácil ya que era capicúa, pero la dirección fue más difícil, aunque la pude retener en mi cabeza. Ahora tenía dos valiosísimos datos, pero no sabía cómo utilizarlos. Una tarde estaba haciendo bromas en el teléfono público de mi barrio al mejor estilo Bart Simpson con Moe, cuando me llegó la iluminación. Puse veinticinco centavos en el teléfono, marqué el número de la casa de Ella e improvisé. Me hice pasar por un tal Carlos y le dije que estaba enamorado de Ella, que soñaba todas las noches con Ella y que cuando la veía me costaba respirar. Todo era verdad, a excepción del nombre inventado, claro está. Mis palabras les gustaron y quiso saber más de mí. Yo seguí con el juego, no me iba a achicar justo ahora. Le dije que iba a otra escuela, pero, como estábamos en diferentes turnos, la iba a ver a la salida del colegio. Le conté cómo había estado vestida tal y tal día, como me gustaba que llevara el pelo y algunas cosas más. Repetí estas llamadas un par de veces en los días posteriores. Mientras tanto en la escuela notaba como Ella había cambiado. No sé. Estaba rara. Sonreía cuando caminaba sola, como pensando en algo. Estaba ausente. En la última charla telefónica que tuvimos, es decir, que Ella tuvo con Carlos, la cosa no salió como lo tenía planeado y me terminó colgando el teléfono, no sin antes decirme que no la llamara más porque ella tenía novio, y que éste iba a su mismo grado… y que tuviera cuidado con seguir molestándola porque este chico era el más alto del salón. ¡Gooooool…! Eso es lo que llamábamos en mi barrio un golazo de mitad de cancha. Al otro día me dirigí a la escuela con las esperanzas renovadas. Era el momento de actuar. Pero tenía que ser muy cuidadoso de no meter la pata con lo de las llamadas. Tenía que buscar el lugar perfecto para hablar con Ella e intentar otra vez conquistarla. Deseché la opción de mandarle una carta para citarla en algún lugar específico de la escuela. Ya sabemos cómo me había ido con las misivas. De manera que dejé atrás mi timidez y decidí hablar con una de sus mejores amigas. — Decile que la espero en la biblioteca en el primer recreo. Que tengo algo muy importante que decirle. Muy nervioso, esperando la respuesta, me senté en mi pupitre y cerré los ojos para tratar de tranquilizarme. Los minutos pasaban y nuestra amiga en común no venía. Estaban por empezar las clases de ese día y sabía que una vez que la maestra Norma entrara al salón habría perdido mi chance de hablar con Ella en el primer recreo. Cuando vi que la maestra Norma salía del salón de profesores y se dirigía hacia nuestra aula busqué a nuestra amiga. Estaba sentada en su banco y parecía triste. La miré desconcertado tratando de entender que estaba pasando. Me miró fijo a los ojos e, intentando buscar las palabras adecuadas, me dijo. — No la molestes más. Me dijo que te diga que tiene novio… y que se llama Carlos. A partir de ese momento comprendí varias cosas, muchas de las cuales me sirvieron en el futuro. Sin embargo, lo más importante que descubrí en ese instante era que mi compañerita ya no me gustaba. Ya no tenía más sentimientos de amor hacia ella. Porque ahora era solo “ella”, en minúscula. El interés se esfumó en un segundo y nunca más volvió a aparecer en lo que duró nuestro paso por la escuela Primaria. --- Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado en el año 2021.

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Remorir

Lo último que hizo antes de morir fue largar un profundo y contenido suspiro. La bala se le había incrustado en el pecho y un calor agradable le llegaba hasta la garganta. Él suponía que le habían dado justo en el corazón. Dejó caer su cabeza al piso y esperó que la vida le pasara por delante de los ojos o encontrar la luz al final del túnel. Sin embargo, nada de eso sucedió. Lo que sí pudo ver y sentir con total conciencia fueron cada una de las 65.345 muertes que tuvo en toda su existencia.   --- Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado en el año 2021.

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Rotas cadenas

Oí el ruido del portazo del auto e inmediatamente miré el reloj. Ya era la hora. Estaban acá. No había escapatoria. Sabía que tarde o temprano me encontrarían. Llevo huyendo más de dos días sin rumbo ni sentido de la orientación. No sé dónde estoy y no sé dónde voy. Aunque ahora sí sé a dónde iré cuando ingresen a este refugio improvisado que conseguí y me saquen a las rastras. Tendré suerte si me matan rápido. Así que les voy a presentar resistencia. De acá me llevan con los pies para adelante o no me llevan. Y esa también puede ser una opción. Que yo gane. ¿Por qué no? No sé cuántos serán. Calculo que tres, cuatro, cinco, no más. Sólo escuché un auto y en un Falcón no entran más que cinco tipos. Más las armas y los palos. Sí. Deben ser cinco. Yo tengo un revólver con ocho balas. Si las uso bien quizás tenga una oportunidad. ¡Oíd el ruido de rotas cadenas, milicos hijos de puta! ¡Hasta la victoria, siempre y oh, juremos con gloria morir, carajo! Ellos van a entrar con todo lo que tienen. Armas pesadas de largo y mortífero alcance. Pero yo confío en mi puntería. Por algo me preparé todo este tiempo. Además, cuento con el efecto sorpresa. Ellos no se esperan que un pobre infeliz como yo, estudiante de Arquitectura, primero en mis clases, socio fundador del Club de Lectura Rodolfo Walsh de la Universidad de La Plata, los esté esperando con un fierro. Ellos seguro piensan que los voy a esperar llorando, cagado, escondido debajo de la cama. Pero no. Esa es mi ventaja. Pegar primero. Cargarme a un par ni bien tiren la puerta abajo. Y esperar. Tener paciencia. Pensar como un ajedrecista. Después seguiré en desventaja, claro está, pero estoy muy confiado en mí mismo. Como nunca. Además, no tengo nada que perder y ellos sí. Seguro que son unos pichis que los mandan a juntar revolucionarios por ahí. Con poca preparación. Jóvenes. Padres de familias y eso. Nada especial. Cuando los tres que queden vean que sus compañeros cayeron van a arrugar un poco. Se van a poner nerviosos y quizás otro cometa un error. Ahí es cuando bajo al tercero. Y ahora, dos contra uno, está más pareja la cosa, ¿no? Es casi un empate técnico. En ese momento es cuando pienso usar mi jugada maestra. Hacer como que me quedo sin balas. Gatillar el revólver en falso. Quizás acordarme de las partes íntimas de mi abuela. Hacer teatro para que sea más creíble. Eso les va a devolver el valor a estos ratis pelotudos y van a venir a por mí. En ese momento van a estar desprotegidos y… ¡bam! Primero uno, después el otro. Con la tranquilidad que me caracteriza termino de cazar a estos cinco represores. Y tal vez me convierta en héroe popular. Quizás mi nombre circule por todos los reductos de los compañeros y me transforme en leyenda. En mito. El nuevo Che Guevara. La nueva estrella de la revolución latinoamericana. Un héroe Nacional y Popular. El pibe que se cargó a cinco milicos que lo fueron a buscar. El que sólo tenía ocho balas. El hábil arquitecto tirador. Quizás, cuando todo esto pase, hasta escriba un libro contando mis memorias. Haciendo hincapié en el capítulo de lo ocurrido esta misma noche. Quizás algún escritor famoso, de los que ahora están exiliados, quiera escribir un libro con mi historia. Quizás una película. Y mis amigos se sentirán orgullosos de mí, estén donde estén. Y quizás sea propuesto para liderar alguna contraofensiva contra este gobierno facho. Y quizás, cuando ganemos, sea propuesto para presidente de la República. Y quizás saquen algún billete con mi cara. Alguna calle importante lleve mi nombre. Algún nuevo pueblo... O no. Quizás pueda sobrevivir a esta noche y no termine en un campo de concentración torturado hasta la agonía. --- Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado en el año 2021.

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Fin del recreo

Lo único que se escuchaba esa tarde en la Escuela Primaria Normal N° 3, era el bullicio de los alumnos mientras disfrutaban de los pocos minutos de recreo que tenían. La campana estaba por sonar, todos lo sabían, pero continuaban con sus juegos tratando de vencer, en sus precoces mentes, al sistema. Una vez que sonara ésta, pedirían a sus maestras un rato más para terminar las importantes actividades que estaban realizando. Las maestras, creyéndose imparciales, negarían el pedido de los pequeños y arrearían a todos los alumnos a sus aulas. Para la mayoría de los varones, el recreo era el momento más fascinante del colegio, y también las clases de Educación Física. En cambio, para las niñas, las clases de dibujo y manualidades ocupaban el ranking en los primeros puestos. Ellos no entendían cómo a las mujeres les gustaban esas horas donde se las pasaban encerrados en el aula dibujando cualquier garabato o haciendo casitas con palitos de helado. Preferían ser libres. Correr detrás de una pelota, ya sea hecha con un puñado de papeles o con algunas medias. De vez en cuando jugar al handball u otro deporte que se les ocurriera. No querían estar recluidos por horas entre cuatro paredes, escuchando cómo la señorita hablaba, escribía en el pizarrón y hacía infinitas preguntas que muchas veces, ellos no sabían contestar o no entendían por estar distraídos. En cambio, ellas no comprendían cómo los varones podían estar corriendo todo el día de acá para allá, todos transpirados y golpeándose unos a otros cuando se les antojaba, y lo peor de todo, era que, a esto último, lo consideraban un juego. Ellas preferían juntarse en grupos con otras niñas y hablar todo el día de lo que hicieron y de lo que iban a hacer. Criticar a esas “marimachos” que les gustaban las clases de Gimnasia, y que en los recreos corrían con los chicos a la par. ‹‹ ¡Que desubicadas! ››, pensaban. También adoraban dibujar en las clases de Plásticas con la señorita Mercedes, y hacer objetos para decorar sus casas en las clases de Actividades Prácticas con la señorita Luján. Dentro del grupo de los varones de cuarto grado se encontraba Gonzalo, un niño al que le gustaba mucho jugar al fútbol, a pesar de ser marginado por los otros niños. Siempre lo elegían al final cuando armaban los equipos y nunca le pasaban la pelota cuando estaban jugando. A Gonzalo también le gustaban las clases de dibujo, de hecho, era muy buen dibujante. En su casa pasaba horas haciendo historietas con héroes inventados por él mismo. Aunque nunca se permitiría demostrarlo en la escuela. No vaya a ser que los demás varones empiecen a burlarse de él. Ya tenía suficiente con las bromas que le hacían por su peso, no quería ser el blanco en otra categoría de chistes. Si bien, en ocasiones era marginado por sus compañeros, en otras, sabía cómo integrarse y encajar gracias a su bajo perfil. Se limitaba a hacer todo lo que los demás hacían y nunca emitía su opinión sobre ningún tema. Gonzalo tenía mucha más fuerza que el resto de sus compañeros, lo que hacía que éstos, al menos, le tengan respeto. Lo molestaban, pero no lo suficiente como para hacerlo enojar y casi nunca se empecinaban con él. No lo tomaban de “punto”, como se dice, sino que le hacían los mismos chistes que se hacían entre todos. Aunque lo elegían en el último lugar para jugar al fútbol, era el primero en ser elegido cuando armaban equipos para hacer cinchadas con la soga y jugar a los Empujones. Éste último, era un juego que habían inventado ellos mismos. La mecánica era simple. En primer lugar, dos chicos a quienes se los denominaba “carnadas”, se ponían espalda con espalda. Luego, un grupo de chicos empujaba desde uno de los lados a su “carnada” contra el otro y lo mismo hacia el equipo rival. Era parecido a las cinchadas con sogas, pero en este juego en lugar de tirar, tenían que empujar para adelante. Ganaba el equipo que lograba mover a sus contrincantes más allá de una línea que dibujaban a cada lado. Siempre ponían a los más bajitos para ser carnadas y a Gonzalo en la primera fila de los “empujadores”. La mayoría de las veces ganaba el equipo donde él jugaba. Él solo era capaz de ganarle a un equipo de varios chicos, según comentaban sus compañeros. Una mañana fresca de agosto decidieron organizar una competencia para probar la fuerza de Gonzalo. El segundo recreo fue el elegido para el duelo. Se corrió la voz por los demás cursos y cuando la campana sonó, todos los varones de la escuela se agolparon en el centro del patio. Los chicos “carnadas”, ya habían sido elegidos en el primer recreo y se encontraban ahora en los lugares preestablecidos. Gonzalo puso sus dos manos en el pecho de su compañero y tres de los más fuertes chicos de su curso se parapetaron del otro lado. Los demás gritaban de euforia rodeando a los participantes. Algunas chicas se acercaron para ver qué era tanto jolgorio por parte de los varones. Creían que se trataba de una pelea. Pero no. Era la mayor competencia de Empujones que se celebraría en la Escuela Normal N° 3, según anunciaban algunos chicos cuando éstas le preguntaban. Gonzalo las vio llegar y entre ellas pudo ver a María Eugenia, una chica que le gustaba desde el jardín de infantes. No podía perder este juego, se dijo. No podía quedar mal delante de ella. El público estaba dividido. Algunos alentaban por Gonzalo y otros por los tres rivales. —¡Gordooooo, gordooooo! —se escuchaba cantar a un grupito. En ese momento, Miguelito, que había sido elegido para oficiar de juez de la competencia, hizo señas para que todos se callaran. —¡Silencio! Silencio a todos. Vamos a dar comienzo a este duelo de Empujones.  Por un lado, tenemos a Gonzalo —se escuchó un grito generalizado por parte de los demás chicos y el clásico “Gordoooo, gordoooo”—. Por otro tenemos a los desafiantes. Leandro, Pitu y Fideo —Algunos los silbaron. Otros coreaban el nombre de alguno de los tres. Los más atrevidos, abucheaban. Miguelito tomó por las cabezas a las “carnadas” y las ubicó. Dibujó una línea en medio de ellos con una tiza blanca y luego marcó dos líneas más de cada lado con una tiza amarilla, una a cinco pasos por detrás de Gonzalo y la otra a cinco pasos por detrás de los tres chicos. —El equipo que logre pasar la “carnada” por la línea amarilla que tiene el rival a sus espaldas será el vencedor. ¡Bienvenidos al primer campeonato mundial de Empujones! Un grito ensordecedor se extendió por el patio de la escuela. Ahora los alumnos de todos los cursos estaban en el lugar de la competencia. Nadie se quería perder el duelo. —¿Preparados? Gonzalo asintió con la cabeza. Estaba muy concentrado en lo suyo. Miraba a los ojos a su “carnada” y luego observaba sus manos y sus brazos. Puso su pie derecho bien firme adelante, muy cerca de su “carnada”, y el otro a cincuenta centímetros detrás, con el talón en el aire para darse impulso. Sentía todo su cuerpo tenso, pero a su vez, tenía mucha confianza en sí mismo. Sabía que los tres chicos eran fuertes. No iba a ser una tarea sencilla, pero eso a él no le importaba. Era su momento para pasar a la historia y no podía fallar. Sería recordado por siempre, como el gran vencedor en el Primer Campeonato Mundial de Empujones. Toda la escuela estaba pendiente. Los maestros miraban desde el aula, no se atrevían a intervenir. Veían a los chicos tan entusiasmados que no querían ser considerados aguafiestas. Gonzalo sólo pensaba en la competencia y en María Eugenia. La buscó con la mirada y la encontró perdida entre toda la masa de gente. Allí estaba, con su guardapolvo blanco inmaculado y el pelo atado con dos colitas, una de cada lado. A Gonzalo le encantaba cuando ella traía ese peinado a la escuela y pensó que hoy lo había traído para él, porque sabía que le daría fuerzas y lo motivaría para ganar el juego. —A la cuenta de tres empezamos ¿Están todos listos? —¡¡¡Sí!!!, gritaron todos los alumnos de la escuela—. Gonzalo, ¿Listo? —Sí —dijo Gonzalo. —Leandro, Pitu y Fideo, ¿listos? —Listos —dijeron al unísono. —Bueno que empiece la cuenta —dijo Miguelito dirigiéndose a la multitud que tenía alrededor—. ¡Uuuuuuuno, doooooooos… tres! Gonzalo demoró unos segundos en arrancar y sus rivales aprovecharon para avanzar dos pasos. Sin embargo, pudo afirmarse con las dos manos en los hombros de su “carnada”. Se inclinó con su cuerpo, clavó sus dos pies en el suelo y empezó a hacer fuerza para adelante. Unos instantes más tarde recuperó el espacio perdido. Estaban igual que al principio. Un calor le inundó su rostro y gotas de sudor empezaban a caer de su frente. —¡Dale, Gonzalo, vos podés! La voz de una chica se destacaba entre el griterío de los demás. A Gonzalo le pareció que era la voz de María Eugenia, aunque no había podido distinguirla muy bien. ‹‹No. No puede ser ella››, pensaba. ‹‹ Sólo son fantasías mías››. —¡Dale Gonza! Otra vez esa voz. Estuvo tentado de girar la cabeza para ver quién le estaba gritando. Podría haber sido Valeria, que siempre se había portado bien con él y muchas veces lo ayudó con algún problema de matemáticas, materia en la que él no era muy bueno. Seguía sin saber quién era. Había cedido un paso. ‹‹Dejáte de pensar pavadas y empujá››, se dijo para sí. Se encontraba de costado y empujaba con sus hombros. Esta técnica le resultaba cuando empezaba a agotarse. Si bien no avanzaba, se plantaba de tal manera que no lo podían mover, y así podía descansar un instante. Mientras tanto esperaba el momento oportuno, cuando fueran sus contrincantes quienes se cansaran o desconcentraran disminuyendo la fuerza, para volver a arremeter de nuevo con sus manos. ‹‹Ahora puedo ver quién grita››, pensó. —¡Dale Gonza, dale! Esta vez pudo distinguir la dirección de dónde provenían esas palabras de aliento. Se acomodó mejor, llevando todo el peso de su espalda contra el pecho de su “carnada” y levantó la cabeza para buscar la voz. Lo primero que vio fue decenas de chicos gritando desaforados y saltando. Sin embargo, no los oía, todo transcurría en silencio en su cabeza. Sólo quería oír aquella voz de niña que alentaba por él y quería que fuera María Eugenia. Trató de recordar dónde estaba ubicada cuando empezó la competencia, pero un fuerte empujón lo movió de tal manera que estuvo a punto de perder el equilibrio y caerse. Levanto muy despacio la mirada y pudo ver como dos de los rivales empujaban la “carnada” mientras el otro chico tomaba carrera tres pasos y embestía con fuerza. ‹‹Eso no se puede››, estuvo a punto de decir Gonzalo, pero no estaba seguro si era legal o no. Optó por no decir nada por las dudas que fuera una regla válida y lo descalificaran, o peor aún, lo vencieran mientras se estaba quejando. Volvió a concentrar todas sus fuerzas en la competencia. Apoyó las dos manos sobre los hombros de su “carnada” y empujó. Avanzó un paso, pero al mirar al piso se dio cuenta que estaba en el mismo lugar en donde había empezado. La técnica de sus rivales lo había hecho retroceder sin que lo notara. Gonzalo se estaba agotando, pero su orgullo le impedía rendirse. Cerró los ojos, giró la cabeza a la derecha y apoyó su pecho contra el de la “carnada”. Se aferró fuerte y empezó a avanzar de a pequeños centímetros, cual jugador de rugby. Notó que sus contrincantes habían reducido las fuerzas. Estaban cansados. ‹‹ ¿Habrán parado para recuperar energía? ››, se preguntaba Gonzalo ‹‹Éste es mi momento››, se dijo. Cuando volvió a abrir los ojos, dispuesto a dar lo último de sí, la vio. Ahí estaba ella en todo su esplendor, a menos de diez pasos de distancia de él. Había llegado a las primeras filas y Gonzalo pudo leer bien claro de sus labios las palabras: ‹‹ ¡Dale Gonza! ››. Como iluminado por una fuerza poderosa proveniente del exterior, arremetió contra su “carnada” con tanto ímpetu, que uno de los rivales se cayó al piso. La victoria estaba a su favor. Siguió empujando y avanzando sin respirar. Cerró los ojos y con la imagen de María Eugenia diciéndole ‹‹ ¡Dale Gonza! ›› utilizó todas las fuerzas que le quedaban para terminar con la competencia. Con el último suspiro empujó a sus rivales, tirándolos más allá de la línea de meta. ‹‹Eso es todo››, pensó. Una ovación se escuchó en el patio. La algarabía de los chicos era incontrolable. Exaltados aplaudían, silbaban y cantaban. Se agarraban las cabezas no pudiendo creer lo que estaban viendo. Sus compañeros de curso fueron los primeros en acercarse. Gonzalo estaba con sus manos en las rodillas. —¡Bien Gordo! ¡Lo lograste! —le decían mientras lo palmeaban. Sin embargo, él no los oía. Estaba tratando de recuperar el aire perdido. Sintió un fuerte dolor en el pecho que lo obligó a dejar caer una rodilla en el piso. Se agarró con ambas manos el lugar donde sentía la punzada. Lanzó un fuerte grito y todos los chicos enmudecieron de golpe. La alegría de unos instantes atrás desapareció por completo. Sus compañeros, que habían llegado para felicitarlo, retrocedieron espantados. —¡Llamen a la señorita! —gritó una niña. Era María Eugenia que corría hacia él, tratando de abrirse paso entre los demás chicos. —¿Qué esperan? ¡Llamen a la seño! —insistió. Algunos chicos salieron corriendo sin saber a dónde ir. El resto se quedó en silencio contemplando la escena. Gonzalo ahora tenía las dos rodillas en el suelo. Cuando María Eugenia llegó a su lado, lo primero que él percibió fue su inconfundible aroma floral. —Acostate, Gonza —le dijo. El dolor empezaba a disminuir. Con las manos todavía en el pecho miraba el rostro angelical de María Eugenia. Atrás de ella, el sol y algunas nubes formaban un paisaje perfecto. ‹‹Cuando llegue a mi casa la voy a dibujar››, pensó. Vio que le estaba hablando, pero él no la podía escuchar. Se desesperó. Un temblor le invadió todo su cuerpo. María Eugenia estaba alejándose de él. Quería alcanzarla. Quería tocar su rostro. Acariciarle el pelo. Amarla. Una sombra difusa se interponía entre él y ella. Trató de forzar la vista, pero no logró verla. Sólo pudo divisar la oscuridad total. Entonces cerró los ojos. --- Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado en el año 2014.

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La última oportunidad

Corría el mes de las elecciones cuando Héctor sintió esa sensación de cosquillas en la panza. Hacía mucho tiempo que no le pasaba algo semejante. La esperanza de un futuro mejor se avecinaba. Era el momento más ansiado de su vida, aunque él imaginaba que vendría algo mucho mejor. Tenía la ilusión que sería un nuevo comienzo, y lo que estaba por ocurrirle cambiaría su vida para siempre. A la hora señalada en su meticuloso plan, varias veces ensayado y repasado hasta el último detalle, comenzó a vestirse para la ocasión. No le gustaba ponerse ese estilo de ropa, pero el acontecimiento se lo exigía, o por lo menos lo ameritaba. Buscó unos zapatos guardados en el cajón inferior de la mesa de luz que hacía años que no usaba. Eran negros como el cinto que se pondría. Tenía que estar en todos los detalles. Más despierto que nunca. No podía fallar si quería lograr su cometido. Se dispuso a lustrar los zapatos como tenía previsto, cuando, de pronto, las piernas se les empezaron a aflojar. Su cabeza empezó a dar vueltas. El piso de su habitación se le movía. No podía mantenerse en pie. Su cuerpo pesaba más de lo normal. Sintió que se desvanecía. Lo último que recordó antes de desmayarse fue que se había olvidado de planchar la camisa. ‹‹No vayas››, escuchaba una y otra vez en su cabeza. ‹‹ Es una locura››, se repetía. Su mente irracional se resistía a estos pensamientos y hacía fuerza para vencerlos. ‹‹ ¡Es la última oportunidad que tengo en esta vida! ››, gritaba consternado para sí. ‹‹ ¡Es la última! ››. Trató de buscar una frase que fuera lo más compasiva, sensible y a su vez, fatal, para convencer a su lado racional, pero solo encontró un grito lastimoso que lo devolvió en sí. ‹‹ ¡Definitivamente, es la última! ›› Cuando abrió los ojos la habitación estaba toda oscura. Se dirigió hasta el interruptor y corroboró que la luz estaba cortada. ‹‹ No va a ser fácil. No me la van a hacer fácil. Situaciones como éstas ocurren sólo una vez en diez millones de vidas ››, pensaba Héctor mientras trataba de conseguir algo para iluminar la habitación. Se dio cuenta de su cansancio. No había dormido mucho la última semana. Desde que le llegó la noticia, no pudo relajarse ni un segundo, analizando todas las posibilidades. Pero no sólo sentía su físico agotado, estaba cansado de su vida, de su constante pesar. Sus interminables horas en el trabajo, frente a un ordenador antiguo, cargando datos inútiles como un autómata diez horas por día lo fueron consumiendo de a poco sin que él se diera cuenta. Pasó mucho tiempo desde aquel día. Había sufrido lo suficiente para dejarse morir, pero resistió solo, abandonado a su mala dicha. La vida tiene momentos buenos y malos, es un constante equilibrio, sin embargo, para Héctor, desde ese fatídico día, la vida se detuvo. Vivió los últimos veinte años en piloto automático. De su casa al trabajo. Del trabajo a su casa. Sin derramar una lágrima. Tratando de sobrevivir. En ese tiempo perenne, se enteró de casualidad de la muerte de su madre, ya que lo leyó en el periódico local. La habitación volvió a iluminarse. Héctor, que se había acostumbrado a la oscuridad, comenzó a sentirse débil otra vez. Logró sentarse en la cama antes de sufrir una recaída. Esta vez no se desmayó, sino que se dejó caer despacio hasta apoyarse en el suelo. Observó sin apuros su cuarto, tratando que sus ojos se vuelvan a habituar a la claridad y pudo contemplar una cama individual con una pequeña mesa de luz a la izquierda; un ropero de dos puertas que no combinaba con nada; y una solitaria silla apoyada contra la pared que oficiaba de perchero para la ropa del trabajo —unos jeans gastados y una chaqueta marrón de gabardina pasada de moda desde siglos atrás—. Ése era todo su hogar. Era el lugar que había elegido para pasar sus últimos miserables años. Solo. Después de aquel fatal acontecimiento que marcara su existencia para siempre, no quiso saber nada más. Intentó borrar todo su pasado y se recluyó en una pequeña pensión oculta dentro de la gran ciudad, ubicada en el Pasaje Apóstol Santiago al 312. Con dificultad logró incorporarse apoyándose con ambas manos sobre el horrible respaldo de la cama. Sus sentidos volvían a la normalidad, aunque su brazo izquierdo estaba adormecido. ‹‹ ¿Por qué no me agarró un paro cardíaco ese maldito día?, o mejor, ¿Por qué no me atropelló un colectivo? Hubiese sido una muerte digna, incluso romántica ¿Por qué me tiene que pasar todo esto justo ahora? ›› Sin perder más tiempo y no haciéndole caso al dolor en su brazo, decidió hacerse cargo de su vida de una vez por todas. Se paró rápido, sin temor de volver a caerse. Agarró la camisa del ropero y empezó a plancharla sobre la cama, rogando que no se cortara la luz otra vez. Lustró con mucho detalle y cuidado sus zapatos, tomó la billetera del cajón de la mesa de luz, se puso el reloj pulsera y salió directo hacia la calle, sin dudar un instante. Un golpe de calor y extrema humedad lo recibió cuando empezó a caminar por las veredas porteñas. Aminoró la marcha porque no quería llegar transpirado al lugar donde se dirigía. Sacó un chicle del bolsillo de su pantalón y comenzó a masticarlo. La valentía que lo había invadido hace unos instantes se le estaba esfumando del cuerpo. Se frenó para recuperar el aire. Estaba agitado. Durante unos segundos estuvo tentado de abandonarlo todo, pero recordó los años de soledad y volvió a avanzar con pasos firmes hacia su destino. El ruido de la ciudad era ensordecedor, pero Héctor no lo percibía. Estaba concentrado en su cometido. Llegó hasta la esquina de Corrientes y Pueyrredón y allí lo divisó. El bar del encuentro. Sólo lo separaba de él una cuadra. Se detuvo y miró hacia todos lados. Trató de esforzar la vista para ver hacia el interior del bar y no pudo divisar nada. Esperó que el semáforo se pusiera en verde, pero no se animó a cruzar. Se acercaba la hora establecida para el encuentro y Héctor seguía parado en la esquina, a metros del lugar donde se rencontraría con su pasado, veinte años después y una vida de distancia. Entonces comenzó a recordar aquella tarde. Sabía de memoria cada detalle de lo ocurrido. Su cara. La situación. Cada palabra dicha y cada silencio. Recordaba cómo ella le decía que había llegado el momento de continuar caminos distintos. Sus padres se mudaban a España por la crisis y se la llevaban. La raptaban de su corazón. Ella no quería una relación a distancia, con un océano de por medio. Decía que era mejor cortar por lo sano y evitar un sufrimiento mayor al que ya estaban padeciendo. Se repitieron también en su cabeza sus súplicas desesperadas de aquel día, el ardor en el estómago, la inestabilidad de sus piernas. Hubiera hecho cualquier cosa por ella. Cualquier cosa por retenerla. Le rogó que lo esperara, ¡por Dios que lo esperara! Pero ella lo tomó de las manos, con los ojos llorosos, y pronunció aquellas simples y frías palabras: ‹‹Adiós Héctor, hasta siempre›› y se marchó. Después de eso su vida se convirtió en una desolada rutina. Vivió en una resignación perpetua. Sin embargo, esa forma de vivir, su padecimiento eterno, la soledad en su alma, llegaba a su fin. A partir de hoy su existencia cambiaría por completo. Ella había vuelto. Iban a reencontrarse después de tanto tiempo y serían felices como lo fueron en sus años de adolescencia. Tendrían hijos y formarían una hermosa familia, lo que él siempre había soñado, olvidándose del pasado y comenzando una nueva vida. Juntos. Su reloj le marcó que sólo faltaban cinco minutos para la cita. Cinco escasos minutos. ¿Qué son cinco minutos en veinte años? Volvió a mirar hacia el bar y, por un instante, creyó haberla visto. ¡¿Era ella?! Su forma de caminar. Su impronta. Su belleza. Su sentido de la orientación ¡Tenía que ser ella! Su único amor, a menos de cien metros de distancia y a toda una vida de diferencia. A toda una vida de experiencias. De momentos e instantes. Días felices para ella, días tristes para él. Muchos días tristes. De veinte años de desasosiego. De penurias. De soledad. De desconsuelo. De abatimiento. De depresión. De aislamiento. De melancolía. De nostalgias. De rutina. De desamparo. De miseria. De agobio. De abandono. De pesar. ¡Veinte años de su vida! Entonces, sin volver a dudarlo, empezó a caminar muy lento hacia su destino. De regreso, en dirección a su cuarto de pensión en el Pasaje Apóstol Santiago 312. De vuelta hacia su vida. En todo este tiempo había aprendido que la soledad era su forma de vivir, y la forma que había elegido para morir. Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado en el año 2014.

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Un final premeditado 2

Está decidido. Lo mato y después me mato yo. No hay vuelta atrás. No tengo otra alternativa. Ya sufrí demasiado y él también por mi culpa. No soporto vivir en un mundo en donde la lástima que sienten las personas por mí es tan humillante como las escenas que hago en los bares todas las noches cuando me emborracho. Pero hoy estoy más consciente que nunca. Sólo tomé unas copas y puedo dominar todos mis sentidos. No es justa la vida, ¡la puta madre! No es justa. Ya no me quedan lágrimas para llorar. Me sequé por dentro y mi pequeña chiquita me debe estar esperando. Hace tres años que me espera y yo, con mi egoísmo de siempre, me quedé acá, muriéndome por dentro, lastimando a personas que en todo momento me han ayudado, como mi vecino de enfrente. Me quedé aguantando las miradas de compasión del resto. Si fuera por mí, me tiraría debajo de un tren ahora mismo o saltaría de un edificio. Pero mi último acto en esta vida no tiene que ser de ingratitud sino de redención y mi vecino también se merece que lo libere del dolor que lleva arrastrando en su alma desde hace mucho tiempo. Esta vez yo me voy a comportar como una persona compasiva, como hacen todos conmigo. Basta de sufrir. ¿Para qué? Nadie es capaz de aguantar tanto dolor. En mi mente aparecen un montón de imágenes de toda mi vida. Mi infancia en Gorostiaga. La escuela. Las salidas con mis amigas del pueblo. El momento cuando dije en mi casa que me mudaría a Capital a estudiar Arte. El día que llegué a esta horrible ciudad. La cara de mi vecino cuando me vio entrar al edificio. Creo que se enamoró de mí en ese mismo momento. Lástima que yo nunca sintiera nada por él. Siempre lo vi como un excelente amigo. Agradezco que nunca se me haya declarado, en aquellos tiempos no me sentía capaz de romperle el corazón. También me acuerdo del hijo de puta de Martín. Me enamoré como nunca lo había hecho antes. Me trataba como a una reina, hasta el día que le conté que estábamos esperando un hijo. El muy cobarde desapareció y no lo volví a ver nunca más, ni supe nada más de él. Fue como si se lo tragara la tierra. Muy en el fondo, aún lo sigo amando. Fue muy fuerte lo que sentí por él. Esto hace que sienta asco de mí misma, que me odie. Mi vecino en cambio siempre estuvo al lado mío. Fue el mejor amigo que tuve y ahora le voy a devolver la paz que perdió cuando murió mi hijita. Él no se merecía pasar por todo esto. Aunque me alejé de él, todavía lo sigo queriendo. Pero el tiempo no se puede volver atrás y debo continuar con la última misión que tengo para cumplir en este mundo. No me importa lo que piensen de mí después de lo que haga esta noche. Yo sé que es lo mejor para ambos y él va a estar muy agradecido conmigo. Algunos pensarán que me volví loca y en parte tendrán razón. Me consumí por dentro cuando me arrebataron de los brazos a mi hija y enloquecí. Me dejé morir de a poco, no tuve el coraje para terminar con mi vida en esos momentos que no soportaba más. Fue una tortura constante. Pero hoy termina todo. Hoy estoy decidida a terminarlo todo. Mientras subo por las escaleras del edificio puedo presentir como mis otros vecinos me deben estar espiando y diciendo entre sí “Pobrecita”. Me imagino a él, a Mariano, mi vecino, detrás de la puerta, esperando que llegue para poder verme unos segundos mientras entro a mi departamento. Si tan sólo pudiera encontrar las condenadas llaves. ¿Por qué? ¿Por qué me pasa esto justo ahora? Quiero entrar a mi casa. Quiero agarrar el revólver y acabar con nuestras vidas. Entonces dejo salir el último llanto. Trato de calmarme para encontrar las llaves en mi cartera, no vale la pena seguir sufriendo y hacer esta escena. En minutos mi problema va a estar resuelto. Por fin las encuentro. Entro y voy corriendo a mi cuarto. Busco el revólver y lo tomo entre mis manos. Me dirijo hacia el living y me siento en una silla. Apoyo el arma en la mesa mientras corroboro que tenga balas. Está cargada con las mismas seis balas desde el momento que la compré, hace más de dos años, cuando creí que estaba preparada para suicidarme, pero no lo estaba. Fui una cobarde. Guardé el revólver en el fondo de mi armario a la espera de que algún suceso extraordinario acabara con mi vida, porque yo no tenía las fuerzas para hacerlo por mi cuenta. Pero ahora es distinto. El momento llegó. Me armé de todo el valor que necesito. Escucho la puerta de mi vecino abrirse. ¿Qué hace? ¿A dónde va a esta hora de la noche? Voy corriendo para observarlo por la mirilla, pero cuando estoy por llegar escucho un golpe en mi puerta. Seguro me vendrá a consolar como lo hace siempre. Me preguntará como estoy, si necesito algo. Si puede hacer algo por mí. Me escuchó, me vio llorar cuando llegué y viene a intentar calmarme y a decirme, ‹‹Ya pasó todo››. Pero yo estoy calmada y pronto va a pasar todo para siempre. Estoy más decidida de lo que jamás estuve en mi miserable vida. Un segundo golpe a mi puerta me saca del sopor y me devuelve a la realidad. Agarro bien firme el revólver con las dos manos y apunto hacia dónde está mi vecino, parado del otro lado de la puerta. Mi dirijo a abrirle y a terminar con su vida, para luego terminar con la mía. ‹‹Ya es hora››. --- Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado en el año 2014.

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Aléjense de Jon de Mount Maunganui

La situación se había ido de las manos. La diplomacia no resultó como pensábamos y yo estaba a punto de recibir el primer puñetazo de mi vida en la cara. El futuro agresor era una mezcla de Kiwi y Maorí. Un gordo fornido. Manos anchas. Cuello rollizo. Brazos seguros. Avanzaba hacia mí diciendo unas palabras raras en inglés. Mis amigos querían calmarlo, pero él parecía no escuchar o no entender. Estaba obnubilado por lo que yo le había dicho. Se sentía ofendido por mis palabras y no le importaba que yo midiera casi dos metros y estuviera rodeado de cinco personas. Era su tierra, su casa y ningún Sudaka iba a poner en tela de juicio su honor. Su nombre era Jon. Dueño de la casa que habíamos alquilado por quince días en Mount Maunganui, una ciudad con playa y una montaña en Nueva Zelanda. Nada quedaba de ese buen samaritano que habíamos conocido dos semanas atrás, cuando estuvimos a punto de dormir en la calle. Sus rasgos de salvador se habían convertido en rasgos de asesino serial. Yo no debí hacerlo enojar. ¡Si ni siquiera le entendía cuando hablaba! ¿Por qué carajo le dije, en mi pobre inglés, que el problema era que él nos había robado nuestro dinero? Mientras avanzaba a los gritos, mi mente se bloqueó. Nunca había estado en una pelea y mi primer enfrentamiento iba a ser con un loco estafador, ex rugbier o caníbal, o las dos cosas, en un país en el fin del mundo. —Te está diciendo que te va a llevar a la corte. En ese momento volví a respirar. No me quería boxear, quería resolver el asunto mediante abogados y jueces. Esas semanas fueron de lo mejor. Playas, caminatas, compra de nuestra camioneta Van Toyota Estima de siete asientos, amigos nuevos, muchos días de sol y mar, escalada al Monte. Pero al principio fue complicado. Cuando arribamos provenientes de Tauranga no pudimos conseguir alojamiento en Mount Maunganui. Todas las plazas hoteleras estaban ocupadas por culpa de un gran evento que se estaba celebrando en la ciudad. Desesperados y como único posible techo un McDonald’s, nos pusimos a buscar algo por Internet. Unos chicos de Chile nos recomendaron, en un grupo de Facebook, que nos contactaremos con un tal Jon. Mauro y Micaela fueron a hablar con este Jon y una hora después estábamos todos en su camioneta paseando por Mount Maunganui con él como chofer y guía. Parecía un buen hombre. Nos llevó al supermercado para que hagamos las compras y luego nos enseñó la casa. Nos quedamos hablando como dos horas de la vida. —Qué agradable sujeto —comentamos cuando se fue a redactar el contrato de alquiler por 15 días. Al rato volvió. Firmamos los papeles. Le pagamos por adelantado las dos semanas y se ofreció a llevarnos a ir a ver a un amigo que tenía un auto para vender. Le dijimos que bueno. Que lo íbamos a pensar y nos dimos las buenas noches. Todo iba perfecto. No dormimos en la calle, si no, en una casa bonita en uno de lugares más lindos de Nueva Zelanda. Pero lo bueno se terminó al día siguiente y Jon mostró sus garras de gato, como lo apodamos. Primero entró sin golpear. Ok. Era su casa, pero se la estábamos alquilando. Y no sé cómo funcionan las cosas para él, pero creo, y espero no equivocarme que, en casi todo el mundo, el inquilino tiene prioridad y ningún propietario se anda metiendo en la casa que alquila sin permiso. —Let’s go —dijo. —¿A dónde? —¿Cómo a dónde? A ver el auto. —Ah. Sí. Con respecto a eso —le dijimos —, preferimos esperar y buscar más adelante. ¿Para qué? Su sonrisa se transformó en irá y empezó a los gritos. Como no le decíamos nada, porque no podíamos entender la situación, se fue dando un portazo. Allí cambió todo. La relación se volvió fría y solo cruzamos palabras con él un par de veces en dos semanas. Una cuando nos retó porque estábamos usando mucho Internet. Y la segunda cuando sacamos la basura un día que no correspondía. Lo primero tuvo consecuencias inmediatas; nos cortó el Wi-Fi por dos días. La segunda tuvo consecuencias económicas. En el contrato de alquiler, que por cierto no habíamos leído, porque confiamos en ese{" "} “agradable” señor que era Jon, claramente figuraba que, sacar la basura otro día que no fuera el jueves conllevaba una multa de 20 dólares neozelandeses que se descontaría del depósito de 600 dólares neozelandeses que tuvimos que pagar juntos con el alquiler. Aceptamos nuestro error y lo primero que hicimos a continuación fue leer el contrato detalladamente. Ahí nos encontramos con otro problema. Sin saber cómo, habíamos perdido uno de los dos juegos de llaves que nos dio al principio y eso suponía otra multa de otros ¡200 dólares neozelandeses! porque, supuestamente, tenía que cambiar la cerradura completa. Pero la gota que rebasó el vaso y, el motivo por el que yo estaba a punto de recibir una citación judicial fue que, una vez que nos fuimos de esa casa se quedó con el Bond (depósito) aduciendo que el televisor estaba roto y que tenía que limpiar las alfombras porque las habíamos manchado. No hubo forma de que nos lo entregara. Incluso cuando le juramos y le recontra juramos que no habíamos encendido ese aparato nunca y que las alfombras estaban así cuando llegamos. —Está bien —dijo, después de un tiempo —. Vuelvan en unos días y les doy lo que queda del Bond, luego de descontar las multas. Nos fuimos con un mal sabor de boca. Nos sentíamos estafados y, por ende, una vez ubicados en la ciudad de Katikati, que sería nuestro nuevo hogar por tres meses, empezamos a escribir cosas malas de Jon en los Grupos de Nueva Zelanda en Facebook. Cosas del estilo de: “Aléjense de Jon de Mount Maunganui” “No le alquilen la casa que es un estafador” Y similares. Por alguna extraña razón, Jon leyó esos mensajes en los Grupos y nos llamó furioso. Nuestro abogado defensor fue Maxi, que intentó mediar y calmar los ánimos. Como buen letrado de viajes, consiguió una mediación, que significaba una reunión entre las partes involucradas para el día siguiente. Allí fuimos todos en busca de nuestro dinero. Jon, como buen charlatán, empezó un parloteo diciendo cosas sin sentido para dilatar el problema. En ese momento se me ocurrió decir algo. Invadido por la impotencia que me daba todo lo acusé de ladrón. Y así fue cómo empezó y terminó esta historia. Después de bajar los decibeles, de apartarme a un lado, se llegó a un nuevo acuerdo. Él nos devolvería el dinero si nosotros borrábamos los mensajes de Facebook. Aceptamos y quedamos en volver un par de días después por la plata. Volvimos, pero mis amigos decidieron que yo no participaría del encuentro y me dejaron a unas cuadras. Temían que por fin recibiera una trompada en la cara. --- Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado en el año 2021.

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El abismo

Ella se encontraba en el borde mismo del abismo. Él la miraba con culpa, a una distancia considerable. Ella se giró para buscar una mínima esperanza. Él cerró los ojos para llorar. Ella siguió adelante.   --- Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado en el año 2021.

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El otoño en Alejandría

Una tarde como muchas otras, volvía yo de la escuela camino hacia mi casa. Podría haber sido 14 de febrero para los románticos de turno, pero me da pena decirles que era otoño, ya que las hojas habían empezado a caer con mayor esmero y, como sabemos, en mi pueblo, el otoño formalmente empieza a mediados de marzo. Ocho cuadras separaban a mi escuela de mi hogar. Ocho cuadras que había transitado por casi diez años de manera ininterrumpida sin que sucediera nada memorioso. Pero esa tarde otoñal, alrededor de las 17:45 horas, algo digno del recuerdo y la nostalgia aconteció en mi vida y quedó guardado para siempre en mis evocaciones. Con paso cansado pero firme retornaba de mi jornada escolar. El ciclo lectivo había comenzado hacía poco tiempo y ya se sentía en las diminutas ganas de un adolescente, como lo era en ese entonces. El fin de año estaba muy lejos, pero el comienzo de un gran amor estaba a sólo media cuadra de distancia detrás de mí. Sin saber por qué, quizás guiado por una fuerza que no supe comprender, a cuatro cuadras de llegar a mi casa me doy vuelta sobre mis pasos y fue en ese preciso momento que nuestras miradas se cruzaron por primera vez. No sería la última, pero ese eterno instante perduró en el tiempo y en el espacio. A menos de cincuenta metros de mí, venía caminando ella, el ser más hermoso que había visto en mi vida, en la misma dirección y en el mismo camino que yo había transitado segundos antes. Con su guardapolvo blanco inmaculado y su pelo lacio que ondulaba imperceptiblemente por la brisa que corría en ese momento. Parecía una diosa de Alejandría, de la antigua Grecia, de Oriente. Era de otra época. Su belleza no se comparaba con ningún mortal del año 1998. Al notar que yo la estaba observando, sus mejillas se ruborizaron y su mirada cómplice se dirigió hacia el suelo. Pero a pesar de ello, no disminuyó su marcha. Yo sí, había detenido mi andar, obnubilado ante semejante epifanía. Mis músculos no respondían, mis pies no querían continuar. Los cincuenta metros que nos separaban se fueron reduciendo entre nosotros. Y ahí nos encontrábamos, a muy escasa distancia el uno del otro. Pasó ante mí. Yo no supe que hacer. Sólo me dediqué a contener ese choque ancestral entre dos almas perdidas. Al fin reaccioné y la seguí, pisando sus mismos pasos, caminando su mismo camino, apreciando su fragancia, creyendo en las extrañas y fantásticas coincidencias del destino. Ella notó mi presencia cerca suya a tal punto que se vio obligada a girar para mirarme. Ahora el que estaba sonrojado era yo, pero me obligué a no bajar la vista. Quería mantener y atesorar sus ojos en los míos como un recuerdo sagrado para la posteridad. Miles de preguntas acudieron a mi mente en ese momento. ¿De dónde había salido ese ser angelical? ¿Sería una crueldad o una bendición del destino? Pero lo que más me daba vueltas por la cabeza y el corazón era ¿cómo no había visto nunca antes a esta mujer si éramos vecinos? ¿Se habría mudado recientemente? ¿Sería un espejismo, una alucinación? ¿Me estaría volviendo loco? ¿Loco de amor? Nuestras miradas se volvieron a juntar, aunque esta vez advertí en sus dulces ojos que era una mirada de despedida, de un hasta luego, de un “nos vemos pronto” (si se me permite tal redundancia). Ella había llegado a su casa y la mía distaba de sólo media cuadra más. Quisieron los dioses y la buena fortuna que nuestras vidas se cruzaran en infinitas ocasiones posteriores, pero en ninguna volvimos o pudimos recrear ese mágico y único regreso de la escuela, de esa tarde de principios de otoño, de ese perfecto instante, de esas maravillosas cuatro cuadras que duró el amor real, puro y circunstancial. --- Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado en el año 2021.

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Instrucciones para parpadear

Si se tienen los dos ojos abiertos al mismo tiempo la tarea será mucho más sencilla. Pero si se tienen ambos ojos cerrados, o se los tiene uno sí y uno no, no se desanime que con un poco de práctica y empeño va a poder parpadear con total éxito. Vamos a analizar cada situación por separado para hacérsela más fácil. CASO A: Dos ojos abiertos Empecemos con lo más sencillo: que se tengan los dos ojos abiertos. Ok. ¿Me sigue? Perfecto. Ahora présteme mucha atención. La actividad que va a realizar será la siguiente. Le pido por favor que se concentre porque lo voy a escribir sólo una vez y tendrá que actuar muy rápido si quiere lograr el objetivo. A la cuenta de tres va a bajar los párpados, esas ventanitas que tienen los ojos, rápidamente, sin pensarlo demasiado y casi sin respirar (si no sabe cómo respirar, lea las Instrucciones para Respirar en este libro. Búsquela, hombre, no sea perezoso) hasta que queden los dos ojos completamente cerrados y luego de una milésima de segundo (es importante que controle esto y no se pase del tiempo establecido porque se me duerme) los va a volver a subir, a los párpados que bajó anteriormente, ¿me entiende?, de tal manera que queden ambos, los párpados, en la posición original de cuando se dispuso a realizar la acción. Y eso es todo. Ahora me lo repite a este ejercicio cada tres o cuatro segundos hasta que se muera, o en el mejor de los casos, esté dormido, porque, ¿no sé si sabe?, pero le cuento, que dormido no puede parpadear por la simple razón que tiene a los dos ojos cerrados. ¿Vio que no era tan difícil y no dolía? ¡Hombre grande! CASO B: Dos ojos cerrados Ahora vamos a complicar la cosa. Tomemos por caso que tenga ambos ojos cerrados, ya sea porque recién se despierta o por lo que sea. No me haga poner nervioso. Muy atento acá, ya que este ejercicio requiere de su total convicción de que puede hacerlo. Si usted no cree en usted, ¿cómo usted pretende que nosotros creamos en usted. ¿Usted me entiende, no? Sigamos. Con los dos ojos cerrados, o siendo más coloquial y técnicos, porque hay que hablar con propiedad, ¿vistes? Con los dos párpados en posición de reposo, va a realizar un ligero pero efectivo movimiento de párpados simultáneamente. Los va a levantar hasta que pueda ver, o por lo menos que queden los dos ojos abiertos. Es importante que sean los dos ojos a la vez los que estén abiertos, no se lo repito más. Una vez que haya logrado tener los dos ojos abiertos, simplemente repita los pasos del CASO A escrito en la página anterior. Desde este instante, si sigue al pie de la letra dichas instrucciones, no le debe presentar mayores inconvenientes el parpadeo. “ Yo imagino el parpadeo de las luces que a lo lejos van marcando mi retorno ”, decía un viejo tango. Ah, sí. Porque también parpadean las luces. ¿No sé si sabe? Pero eso es otro tema. No se me vaya por las ramas. Cualquier cosa me practica varias veces antes de llamarme de vuelta. No quiero perder el tiempo. Con un par de repeticiones calculo que serán suficientes para aprender todo el ciclo. CASO C: Un ojo abierto, un ojo cerrado Acá lo quiero ver. Vayamos al caso de que tenga un ojo abierto y otro cerrado. No se me ocurre cómo fue que le quedaron los ojos de esa manera, pero puede suceder. No se preocupe. Tal vez le estaba guiñando un ojo a una señorita que pasaba por la calle o ligó el ancho de basto, que se yo. No estoy para ponerme a pensar en estas cosas, sino para darle so-lu-cio-nes. E-fec-ti-vas. ¿Me-en-tien-de? Lo más difícil en este caso será coordinar los dos ojos. Tenemos que lograr, o que le queden los dos ojos abiertos o que le queden los dos ojos cerrados, porque si intenta parpadear en el estado en que se encuentra puede producir una graciosa catástrofe que ni usted ni yo queremos que ocurra. Entonces, para evitar esto hará lo siguiente. Dos puntos: El ojo que tiene cerrado lo va a intentar abrir, pero sin mover el otro, el que tiene abierto, porque le quedarían desparejos de vuelta. Una vez que logre abrir el ojo que tenía cerrado y al mismo tiempo mantener abierto el ojo que tenía abierto, diríjase a las instrucciones del CASO A. Si por el contrario quiere hacer a la inversa (como le gusta complicar la cosa a usted, ¡¿Eh?!), lo que tendrá que hacer será simultáneamente cerrar el ojo que tiene abierto y mantener cerrado el ojo que tiene cerrado. Una vez hecho esto diríjase a las instrucciones del CASO B. ¡Uf! Como costó, ¿no? Pero mire que lindo que me parpadea ahora. Sus ojos están capacitados para seguir parpadeando ad infinitum y más allá.   Posdata. Dos puntos. En cursiva. Si tiene alguna otra consulta y quiere que le explique cómo hacerlo, me escribe que yo le escribo. --- Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado en el año 2021.

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La mala fortuna del piloto

Dedicado a mi buen amigo Waldemar Santorelli. Basado en hechos reales… El Gran Premio de Francia tenía todas las condiciones para que finalmente lograra su primera victoria arriba de un auto de Fórmula 1. No era martes ni trece, sin embargo, El Piloto era una persona muy supersticiosa. La mala fortuna había estado presente en muchos momentos de su carrera deportiva. Por esto, ese fin de semana, tomó todos los recaudos. Antes de salir a competir, besó sus amuletos que tenía guardado con candado para que nadie los{" "} “contaminara” con malas ondas, revisó él mismo su vehículo minuciosamente, chequeando cada detalle decenas de veces y luego se dirigió, muy confiado, hacia la competencia. Sintió muy adentro suyo que éste era su momento y nadie podía arrebatarle la gloria. Su gloria tan ansiada. El Piloto creció en una granja en un pueblito de Nueva Zelanda. Desde muy chico se interesó por los coches. Siendo un adolescente, ya mostraba sus habilidades en competencias de carreras de autos antiguos en la playa. Es así como comienza su trayectoria como corredor, que lo llevó a competir primero en Australia y más tarde en Europa. Animado por sus brillantes resultados, y con sólo dieciocho años, llega a la máxima categoría del automovilismo profesional; la Formula 1. Su corta edad y su capacidad al volante prometían una carrera deportiva llena de éxitos y campeonatos. Pero la suerte nunca estuvo de su lado. De los 99 Grandes Premios en los que participó, no pudo ganar ninguno. Sólo se tuvo que conformar con seis segundos puestos y diez terceros, a pesar de haber largado 29 veces desde la primera fila. Aunque vale decir, que en dos oportunidades logró pasar la bandera a cuadros en primer lugar. Sin embargo, y como si la suerte intentara burlarse de él o fuera una broma de mal gusto del destino, esas carreras se trataban de Grandes Premios no puntuables. Estas dos victorias estaban fuera del calendario oficial de la Formula 1 y no entregaron puntos a los pilotos. No fueron contabilizadas y nadie les dio importancia. Una de esas carreras fue en el histórico circuito de Silverston, en Inglaterra, a principio de los años 70. La otra competición donde terminó primero fue en el Gran Premio de Argentina del año 1971. Otros eventos como roturas de motores en momentos claves, que se le detenga el auto en la largada, quedarse sin combustible en mitad de la competencia, no poder salir a la pista por descomponerse minutos antes de la carrera, peleas con sus compañeros de equipos, choque involuntario con el auto de seguridad, entrar a boxes en momentos en que no lo estaban esperando, y tantos otros desencuentros deportivos lo convirtieron en el centro de atención de los periodistas y colegas por su mala fortuna. Incluso, su reputación de mala suerte era tan fuerte que un escritor de la revista Campeones bromeó sobre él diciendo que “si fuera un enterrador, la gente dejaría de morir”. En la temporada del 67 compitió con un auto de Ferrari, una de las escuderías más importantes de la Formula 1. En ese año, su mejor ubicación en una carrera fue un quinto puesto. En toda la rica historia de este equipo nunca un piloto de esa escudería no había logrado, por lo menos, subirse al podio en una competición en todo el año. El Piloto fue el primero. Pero lo anecdótico fue que, al año siguiente, otro piloto con el mismo monoplaza que él dejara, haya sido campeón con mucha ventaja sobre el segundo. Pero ese fin de semana parecía distinto. Dominó ampliamente los ensayos y las clasificaciones, se hizo con la pole position, y desde el inicio de la carrera había conseguido una distancia casi inalcanzable sobre el resto. El sueño de la primera victoria se acercaba cada vez más. Todo el mundo estaba pendiente de esta carrera. Con media vuelta para finalizar la competencia, y con la bandera a cuadros flameando en el horizonte ante sus ojos, se dirigió hacia un triunfo seguro. Ya se veía levantando el trofeo y bañando con champagne a todos los miembros de su equipo. Notas en los diarios y revistas, invitado a la televisión. ¿Por qué no, que en los programas de chimentos le inventaran un romance con alguna modelo? El mundo entero se iba a rendir a sus pies. Pero la diosa fortuna volvió otra vez a jugar con él. Una piedra, en mitad de la pista, se fue a incrustar en el neumático delantero derecho acabando para siempre con su sueño. Después de hacer varios trompos y de terminar hundido en la cama de leca, quiso finalizar la carrera a pesar de todo, pero el auto nunca encendió. Intentó como último recurso empujarlo nuevamente hasta la pista, pero fue en vano. Ya no tenía más fuerzas ni voluntad para seguir. Ya se había rendido ante el destino de su vida. Finalmente abandonó a escasos metros de la llegada, viendo como sus colegas pasaban uno a uno a través de la meta que él nunca llegaría a alcanzar. --- Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado en el año 2021.

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Memorias de un viejo ventilador de pie

Hola. Soy un viejo ventilador de pie. No recuerdo bien cuando llegué a la familia González–Primo, pero debe hacer no menos de quince años. Sí. Soy de los viejitos. Ya sé que no puedo competir con los ventiladores sofisticados de hoy en día o contra los aires intergalácticos que vende Naldo, pero todavía me la banco bastante. Debe ser porque no tengo tantas horas de uso. ¡Si la mayor parte de mi vida, en esta casa, me la pasé guardado en la oscuridad de un ropero! Aunque tuve temporadas buenas. De eso no me puedo quejar. Cuando todavía vivía la Gordi, la madre de los chicos, le dábamos duro y parejo. Me la pasaba casi todas las noches de verano a su servicio. ¡Qué épocas aquellas! Yo también la extraño mucho a la Gordi porque era de las pocas, por no decir la única, que me sabía valorar. Los pibes son ciclotímicos y por mucho tiempo usaron esos pedorros ventiladores de techo que tienen por toda la casa que, en vez de refrescarte, remueven el calor por todos lados. Aunque tengo que reconocer que el más chico me dio su buen uso cuando me llevó a vivir con él en la casa que había alquilado con su ex. Esos dos veranos que pasamos juntos tuve lindo trabajo. No me quejo. Al contrario. Si a mí lo que me gusta es girar, girar y enfriar a mis amos, por así decirlo. Me acuerdo de que hasta la perra estaba contenta conmigo que no me ladraba. Al que tenía loco era al secador de pelos. Pero conmigo, éramos grande amigos. Después de eso volví otra vez al encierro, al exilio en el ropero. Varios veranos me los comí en la sombra. Hasta que uno de los ventiladores pedorros del living se rompió y ahí, el mayor, se acordó de mí. Me rescató y ahora estoy como uno más en un rincón estratégico del departamento. Estas fiestas que pasaron me usaron bastante. El pendejo me prendía algunas noches o cuando volvía de trabajar al mediodía o cuando salía de bañarse. Fue duro el verano pasado y ahí estaba yo para solucionar sus problemas climáticos. No les voy a decir que fue mi mejor temporada porque les estaría mintiendo, pero por lo menos, cada tanto, me ponían a laburar. A hacer lo que me gusta. Si bien ya estoy grande y es momento de empezar a fallar, pero aquí me ven, sigo tan robusto como el primer día. Con mis casi dos metros de altura, mis paletas azules y con mis tres niveles de intensidad —el más rápido no lo aguanta ninguno porque es como si pasara un huracán por este departamento, se empieza a volar todo y me cambian enseguida a mínimo, que también es re cojudo. Y bueno. Yo por lo pronto, sigo al pie del cañón para cuando me necesiten. A pesar de mi edad, me siento muy bien. Todavía tengo cuerda para rato, para unos cuantos años más de rosca. No. Si no se van a deshacer fácil de mí. Soy un toro de los ventiladores. Ahí lo veo al chiquito que está en la mesa escribiendo. Cada tanto me mira. Se debe estar cagando de calor, así que me parce que voy a tener acción. Está pesado el ambiente y no creo que aguante mucho más. Además, se clavó un café y veo como sus poros están pidiendo a gritos aire frío. Y es en ese momento cuando entro yo en escena. Permiso. Es hora de trabajar. (Seguro que el gallina me pone otra vez en mínimo) --- Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado en el año 2021.

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Psicópata

Advertencia: Este cuento contiene episodios con violencia, sexo y diálogos inapropiados para menores. Empecé robándome los vueltos de los mandados. Era muy fácil engañar a mi madre diciéndole que las cosas habían aumentado. Era época de hiperinflación y no dudaba de mis palabras ya que era su hijo preferido. Igual, lo que más me gustaba de ese tiempo de fines de la Primaria, eran las pajas y los petes que me hacía mi tía cuando venía de visitas. En realidad, no era mi tía-tía, sino que era la hermana del tipo con el que andaba mamá. Pero yo y mi hermana le decíamos tía. Como también le decíamos papá al viejo con el que se encamaba nuestra madre. Todo empezó como un juego y terminó como terminó. Un día me la garché a la tía. Tenía doce años y ella, creo que treinta y tres o por ahí. Estaba re caliente. Me la estaba chupando duro y parejo y en un momento le pregunté, con mi cara de inocente, si se la podía meter. La muy guacha ni lo dudó y se la mandé hasta el fondo. Esa fue mi primera vez. Después pasé a robarme lapiceras, borratintas y calculadoras científicas de mis compañeros de Secundaria. Me las escondía en los huevos para poder sacarlas de la escuela, ya que una vuelta empezaron a revisar todas las mochilas a la salida por el faltante de cosas. A las lapiceras las guardaba en una caja de mocasines que tenía en el ropero. Me gustaba coleccionarlas. En cambio, a los borratintas les quitaba las etiquetas y los usaba. Con las calculadoras hice plata. Primero se las vendía al Chichi, un almacenero del barrio que no hacía preguntas de donde las sacaba, pero el forro me pagaba dos mangos. Sabía que eran robadas de mis compañeros y me tenía medio de las pelotas. Por eso se aprovechaba con el precio. Así que cambié de estrategia y las empecé a cambiar por Paco en el Fonavi. No vayan a creer que consumía o me drogaba con esa mierda. No. Era puro negocio. El Paco lo revendía a los chicos de séptimo en el baño de la escuela. Los pendejitos se juntaban a fumar en el recreo y yo les caía con las drogas. Se ponían como locos. Me las sacaban de las manos. Esos guachines me adoraban y me dejaron mis buenos pesos. Una vuelta me animé a agarrarme a una minita en el salón de música. Estaba por terminar la Secundaria. Era una que se hacía la gata todo el tiempo y se la daba de fifí. Fue medio de prepo. La metí a la fuerza en el salón y se la metí también a la fuerza, mientras le decía que, si llegaba a gritar o contarle a alguien de esto, le cortaba la cara a navajazos. Igual la amenaza fue un poco al pedo porque le terminó gustando y me empezó a buscar para que me la cogiera seguido. Hasta me ofreció el culo en el segundo encuentro y más de una vez me pidió que le acabara en la boca.   Lo primero que hice al terminar la escuela fue entrar a la policía. Mi mamá se sentía re orgullosa de mí. Yo en cambio hice la más fácil. Me metí de cana para no tener que salir a laburar por ahí. Además, me pagaban por estudiar y eso del estudio se me daba bien. No me costaba. Mi hermana se había escapado de casa con un pelotudo y no la pudimos encontrar. Mamá se la pasaba llorando todo el día. La pendeja tenía quince años y ya había quedado embarazada. Yo le dije que abortara o la cagaba a palos a ella y le cortaba las bolas al tontito del novio. Una tarde se las tomaron y no los vimos más. Nunca los pude encontrar que, si no, los acribillaba a los dos. Así que mamá se sintió un poco mejor con mi ingreso a la policía. Cuando salía de franco los fines de semana me volvía para el pueblo. Mamá tenía todo preparado. Me esperaba el viernes a la noche con la piecita lista y milanesas con papas fritas para comer. Una genia la vieja. A veces me hacía ravioles los domingos al mediodía y se encargaba que no haya ni un ruido en el barrio a la tarde para que yo pueda dormir la siesta. Al boludo del novio lo había fletado hacía rato por lo que éramos nosotros dos solos. Yo extrañaba un poco a la tía. Un par de veces la fui a visitar y nos dimos de lo lindo. Ya estaba un poco más grande. Se le notaba en el cuerpo. Se le empezaron a caer las tetas y el culo le quedó medio flácido. Vivía en el pueblo de al lado en un departamento pedorro. Igual no me importaba nada de todo eso. Yo me la quería coger y que me la chupara como cuando era pibe. Los sábados a la madrugada, después de salir del boliche, me iba a darme unos saques a la plazoleta que está enfrente de la Terminal de colectivos. Si pasaba alguno por ahí, era carne de cañón. Yo que estaba medio duro me les tiraba encima para robarles. Si era un flaco el que pasaba, le daba un par de golpes y me quedaba con la billetera, el reloj y el celular. Si pasaba alguna minita sola, me la cogía. Y si se ponía cargosa o se hacía la loca, la fajaba y listo. Fin del asunto. No era de andar con vueltas. Si no pasaba nadie me hacía una paja y acababa arriba de los bancos. Me cagaba de la risa solo de pensar que alguien se iría a sentar en mi leche. Creo que todos los bancos de la plazoleta están pintados con mi guasca. Llegó el día de mi graduación como oficial de la cana. Vestidito con un trajecito de marinerito japonés hice el juramento y mamá lloró de emoción sentada en la primera fila. Ya estaba para atrás la vieja. Tenía sus buenos años encima y no daba más. La tía también fue a verme. Esa noche en un telo me confesó que se había re calentado cuando me vio recibir la medalla. Así que esa noche me la cojí y le juguetié con la medalla por el culo. La tía también estaba hecha mierda, pero seguía cogiendo como la mejor. No sé si eran los años, la experiencia o que se le venía la menopausia, pero era una leona en la cama. A veces no le podía seguir el ritmo y eso que yo estaba en mi mejor momento. Lo más gracioso fue que mi primer trabajo de milico fue ir a vigilar la plazoleta. Yo me había recibido con honores en la academia y había echado un físico terrible. Además, algunas de mis víctimas habían denunciado que los habían robado, violado o cagado a palos allí y, como yo era el más apto de todos los que terminamos ese año, los boludos me mandaron a controlar el lugar. Fui bastante vivo. En la plazoleta no hice más nada, así que mis jefes estaban re contentos conmigo y me felicitaban todo el tiempo por haber vuelto la tranquilidad en ese barrio. Hasta me ligué un ascenso y todo. Me dieron una camioneta para mí solo y me trasladaron a vigilar las zonas de quintas, campos y la laguna. Me pegaba unas siestas tremendas en la soledad de las Pampas. A veces para no aburrirme y no perder el ritmo, me iba de noche a la laguna y encañonaba a las parejitas de enamorados que iban a garchar. Así me hice unos cuantos pesos. Una vez me terminé cogiendo a uno que se me hizo el loquito. Se la quiso dar de héroe que defendía a su chica y terminó con un tiro en la rodilla, la nariz destruida y el culo como una flor. Encima le hice tragar toda mi leche. Todita se la tomó sin chistar. Pedazo de gil. Si hubiese entregado la guita sin hacerse el ídolo se iba tranquilo. A la noviecita la juné enseguida. La turrita trabajaba en La Anónima del centro. Una noche, cuando se volvía para su casa, la esperé y la intercepté. Me la subí a la camioneta esposada. Le dije que la arrestaba porque era sospechosa de una estafa y no sé qué mierda más. La asusté diciendo que se iba a comer como tres años en cana, mínimo, por lo que había hecho. No saben cómo lloraba la loca. Me juraba y me recontra juraba que me había equivocado de personas. Que no era ella. Que era toda una confusión. Yo me cagaba de la risa. La llevé hasta un descampado en la zona de quintas del San Francisco y cuando me bajé de la camioneta me reconoció. Lo vi en sus ojos que me reconoció. Se quiso hacer la boluda, pero yo lo noté. Le di un par de sopapos y sin perder tiempo le bajé el jean y le acabé medio rápido. Después le pegué un tiro en la frente y la tiré en una zanja. Terminamos culpando al novio, porque parece que un par de veces, después de lo que le pasó en la laguna conmigo, la había cagado a palos. Así que cayó por pichi. Una noche, medio en pedo que estaba, se me ocurrió hacer plata rápido y mandarme a mudar a la mierda, así que a la tarde siguiente me metí al Francés de la calle Bolívar y Pellegrini con una 9 milímetros y un pasamontañas. Estaban por cerrar y les caí de sorpresa. Bajé a un guardia y a una empleada que salió corriendo, queriéndose escapar. Después me di cuenta de que la conocía del barrio, pobre. Me fui directo a las cajas que estaban atendidas por pendejitos que se hicieron encima. No estaban acostumbrados a que pasara esto en el pueblo. Esa fue mi carta maestra. No sabían cómo reaccionar ante una situación como esa. Los encerré a todos en una oficina, creo que era la del gerente, y los até de pies y manos con unos precintos. Me fui con el tesorero hasta la caja fuerte en el subsuelo, me hice con treinta millones de pesos y me las tomé. Antes de salir le pegué un par de cachetadas a una señora que no paraba de insultarme y decirme que era un maleducado. Le dejé un ojo como una compota. Vieja de mierda.   Y acá estoy. En una isla del Caribe lo más choto. Gracias a algunos contactos que tengo, pude salir del país sin que me revisen la mochila y me traje casi toda la plata. Me levanté a una negra culona que le encanta coger y que la caguen a palos. Así que todas las noches le doy murra y le parto el culo como se debe. Esto sí que es vida. Ayer me enteré de que murió mamá y la calentura que me agarré que la pobre negra casi quedó internada. No me reaccionó como en dos horas. Me parece que se me fue la mano, pero con alguien tenía que descargarme. Encima creo que está embarazada. Porque mientras buscaba en el baño algo para que reaccione, encontré uno de esos Evatest con dos rayitas. Y ahora estoy en duda si dos rayitas es positivo o negativo. Igual cuando la vea devuelta le pido perdón y que se case conmigo. Seguro que me la chupa hasta dejarme con los ojos dados vueltas. --- Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado en el año 2021.

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Vigilia

Me mira. Yo sé que me mira. Sus ojos fríos se me clavan en el medio de la espalda. Gigantes. Brillando en la penumbra. Filosos como sus dientes. Esperando el momento. Me está midiendo. Agazapado. Latente. Buscando la oportunidad en que baje la guardia. Al acecho. Como el depredador que es. Como lo dicta su naturaleza animal. Carnívoro.No les quiero contar nada a mis padres porque me tratarían de loco y no me creerían. —“Es producto de tu cabecita imaginativa que tenés”, diría mi mamá. —“No podés pensar en esas mariconadas”, diría mi papá. Pero yo sé que me quiere matar. Lo intuyo. No sé si es un sexto sentido o un instinto de supervivencia.Él sigue allí. Como todas las noches. Observándome. Torturándome con su respiración agitada. Con sus movimientos silenciosos entre los almohadones. En su cucha. El lugar que eligió como su guarida. Su base de operaciones malignas. Su hábitat en esta casa. Ante cualquier signo de debilidad por mi parte, me salta la yugular. Me destroza.Lo peor de todo es que sé que percibe mi miedo. Juega con eso. Me martiriza. Lo disfruta. Sabe cuáles son mis peores pesadillas porque crecimos juntos. Nos conocemos desde siempre. Él vino a esta casa el mismo día que me trajeron del hospital recién nacido. Y desde ese momento duerme conmigo en mi habitación. Pero desde hace un tiempo cambió. Ya no es más la mascota dócil y cariñosa que aparentaba ser. Ahora se volvió agresivo y sé que tiene como único objetivo comerme mientras duermo. Por eso es que me mantengo en vigilia desde hace una semana. Siete días de sufrimiento esperando que me ataque en cualquier instante de la noche. Así que no puedo bajar los brazos un segundo. No me lo puedo permitir si quiero seguir con vida. Sin embargo, a este ritmo no creo que sobreviva mucho tiempo.Ya no puedo más. Ya no aguanto más. Mis ojos se me cierran solos. Un sudor frío baja por mi frente. Los músculos se me relajan. Ningún sonido inusual en mi habitación. Mi mente se apaga. La oscuridad de la noche cae sobre mí y siento su respiración asesina cada vez más cerca. --- Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado en el año 2021.

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Diario de un niño

Unos de los últimos recuerdos que tengo de los cinco juntos, fue cuando estábamos yendo para Olavarría. Era de noche y creo que llovía. Faltaban quince kilómetros, según le oí decir a mi padre en un pensamiento en voz alta que tuvo. Íbamos al velorio del tío Pepe Muñoz. Yo tenía, en ese entonces, ocho años. Mi hermano, tres años más grande que yo, viajaba en el asiento trasero conmigo, y también lo hacía, entre ambos, mi hermanita de once meses en su sillita. Mi hermano me venía contando cómo había muerto el tío. Me decía que lo habían encontrado descuartizado en el chiquero de los chanchos. Que le estaba dando de comer a los animales, como todas las mañanas, cuando sufrió una parálisis en las piernas y cayó al suelo, y así los chanchos lo fueron despedazando de a poco hasta matarlo. Me pareció que era una historia exagerada e inventada. A lo mejor me la contaba de esta manera para asustarme, pero era mucho más interesante que la sonsera que nos había dicho mamá, algo así como que un ángel lo vino a buscar al tío Pepe y lo llevó con el Señor para que lo ayudara a terminar el mundo. Mamá era una mujer muy religiosa. Tenía su propio santuario en casa, con todas las estampitas del santoral ordenadas por fecha calendario. Todas las noches rezaba una hora. En cambio, mi padre era un ateo confeso y devoto. Siempre decía que las religiones, y sobre todo la católica, eran los peores males de la humanidad. Que por culpa de ellas se cometieron los crímenes más atroces de la historia. Estos dichos eran motivos de largas discusiones y peleas entre ellos que se producían mientras cenábamos. Mi padre llegaba cansado de trabajar en la fábrica y buscaba cualquier excusa para meterse contra la religión. Él siempre decía que, iglesia y gobierno eran lo mismo. Mamá, también cansada del taller de costura que tenía en casa, de hacer todas las tareas del hogar y, además, atendernos a nosotros, no se quedaba atrás y le replicaba como la más experta en religiones del mundo. Éramos una familia normal. Mi padre creo que tenía alrededor de cuarenta y cinco años. Era único hijo, por lo tanto, no teníamos tíos de parte de él. Tampoco teníamos abuelos ni de mamá ni de mi padre, ya que habían muerto antes de que naciéramos nosotros. De la familia de mamá solo quedaba el tío Pepe Muñoz, pero como era (o fue) un solterón al que no se le conoció mujer en toda su vida, o eso decía papá acerca del tío, no teníamos primos, así que fuimos siempre muy solitarios. Jugábamos con mi hermano en casa todas las tardes después del colegio, sólo nosotros dos. No teníamos muchos amigos, pero nos divertíamos un montón. Nos encantaba jugar a la pelota en el patio, pero teníamos que aguantar los gritos de mamá a cada rato diciendo que tengamos cuidado con las plantas. Al final, nos cansábamos y nos poníamos con los soldaditos y los indios hasta la hora de la cena. A mí siempre me tocaba ser del bando de los soldaditos, aunque quería ser de los indios, pero mi hermano me decía que eran mejor los soldaditos porque cumplían con la ley. Al final los indios siempre se quedaban con todos los tesoros. No creo que ser parte del lado de la justicia tenga sus beneficios. Nunca me dejó ser indio, pero tampoco nunca se lo pedí, para que no se enojara, ya que mi hermano se enojaba por cualquier pavada. Pero a pesar de todo, es al que más extraño. A mamá también, obvio. De papá no tengo un sentimiento muy marcado. Trabajaba todo el día y sólo lo veíamos en la cena. Y mi hermanita, bueno, pobrecita, era muy chiquita y se la pasaba durmiendo, haciendo caca o llorando. Con mi hermano pasábamos largas horas en el taller con mamá, que le encantaba contarnos historias de nuestra familia, y también de los vecinos. Nos enteramos antes que papá, que Lalita, la vecina de al lado de dieciséis años, de quién, yo estaba muy enamorado, quedó embarazada de su novio, también de la misma edad. Y que el padre de ella, el señor Cortiana, un hombre que andaba siempre serio y tenía unos bigotes a lo Mario Bros, lo había ido a buscar para fajarlo y se lo tuvieron que llevar esposado a la comisaría por querer golpearlo. Y que, una vez detenido por los policías, no paraba de gritar en el medio de la calle: ‹‹Ese pendejo embarazó a mí hija. Le llenó la cocina de humo. ¡Lo voy a matar! Cuando lo agarre lo mato›› . También nos contó una historia, para ella romántica, para nosotros aburrida, de cómo se habían conocido sus propios padres en la década del cuarenta, el mismo día que el General (nunca supe el nombre de este señor, porque mi madre siempre lo llamaba con orgullo, “El General” a secas) fue llevado desde una isla hasta la casa del presidente. Supuestamente, en dichos de mi madre, mi abuela Catalina tenía por entonces diecinueve años y había ido con una amiga a la plaza del centro a celebrar algo así como una fiesta por el regreso del General a la ciudad. Cuando pasaron por una casa de fotografías, vieron una foto en la vidriera de un joven vestido de militar, y mi abuela y su amiga se quedaron un rato en la vereda contemplando la belleza del hombre que aparecía en ella. Decidieron ingresar al local, y cuando le preguntaron al dueño quién era ese señor tan apuesto de la foto de la vidriera, una voz desde atrás de ellas les respondió: ‹‹Cabo Ramírez para servirles, señoritas››. Fue amor a primera vista decía mi madre con lágrimas en los ojos, aunque mi hermano bromeaba a sus espaldas murmurando que había sido amor a primera foto. El relato de cómo se habían conocido con mi padre no tuvo mucha gracia, y creo que ella tampoco la contó con mucho entusiasmo. Se habían conocido en un baile en el Club 6 de Agosto. Él la invitó a bailar. Hablaron toda la noche y se pusieron de novios. A los diez años empezamos a nacer nosotros y fin del cuento. En realidad, las historias que más nos entretenían eran los chusmeríos de los vecinos. Mamá sabía vida y obra de todos en el barrio. Como la historia de Lalita, había de a cientos. Unas más entretenidas que otras. Nosotros nos sentábamos en el piso, mientras le enrollábamos los hilos, a escucharlas. Que la señora de la vuelta, creo que se llamaba Norma o Cora, había engañado a su esposo con el cartero. —Tan buen tipo y trabajador que es el Jorge —decía mi madre—, y esa yegua que lo engaña todos los miércoles con ese borrego que trabaja en el Correo Argentino. No se merece que le haga esto, pobrecito. Algún día le voy a contar y que se vaya todo al demonio. Creo que mamá lo quería mucho al Jorge. Siempre que se veían se saludaban de manera muy afectuosa y se quedaban charlando un rato largo, riéndose a carcajadas. A mí hermano y a mí también nos caía bien el Jorge, porque cuando nos veía con mamá, nos daba unas monedas y nos decía que vayamos a comprarnos algo al quiosco y después que vayamos a jugar a la placita Venezuela un rato. La mirábamos a mamá para pedirle permiso y ella siempre decía: —Ay, este Jorge que los malcría a ustedes dos. Vayan, pero pórtense bien. A la hora de la merienda los quiero de vuelta acá, ¡eh! Cómo extraño las historias de mamá. Tenía un don para contarlas, y se sabía todos los más mínimos detalles. Nuestra preferida era la de los vecinos de la otra cuadra, donde el Simón, el dueño de la verdulería, le había robado la mujer al Felipe, la Marisa, que vivían justo al lado de él y eran muy amigos. —Si hasta pasaban las fiestas juntos —decía mamá. Y el Felipe, para no ser menos, se juntó con la Mercedes, la de los perros (así la llamábamos nosotros porque tenía como cinco perros que te ladraban cuando pasabas por su casa. Eran insoportables). —Encima de todo —continuaba mi madre—, el Felipe y la Marisa tienen dos hijos, el Francisquito, Panchito, el que va con vos a la escuela, y la Popi que tiene dos añitos, pobrecita. Y la Mercedes tiene a la Carlita de cuatro. Y el Simón tiene a Marcos y la Dani, que ya son grandes, pero igual es un lío. La cuestión es que ahora el Simón y el Felipe volvieron a ser amigos y pasan las fiestas todos juntos otra vez. Y para colmo, la Marisa está por tener al Fernandito, y creo que la Carlita va a tener un hermanito también. Se le nota la panza a la Mercedes, aunque ella todavía no lo reconozca. La verdad, yo no entiendo a esa gente. Nos encantaba esa historia. Nosotros tampoco la entendíamos mucho, pero nos gustaba armar el rompecabezas de esas familias, y le pedíamos a mamá que nos la cuente todas las semanas, para poder ir completando las piezas. Obvio que cuando estábamos con Pancho ni comentábamos del tema. Mi hermano le quería decir algo. Cargarlo, tal vez, pero mamá se puso firme y se lo prohibió. Al final mi hermano se olvidó del asunto. Igual no jugábamos mucho con el Pancho. No nos caía muy bien. No sé si era por el tema de su familia o qué, pero tratábamos de esquivarlo. Cuando tocaba el timbre de casa, le decíamos a mamá que le diga que estábamos durmiendo, haciendo la tarea o cualquier otra mentira.   Que lindos recuerdos. Hasta ahora no encontré a nadie que contara las historias tan bien como las contaba mamá. No quiero decir que me traten mal en este lugar, pero no es como cuando estaba en casa. A mi hermano hace mucho que no lo veo y casi que ni me hablan de él. Me lo crucé un par de veces en el patio. Nos vimos de lejos y nos saludamos, pero enseguida lo metieron adentro junto con los demás chicos que estaban con él. Yo pregunto siempre a las señoras que nos cuidan, pero me dicen que no me preocupe, que está bien. Solo puedo estar con los chicos de mi edad. No me dejan juntarme con los más grandes. Me parece una estupidez, porque yo estaría mejor si estoy con mi hermano. También creo que mi hermanita está en otro lado. No en este mismo edificio. Me parece que se la llevaron de acá. Un chico que está en la misma pieza que yo me dijo que había escuchado que ahora vive con otra familia, en una casa de verdad. Por un lado, me puse contento, porque al ser tan chiquita, no se va a dar cuenta de todo lo que pasó y se va a adaptar mejor a sus nuevos padres. Pero por otro, me gustaría que esté conmigo y con mi hermano, que, en definitiva, somos su verdadera familia. Había veces que mamá se iba a hacer los mandados y nos decía que la cuidáramos un rato hasta que ella volviera, y a los dos segundos que se iba mamá, empezaba a gritar como una loca y no sabíamos que hacer para que dejara de llorar. Lo único que la calmaba era cuando mi hermano le hacía gestos raros con la cara. Se metía los dedos en la boca y se estiraba los cachetes para los costados mientras cruzaba los ojos, y mi hermanita paraba de llorar y lo miraba como sorprendida, mientras estiraba las manos para querer tocarlo. No sé qué harán esas personas para que no llore. Espero que les hayan dicho la técnica de mi hermano cuando la vinieron a buscar. Ahora los días son muy aburridos. Yo, mientras tanto, me entretengo recordando las historias de mamá y anotándolas en un cuaderno. Las escribo para no olvidármelas. Cuando sea grande se las vamos a contar con mi hermano a nuestra hermanita y le vamos a hacer gestos con la cara. Estoy practicando frente al espejo todas las mañanas antes de bañarme. Creo que ya me salen. Igual hoy no puedo escribir mucho, me dijeron que me acueste temprano porque mañana tengo una reunión con dos personas que me quieren conocer. Mañana seguiré escribiendo. --- Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado en el año 2014.

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Insomnio criminal

‹‹El tribunal de la sala III de la Cámara del Crimen condena a Esteban Alberto Molinari a la pena de veinte años de prisión efectiva más una indemnización a la familia de la víctima por la suma de pesos un millón quinientos cuarenta y cinco mil setecientos…›› Las palabras sonaban una y otra vez en su cabeza. Nunca había padecido de insomnio, pero ahora era un tormento insoportable. Por las madrugadas, desde que lo confinaron en la prisión del estado, se despertaba sobresaltado y bañado en sudor. No hubo una noche que haya podido dormir sin sobresaltos. Soñaba con el crimen y se despertaba. Soñaba con la condena. Soñaba con la víctima y hasta con su propia muerte. Pasaba las tardes leyendo en el patio y cuando el sol se escondía en el horizonte, empezaba su martirio. Comenzó a tenerle fobia a la oscuridad. Daba vueltas en la cama hasta poder conciliar el sueño. Cuando lo lograba, una nueva pesadilla lo devolvía al mundo de los despiertos. Un mundo que ya no soportaba más. Un mundo que se le había hecho pesado desde siempre. La mente humana puede convertirse en nuestra peor enemiga. Ahora tenía todo el tiempo para pensar. Eso, para él, era lo peor. Aunque aún no había reflexionado cómo se le escapó ese detalle tan minúsculo. ‹‹Era el crimen perfecto››, pensaba. Tenía todo planificado de principio a fin desde hacía mucho tiempo. Qué arma usar, el momento adecuado para intervenir, el lugar ideal para el acto, su coartada en caso de ser necesario. Todo estudiado hasta el último fragmento. Nada librado al azar. Parecería uno de los tantos asesinatos por robos que ocurren día a día. Sin embargo, algo salió mal. --- Esteban pertenecía a una familia de clase media. Hijo único de Estela y José Molinari. Le gustaba hacer deportes, pero la naturaleza no lo había dotado de talento para ninguno. Cada día, después del colegio, se recluía en su cuarto donde pasaba largas horas frente al ordenador. No tenía amigos, tampoco se había preocupado en hacerlos. Era muy reservado, tímido y el centro de todas las bromas en la escuela. Desde que tenía uso de razón que lo habían tomado de punto. Se burlaban todos los días de él. Los primeros años intentó defenderse en un par de ocasiones de estos ataques, pero recibió algunas golpizas que lo hicieron retroceder en sus aspiraciones de ser un héroe. Al final optó por callarse y aguantarse todos estos tormentos sin contarles nada a sus padres. ‹‹Me caí jugando al fútbol con los chicos››. ‹‹Me raspé en la clase de gimnasia›› , eran sus incontables excusas. Mentía porque sentía vergüenza, lástima de sí mismo y mucha impotencia. Sobre todo, mucha impotencia. --- Diego Jeremías era compañero de clases de Esteban desde el jardín de infantes, y el promotor de todos los chistes y burlas contra él. Tenía una inteligencia superior en materia de bromas. Siempre fue de contextura física más grande que los demás, por ello, no le tenía miedo a nadie. Todos sus compañeros de curso fueron, aunque sea una vez, centro de sus bromas. Pero Esteban era su preferido. Todos los días tenía un motivo nuevo para burlarse de él. Contaba con la complicidad de un grupo de chicos que le hacían “el caldo gordo” en todo momento. Se reunían fuera de clase para planificar la maldad que le harían a Esteban al día siguiente. No tenían escrúpulos y Diego se sentía cada vez más impune y omnipotente. Hasta el día de su cumpleaños número dieciocho. --- Durante el último año de colegio, y cansado de tanto acoso, Esteban estuvo planificando su venganza contra Diego. Consiguió un arma sin registro en la villa, con tres balas en el tambor. Estudió todos los movimientos de su víctima, hasta el más mínimo detalle. Definió sus posibilidades de escape, una vez consumado el hecho. Ensayó frente al espejo de su habitación lo que diría en el encuentro. El plan consistía en abordar a Diego en un terreno en donde estaban construyendo un edificio, unas cuadras antes de que éste llegara a su casa, una vez que hubiera finalizado su habitual práctica de fútbol en el Club Entrerriano. El día elegido no era un detalle menor, sería el día en que cumpliera años la víctima. Lo amenazaría con el arma, obligándolo a ingresar a la obra en construcción. Primero lo haría sufrir un poco, y luego lo liquidaría de tres disparos certeros al corazón. Le robaría algunos efectos personales y desaparecería sin dejar rastros, tomándose unas vacaciones en la casa de sus tíos en Posadas. Una mente atormentada por años de acoso puede llegar a extremos inimaginables. --- Al terminar la práctica de fútbol, Diego se vistió lo más rápido que pudo y salió caminando de prisa hacía su hogar, donde lo esperaban sus amigos para festejar su cumpleaños. Las vacaciones de invierno habían comenzado justo ese mismo día y él creía que no podía tener más suerte con la fecha ya que podría festejar su mayoría de edad a lo grande y por el término de varios días. Al llegar a la esquina de Cerrito y Coronel Márquez divisó una figura parada en el medio de la vereda. En seguida se dio cuenta que era el incompetente de Esteban. —¿Qué haces a estas horas solo “Estebanquito”? Tené cuidado que el “cuco” anda por estos lados —le dijo. Esteban no respondió, sino que empezó a reírse de una forma extraña que hizo enojar a Diego al instante. No se necesitaba demasiado para lograr esto. Era un chico exasperante e irritable. —¿De qué te reís bobón? —dijo. Como no respondía y continuaba riéndose, se acercó para golpearlo, pero Esteban, en un movimiento rápido y torpe sacó un revólver y lo apuntó. —Entrá ahí —le dijo señalando la puerta de chapa. —¡Pará loco, pará…! —Entrá o te fusilo acá nomás. ---   ‹‹Fue un homicidio premeditado. Eligió el arma más letal, el lugar de indefensión de la víctima y el plan para escapar…›› Era la voz del fiscal la que aparecía en su mente una y otra vez. ‹‹Algo falló. Mi plan no era perfecto como creía›› , se reprochaba tirado en el fino colchón de su celda, mientras miraba el cielo de cemento, el mismo que observaría por veinte años más. Intentó recordar la noche del crimen, pero sólo pudo reconstruir algunas escenas difusas. ‹‹Otra noche sin dormir››, pensó angustiado y lleno de ira. Se paró en la diminuta y solitaria celda que no compartía con nadie. Era uno de los pocos reclusos que tenía celda individual. Sabía que esto tarde o temprano le traería problemas. Pero ahora no era el momento de preocuparse por eso. Su principal preocupación que lo carcomía por dentro era el maldito insomnio. Desde hacía varios días no podía dormir y eso lo estaba consumiendo. Notaba su cara demacrada, el cuerpo abatido y la respiración entrecortada. Estiró los músculos de a uno en forma pausada. Trató de tranquilizarse, pero fue en vano. Se aferró de los barrotes y estuvo a punto de gritar en la penumbra del pabellón. Contuvo el aullido en la garganta y comenzó a llorar en silencio. --- La noche del crimen era una de esas noches cerradas, donde la luna no se mostraba en el firmamento y una niebla espesa cubría la ciudad. ‹‹La noche ideal, para el crimen perfecto››. En su cuarto, Esteban repasaba los últimos detalles, hasta que el reloj de pulsera le avisó que era el momento. Guardó el arma en el bolsillo interior de su campera, se miró por última vez al espejo y salió rumbo a su destino. Cuando llegó a la obra en construcción rompió el candado y dejó la puerta de chapa entreabierta, con el espacio suficiente para que pudiera ingresar con Diego más tarde. Se ubicó en la penumbra de la cuadra a esperar que pasara su víctima.  ‹‹Siéntate a esperar y verás pasar al cadáver de tu enemigo››, sonrió de manera irónica al recordar la vieja frase que tan bien se ajustaba en esta situación.  Aunque no sólo era cuestión de sentarse a esperar, tenía que actuar. Debía hacer algo que nunca había hecho, y esto podría ser muy peligroso. Estuvo quince minutos esperando bajo un frío invernal que le calaba los huesos y le hacía temblar la mandíbula. Le parecieron eternos. Por un instante sintió deseo de cancelarlo todo, pero siguió adelante por orgullo. ‹‹Este tipo nunca más se va a meter conmigo ni con nadie››, se dijo a sí mismo para darse coraje, mientras se ponía la capucha de la campera en la cabeza y palpaba con suavidad el arma entre la tela. A una cuadra de distancia vio acercarse a un sujeto, de inmediato supo que era Diego. La forma inconfundible de caminar, con ese andar arrogante y agitando los brazos de manera exagerada a los lados no podían ser de otra persona que del gran bravucón de la ciudad. Dudó un instante, pero la suerte ya estaba echada. Se paró en el medio de la vereda a esperarlo y lanzó un interminable suspiro. Las primeras palabras que Diego le dirigió le resultaron muy graciosas y no contuvo la risa. Lo miró a los ojos y le mostró los dientes. Cuando se percató que sólo estaba a unos pasos de distancia, sacó el arma de la campera y le apuntó directo al corazón. Estuvo tentado de terminar todo en ese momento, pero respiró profundo y continuó con su plan. Lo obligó a entrar a la obra, lo hizo sentar en un montículo de arena y empezó a interrogarlo. --- Diego no supo cómo, pero de repente se encontraba desparramado en la arena, suplicándole a su captor que se calmara. ‹‹Tiene un arma. Es la única forma que este idiota puede someterme. Ya va a realizar un paso en falso y en ese momento le voy a dar la mayor paliza de su vida›› , pensó. No podía apartar la vista de la pistola, un sudor frio le empezaba a correr por la espalda. —¿Qué estás haciendo, che? —dijo—. Esto es una locura. ¡Calmémonos! —¡Callate la boca! Las preguntas las hago yo —le replicó Esteban con una mueca falsa en su rostro—. Decime, ¿Por qué te gusta tanto molestarme? —No… eeeeh… son sólo bromas de mal gusto. No es personal. Vos sabés como soy yo. —Si. Sé bastante “bien” como sos —dijo mientras se miraba una vieja cicatriz en uno de sus dedos—. ¿Así que hoy es tu cumpleaños? Tremenda sorpresa te estás llevando, ¿no? —lanzó una carcajada conteniendo el ruido y abriendo bien la boca. Diego notaba que Esteban había dejado de mirarlo directo a los ojos y estaba pendiente de otra cosa. Lo tenía a una distancia bastante lejos como para saltar sobre él. No podía correr ese riesgo. Si lo intentaba le dispararía antes de poder tocarlo. Sin embargo, el tiempo se le acababa. La situación se estaba dilatando demasiado. No entendía que le ocurría a Esteban. Tal vez estuviera esperando un cómplice, supuso Diego. Éste no dejaba de mirar hacia todos lados, sobre todo para el lugar donde estaba la puerta. Lo notaba impaciente. Nervioso. En un intento desesperado, Diego trató de encontrar una respuesta a lo que estaba sucediendo. Notó que Esteban observaba una inusual cantidad de veces su reloj. Se quedó quieto, esperando el momento de actuar. Hasta que la claridad invadió su mente. Ahora comprendía bien lo que estaba pasando. ‹‹Este desgraciado está esperando que pase el tren para matarme y que no se escuchen los disparos›› , pensó. En un arrebato de locura y rabia, se abalanzó sobre Esteban. Lo único que sintió antes de tocar de nuevo el suelo, fue una fuerte quemazón en su estómago. --- ‹‹El plan fue perfecto. Tuvo sus complicaciones sobre el final, pero borré todas las pistas›› , pensó Esteban, mientras se volvía a recostar en el colchón de la sucia celda. No sabía qué le angustiaba más, si pasar casi toda su vida entre esas cuatro diminutas y asquerosas paredes o que su plan hubiera fallado. La soledad que sentía en estos momentos no se comparaba con nada. Lo peor era que su realidad no había cambiado. La impotencia contenida que sintió durante tantos años gracias al continuo castigo que había recibido de Diego, ahora la padecería, por veinte años más de sus compañeros de prisión. Lo tomarían de punto otra vez. Ya no podía soportarlo. --- La idea de tirarlo sobre la pila de arena se le ocurrió en ese momento, así lo tendría controlado. De esta manera, a Diego se le haría muy difícil pararse con agilidad y él tendría el tiempo suficiente para matarlo. La hora se acercaba. La desesperación lo absorbía. Consultó por enésima vez el reloj, eran las 21:38. ‹‹El tren tendría que estar pasando en estos momentos. ¿Por qué siempre se retrasa el hijo de puta? ›› , pensó. Tenía el dedo en el gatillo y en cualquier momento se le resbalaría. No podía aguantar más. Una fuerte tensión se había generado en el ambiente. Se aproximaba el final y Esteban lo presentía. En unos minutos más todo su calvario habría concluido y podría vivir en paz por el resto de su vida. Volvió a consultar el reloj y escuchó un ruido que provenía de la vereda. Miró sobre su hombro derecho y al instante notó que algo raro estaba sucediendo. Sin recordar cómo, le había disparado un tiro a Diego en el pecho. Una oleada de temor se apoderó de él. Miró desde años luz a su víctima que yacía tirado en el piso, junto al montículo de arena, agarrándose el estómago y lanzando unos chillidos extraños por su boca. En ese ir y venir en cámara lenta, se volvió a encontrar con los ojos de Diego en el medio de la oscuridad. Su brillo no se había apagado aún. Apuntó directo al corazón y vació el tambor del revólver. Observó, con la mirada perdida, cómo el humo que despedía el cañón del arma ascendía hacia el cielo. Al instante un escalofrío le recorrió todo el cuerpo y lo volvió en sí. Se agachó para comprobar que Diego estuviera muerto. Le palpó el cuello y no sintió ningún latido. Con mucho cuidado le quitó el reloj y la billetera y se lo guardó en el pantalón. No quiso tocarlo más por miedo a dejar sus huellas en el cadáver. Escondió el arma en el bolsillo de la campera, se secó el sudor de la frente y salió caminando por donde había entrado. La realidad le pegó con fuerzas en el alma y empezó a correr en dirección hacia su casa. A mitad de camino escuchó la sirena de la policía o quizás de la ambulancia, no sabía distinguirlas. Se asustó. Temió que lo hayan visto pero cuando consultó el reloj descubrió que había transcurrido más de media hora desde el asesinato. Llegó a su casa. Entró por la puerta de atrás. Escondió el arma entre los tabiques de la pared y se acostó mirando la nada. --- Ahora se encontraba otra vez mirando la nada en medio de la penumbra, su nueva enemiga. Cada día que pasaba la celda le parecía más chica y sabía que terminaría por aplastarlo. Agarró el diario del día después al de la condena que lo tenía guardado debajo de la cama. Sacó una pequeña linterna en forma de llavero y apuntó el ínfimo haz de luz hacia el papel. En la tapa se encontró con una persona igual a él, pero le pareció que era del siglo pasado. En la imagen principal estaba la familia de Diego abrazándose y llorando. También estaba ella, la novia de Diego. La persona que lo encontró tirado en el umbral de la puerta. Miró la hoja y en un ataque de furia la rompió en varios pedazos. Todavía no podía comprender como Diego pudo arrastrarse hasta su casa, con tres disparos en el cuerpo. Menos aún podía entender cómo, con sus últimas palabras, con el último suspiro de vida, con el último aliento, tuvo el tiempo y la lucidez suficiente para gastarle una última broma. ‹‹Fue Estebanquito››, fueron las palabras que brotaron de su boca, esa noche fría de invierno, mientras se perdía en una convulsión mortal. ‹‹Fue Estebanquito››, alcanzó a oír la novia, antes de que Diego cayera muerto en sus brazos, y ‹‹Fue Estebanquito›› mencionó el juez cuando leyó la sentencia. Ahora la eternidad los separaba. Víctima y victimario estaban en mundos diferentes, pero sabían que pronto se volverían a encontrar en algún punto. Allí la historia sería otra. La infinitud sería testigo de la mayor revancha de todos los tiempos. Porque la venganza de los condenados por el propio destino tiene otro sabor. --- Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado en el año 2014.

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Mi lucha interior

Cierro mis ojos. Intento concentrarme. No puedo. Los recuerdos y pensamientos están por todas partes. Lucho contra ellos. Terminan por vencerme como lo hacen siempre. Son más fuertes que yo. Están mejor preparados que yo. Llevan años de entrenamiento y disciplina. Es una batalla que tengo perdida desde hace mucho. Ellos siempre salen victoriosos. Se jactan de su poder. Se mofan de mi debilidad. No puedo. ¿O sí? ‹‹Mi mente es lo más poderoso que tengo››, me digo para darme ánimo. Si logro dominarla y hacer que trabaje para mí, podré conquistar mi mundo. Vuelvo a la carga. Busco un lugar apartado de toda la sociedad, de todo bullicio. Lo encuentro. Es el sitio ideal para empezar mi lucha interior. El sol se filtra por todos los poros de mi cuerpo y me llena con su energía infinita. El silencio me envuelve con su manto de serenidad. Estoy contento. Presiento que ha llegado el día que puedo vencer todos mis miedos. Ha llegado el momento de hacerme cargo de mi vida. ‹‹Yo soy el protagonista principal de mi vida››, me repito como un mantra. Yo, y nadie más que yo, soy el responsable de todos mis actos. Cierro mis ojos. Intento concentrarme en mi ser interior. Esta vez mi estrategia será distinta. Un gran amigo me dijo que no luchara contra mi mente, sino que la dejara ser y la aceptara como es. Vuelven los monstruos al ataque. Pero en esta ocasión no pueden contra la muralla que he puesto contra ellos. Aunque comprendo que no se van a quedar tranquilos después de un primer embate frustrado. Sigo mi camino hacia la iluminación. Ahora los pensamientos se desvanecen de mi cabeza, pero dejan un rastro. Las sobras de algo que poco a poco comienza a hacerse más fuerte. Poderoso. Se han transformado en sentimientos y me invaden por todos los flancos. Estoy perdido. Siento cómo uno a uno se van cayendo los ladrillos de la pared que me servía de escudo. ¿Qué hago? ¿Cómo los detengo? Están decididos a derrumbarme. Dudo. Busco en todo mi arsenal las armas para enfrentarlos. No las encuentro. Voy a plantar bandera blanca contra mis sentimientos, derrotado y sin fuerzas. No quiero seguir esta lucha. Es demasiado para mí. Soy débil y cobarde. Es el fin ¿O no? Me escucho a mí mismo, repito mis palabras una y otra vez, mis juicios. No estoy perdido. La solución puede estar al alcance de mis manos. Intento percibirme como un ser nuevo, un ser diferente, fuerte y valiente. Una energía interior surge como un tornado y descubro cómo vencerlos. Descubro que estos sentimientos no son más que inventos míos o, mejor dicho, de mi mente. He encontrado la solución a este acertijo. Entonces, como una fiera en busca de su presa, decido presentarles batalla una vez más, allá, donde ellos quieren. En su territorio. No dejo que me influyan. Los comprendo. Me apiado de ellos. Respiro bien hondo para que toda la energía positiva del mundo ingrese dentro de mí y dejo salir el aire viciado, despidiéndome de mis viejos rivales. Ya no soy el mismo. Me he superado. Acepto y comprendo que fue solo una simple batalla. Me esperan muchas y más sangrientas. La guerra no está ganada todavía, y puede que dure toda la vida. Pero ahora me siento preparado para enfrentar a mis futuros enemigos internos, que no serán más que mis viejos adversarios evolucionados y con más poder. No sé en qué se transformarán estos sentimientos cuando se reagrupen y emprendan una nueva arremetida. Pero acá los espero. Meditando. Reflexionando. Descubriendo en cada respiración el poder infinito que tiene mi mente. Aceptando la realidad, mi realidad tal cual es y aceptándome tal cual soy. Vuelvo a inspirar y exhalar. Esta vez de manera consciente, millones de veces más. Un equilibrio mental se va apoderando de mí. Siento la energía resonar por todo mi cuerpo. No sé cuánto tiempo llevo en este estado porque el placer interior que abrigo hace que pierda la noción del mismo. Me dejo llevar. Mis enemigos quedaron muy atrás. No creo que puedan alcanzarme. Disfruto de este momento mágico. Sé que no va a haber otro igual, porque cada instante es único. En mi interior solo calma y tranquilidad. Solo silencio. Mi mente se disuelve y es libre de sus propios pensamientos. Abro mis ojos y continúo con mi vida. He encontrado en la paz de mi alma todo lo que necesito. Es un nuevo comienzo. ¿O no? --- Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado en el año 2014.

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Un final premeditado

Decidió matarla y luego suicidarse. No podía soportar tanto dolor en sus entrañas. Tampoco podía soportar el sufrimiento perpetuo de ella. La vida no tenía más sentido para ninguno de los dos. La luz se terminó de extinguir para ambos y ya no quedaba nada que hacer en el mundo. Su vecina había llegado bien entrada la madrugada, borracha otra vez. Él la escuchó detenerse en la puerta, buscar las llaves en el bolso, maldecir a todos por no encontrarlas y luego dejarse caer al piso rendida para romper en llanto. No se atrevió a observar por la mirilla de la puerta. No quería ver esa imagen de mujer derrotada por la vida, que había presenciado en incontables situaciones. Sentía demasiado amor por ella desde hacía mucho tiempo. La amó desde el primer día que la vio. En ese entonces, ambos eran jóvenes. Ella se había mudado al edificio en el que vivía Mariano, justo en el departamento de enfrente. Había llegado con una maleta llena de sueños y proyectos desde una pequeña ciudad del interior. Quería estudiar arte. Todavía recuerda muy bien cuando la ayudó con la mudanza y tuvieron su primera charla. Esa noche no pudo dormir pensando en su nueva vecina. Pero ahora, además del amor incondicional, sentía pena por ella. Una lástima contenida que tampoco lo dejaba dormir por las noches. Ya no eran aquellos jóvenes entusiastas que supieron ser y la desgracia se había cruzado en sus vidas. Mariano no alcanzaba a comprender cómo de un momento a otro pasaron de estar hablando en el pasillo del edificio sin más preocupaciones que ser felices, hasta el instante en que ella quedó embarazada de un hombre que se dio a la fuga ni bien conoció la noticia. Se reprocha no recordar ese momento, y también se recrimina no haberle declarado su amor cuando todavía tenían tiempo de cambiar sus destinos. Ahora ya era demasiado tarde. El tren se había ido bien lejos y no podrían alcanzarlo nunca más. El ruido de la puerta cerrándose lo sacó del sopor en el que se había refugiado.   ‹‹Al fin encontró las malditas llaves››, pensó mientras se dirigía hasta su dormitorio. Al llegar a la habitación tomó el revólver que tenía guardado en su mesa de luz y suspiró profundo. Convencido y comprometido con el final de ambos, se arrodilló al lado de la cama y comenzó a rezar. Pero en lugar de oraciones le salieron súplicas de perdón. No pudo aguantar más y se puso a llorar, sin contenerse. No lloraba en silencio como lo hacía casi todas las noches, sino que largó un grito que llevaba en su interior desde hacía mucho. Una congoja que tenía guardada desde que la hija de su vecina, a la edad de cinco años, se enfermó de leucemia y a los seis meses murió dejando a una madre sin consuelo, sin energías, ni ganas de seguir viviendo y dejándolo a él con el corazón destrozado. La poca fuerza que le quedaba para afrontar sus días se le fue esfumando al padecer en carne propia el sufrimiento de ella, cada noche cuando la escuchaba volver a su casa, borracha. Cuando la oía llorar hasta quedarse dormida. Cuando la sentía morir lentamente, a cada minuto, sin más por hacer en este mundo. Habían transcurrido más de tres años desde la muerte de la nena, pero a Mariano le parecía como si hubiera pasado un siglo. Ambos habían envejecido mucho desde entonces. Se les notaba en sus semblantes, aunque ninguno de los dos hacía nada por impedirlo. Ella mantuvo su trabajo en un restaurante del centro de la ciudad y él se fue despidiendo de a poco de su carrera de profesor de matemáticas en la universidad. Mariano ya no mantenía el mismo entusiasmo y concentración en las clases que tenía cuando comenzó en la docencia. Varias veces le habían llamado la atención por comportamientos descuidados, pero a él eso ya no le importaba. La noche que tomó la decisión de acabar con ambas vidas, fue una madrugada en la que su vecina se puso a gritar desesperada en el ascensor, mientras iba subiendo hacia su departamento. Él la fue a esperar para ayudarla, como lo había hecho muchas otras veces. Cuando abrió la puerta del ascensor la encontró tirada y acurrucada en un rincón. La miró con dolor, era la única mirada que le quedaba y ella al verlo empezó a gritarle. — ¡Andate, Mariano! ¡Dejame sola! ¡No quiero tu pena! ¡No quiero tu miseria! ¡Comprate una vida! ¡Andate! ¡No te quiero ver! ¡No quiero la pena de nadie!{" "} Mariano se retiró a su departamento conteniendo el llanto y en ese momento supo lo que tenía que hacer. Varias noches pasó sin poder conciliar el sueño tratando de encontrarle una solución. Pero no había ninguna. Ahora estaba dispuesto a ponerle fin a este martirio. Agarró el revólver bien fuerte, lo miró sin verlo y salió directo hacia su último acto. Abrió la puerta de su departamento y lo primero que vio fue el bolso tirado en el piso. Acomodó los objetos, tomó aire y coraje, aunque ya no lo necesitaba. Estaba decidido a terminar con todo de una vez. Golpeó la puerta que tenía delante. Sus últimas palabras en este mundo fueron para sí mismo. ‹‹Ya es hora››. --- Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado en el año 2014.

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Amor eterno

Cuando lo vio por primera vez caminando por la Rambla, supo al instante que esa persona sería el amor de sus sueños. Se imaginó una vida con él. De la mano por la Barceloneta, por el Raval, por el Puerto, por el Park Güel, por el barrio de Gracia, por el Gótico. Entrando de blanco, radiante, en Santa María del Mar. Como una princesa con su príncipe azul. Barcelona sería testigo de su amor incondicional e infinito. Envejecerían juntos y nadie los podría separar nunca. Porque una historia como la que vivirían estaba destinada a ser eterna. Inmortal. Lo vio alejarse y le tiró un beso. Pensó, “hasta pronto, amor mío”. Entonces sus ojos se le llenaron de lágrimas. Miró a su madre. Le pidió el biberón. Tenía tres años. --- Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado en el año 2021.

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El asesino del Martes

Todas las miradas se posaban en el Miércoles. Era el principal sospechoso del crimen. Nunca antes en la historia un día había sido asesinado. El Fiscal había pedido pena de muerte a los gritos. Los Jueces tuvieron que llamarle la atención porque se le quería ir al humo. Una vez calmado, se acomodó el traje y se sentó en su lugar con cara de nene caprichoso. Algunos acusaban al Lunes, pero fue el mismo Fiscal quien lo había defendido, otra vez a los gritos, alegando que no tenía razones geográficas para cometer semejante delito. Dicho eso, saltó su escritorio y salió corriendo en dirección al Miércoles con intención de fajarlo. —¡Fuiste vos, hijo de puta! Confesá pedazo de sorete. Por fortuna los policías lo contuvieron a tiempo y la acción no pasó a mayores. A todo esto, el Miércoles no había pronunciado palabra desde que llegó a la sala. Observaba el piso de mármol y negaba con la cabeza todo el tiempo. Ni siquiera había reaccionado cuando el Fiscal, en reiteradas ocasiones, lo intentó agredir. De vez en cuando buscaba con la vista al Viernes, su mejor amigo y compañero de salidas, pero éste estaba absorto. Con la mirada perdida en un almanaque colgado en la pared. Como era de esperar, el juzgado estaba lleno. Era un hecho trascendente. Sería la primera vez que se celebraba un juicio como este y no había jurisprudencia que valga. Por eso todos estaban alerta al desenlace del caso. Algunos se temían lo peor. Otros eran más optimistas y adivinaban un futuro próspero y mejor. Al fin y al cabo, era el Martes el que ya no existía y creían que podría ser reemplazado fácilmente. Pero ¿podría reemplazarse un día tan a la ligera? Ese era el interrogante de la mayoría. En la puerta se agolpaban los periodistas de chimentos. Sin consideración por lo acontecido, buscaban obtener alguna confesión subida de tono por parte del Sábado que acababa de llegar tarde, borracho y despeinado. Éste tampoco podía ser el asesino, ya que tenía pruebas suficientes en las redes sociales de que había estado de parranda sus veinticuatro horas y parte del día del Domingo. Hablando del día de descanso, estaba muy callado. Había llegado temprano como le ordenaron. Arrastrando los pies, subió las escalinatas y una vez dentro, se fue a ubicar en un banco de la última fila y allí se quedó en silencio. Saludó por cortesía a los demás días cuando iban llegando y no volvió a emitir sonido. El Jueves también estaba presente en el lugar, pero se lo veía relajado de conciencia. Sentadito al lado del Viernes, trataba de pasar desapercibido. Sabía que nadie lo iría a acusar por su fama de cobarde. Además de que estaba convencido en un 95% de que él no había sido el asesino. También se presentaron los Meses. Los doce reunidos en un mismo lugar como hacía mucho que no ocurría. ¿No se iban a perder semejante espectáculo? El más eufórico era Febrero. Si bien ese año no era bisiesto, el petizo aplaudía al Fiscal en su acusación al Miércoles y alentaba a los otros Meses a que se unan. —¡Justicia para el pobrecito del Martes! ¡Queremos justicia, Dios! ¡Ju-ti-cia!{" "} —gritaba a cada rato. Diciembre y Enero no le daban bola. Estaban en la suya charlando, preocupados con la organización de las fiestas. Ese año llegarían más rápido por razones obvias de que faltaría un día en cada semana. — Vos te quejás por esos Reyes, pero hay que aguantarse al gordo de rojo con su insoportable “Jo Jo Jo” desde temprano —le decía Diciembre a Enero—. Lo bueno es que este año voy a trabajar menos y se va a pasar rápido. Octubre había regresado del baño y preguntó si se había perdido de algo. Septiembre le comentó el episodio del Fiscal y de lo insoportable que estaba Febrero. —Siempre igual ese petizo —dijo Noviembre queriéndose unir a la charla, pero tampoco le dieron bola. Era un mes al que no lo registraban. Entonces se largó a llorar una lluvia de lágrimas. Nadie lo consoló. Ubicados en primera fila estaban los hermanos Junio y Julio. Aunque no eran mellizos apenas por un día, la similitud entre ambos era asombrosa. Fríos y aburridos cuando viajaban al sur y alegres y extravagantes cuando residían en el norte. “Bastante esquizofrénicos los pibes”, pensaba Mayo que los miraba de cerca con envidia. —¡Fuiste vos hijo de puta! Admitilo que fuiste vos. —volvió a cargar el Fiscal y sacó a todos los presentes de sus pensamientos. Abril se asustó y se le despeinó su belleza. Marzo se empezó a cagar de la risa. —¿De qué te reís, boludo? —le dijo Abril. —De la locura esta. Era para traerse pochoclos. —Es bastante serio para que vos te burles de esa manera. —¿Te parece serio todo este circo, Abril? Igual me chupa un huevo y la mitad del otro. Somos el hazmerreír de todos. Los Chinos, los Hebreos, los Budistas se deben estar haciendo un picnic con nostros. Si los Aztecas y los Mayas todavía vivieran. Mamita… Pero ponete a pensar un poquito, Abril. En serio. Vamos a tener menos laburo. Vos porque no te tenés que aguantar a los pendejos en Sudamérica cuando empiezan las clases. Llegan de las vacaciones endemoniados los guachos y yo me los tengo que fumar todo el mes. Claro, porque a vos te los entrego mansitos y no tenés que hacer nada. — ¡Orden en la sala! Silencio. Vamos a dar comienzo al juicio. El Calendario Gregoriano contra el Miércoles. Se lo acusa de ser el actor intelectual y material del asesinato del día Martes. ¿La defensa tiene algo que decir? — Nuestro defendido se declara inocente de todos los cargos, señores jueces. —Puf. Inocente mis tarlipes. Fue él. No hay dudas. — Silencio, Fiscal. Ya le va a tocar su turno. Y háganos el favor de sentarse en su asiento, ponerse de vuelta la camisa que está revoleando y bajarse de su escritorio. El Fiscal hizo caso al Juez de mala gana apoyando con rudeza su cuerpo en el respaldo del sillón. El Miércoles levantó por primera vez la vista del suelo para mirar al Fiscal. Éste último, al darse cuenta que lo miraba, se llevó los dedos índice y el del medio a sus ojos y acto seguido señaló al Miércoles con esos mismos dedos. Esta acción la repitió tres veces mientras fruncía el ceño y entornaba los ojos. Al que se lo veía muy preocupado era al Año Siguiente. Era lógico. Sería el primero que tendría que reestructurar todo su calendario y eso no era tarea fácil. Con una libretita en la mano, anotaba todo lo que decían los Jueces y el Fiscal, pero lo hacía más como un acto reflejo propio de su nerviosismo. Él no estaba seguro de que haya sido el Miércoles el asesino del Martes. Más bien, se inclinaba por la culpabilidad del Lunes, pero a esa altura, lo que pensara no era importante. El quilombo que se le venía encima en pocos meses ni los Mayas lo podrían haber solucionado. El primero que se dio cuenta de la presencia de Osvaldo en la sala fue el Domingo. Pero ¿quién carajo era ese sujeto? Resulta que hace unos cuantos años, este personaje había hecho una fuerte campaña de lobby, con el apoyo de una famosa marca de cervezas argentina, para pasar a formar parte de los días de la semana. Domingo no lo había olvidado y le guardaba rencor. El problema se le presentó porque Osvaldo quería ubicarse entre él y el Lunes. Y no sólo eso, sino que quería que lo nombraran día de Fin de Semana con todo lo que eso significaba. Domingo se había opuesto firmemente en aquella ocasión alegando que incluir un día nuevo sería una infamia y una traición a la memoria del gran Gregorio XIII. Pero lo que en realidad lo disgustaba era que quería mantener su grupo reducido junto al Sábado de días no laborables. Se sentía cansado y viejo y no estaba dispuesto a aguantar a un día fiestero más. De sobra tenía con su día previo. Luego de seis jornadas intensas, el juicio había llegado a su fin. La semana se había terminado más rápido que de costumbre, claro está, y era el día de la sentencia. Aunque estaban en una encrucijada técnica, ya que no podían darse cuenta si era Martes o Miércoles. El Juez número tres se inclinaba por la segunda opción y decía que no podían dar su veredicto justo ese mismo día. El Juez número dos le comentó que técnicamente era Martes, a lo que el Juez principal lo calló de un sopapo. —Que ni se te ocurra volver a decir una pelotudez semejante como esa. ¿Está claro? Ya con el fallo preparado se dirigieron a la sala de sentencia.   —De pie señores —dijo un policía. Los tres Jueces entraron en fila india y se ubicaron en sus respectivos asientos. Todos se pararon y se sentaron devuelta como robots. El único que se quedó parado fue el Viernes. —Señores jueces, tengo algo para decir —dijo el Viernes. Se escuchó un fuerte murmullo en la sala. Los Jueces se miraron unos a otros. El Fiscal, afónico, quiso decir algo, pero ya no salían palabras de su boca. Febrero se tomó la cabeza. Marzo largó una risita sarcástica. Noviembre golpeó con el codo a Diciembre buscando un cómplice para la situación. Diciembre ni lo miró. El Año Siguiente y el Que Sigue se inclinaron hacia adelante en sus asientos. El Miércoles levantó la vista por segunda vez en todo el juicio. Buscó al Viernes y este lo miró fijamente a los ojos. El Miércoles le negó con la cabeza. Pero el Viernes volvió a mirar a los Jueces. Finalmente tomó el protagonismo el Juez principal. —Diga lo que diga, ya tenemos un veredicto. —Ustedes saben quién fue en realidad y se están haciendo los boludos —dijo el Viernes. —¡¿Cómo se atreve a dirigirse a nosotros de esa manera?! —dijo el Juez número dos y recibió otro sopapo del Juez Principal. Otra vez el murmullo se apoderó de todos. —Orden. Orden en la sala o se levanta la sesión. — Eso es lo que ustedes pretenden. Suspender esto. Pero no se van a salir con la suya —dijo el Viernes-. Quiero que todos me escuchen. Esto es un fraude. El asesino del Martes no es el Miércoles. El verdadero asesino del Martes es… Un fuerte estruendo aturdió a todos los presentes que se tiraron al piso en busca de protección. El Miércoles también cayó al suelo pero con sangre en su pecho. Los policías se recuperaron del estallido y se abalanzaron contra el agresor. El Fiscal, como último acto, le disparó al Viernes pero le erró y mató al Juez número dos. Luego se llevó el revólver a su sien y se voló los sesos. El Domingo se paró de su asiento y salió corriendo por la puerta de entrada. El Jueves al darse cuenta de esto, lo frenó con un tackle. —¿Pero qué hacés pelotudo? —dijo el Domingo. —Te estoy agarrando que te querías escapar. — ¿Pero vos sos o te hacés? No ves que estaba persiguiendo al Lunes que salió corriendo. ¿No entendiste nada de nada? Cuando todos quisieron reaccionar el Lunes ya se había perdido para siempre. Los motivos por los que asesinó al Martes salieron a la luz al instante. Estuvo todo el tiempo enamorado del Miércoles y había un día que le impedía estar junto a su amor. Ahora no sólo no estaría nunca más cerca del Miércoles sino que le deparaba una vida de fugitivo. Lo que nunca pudieron descubrir fue la reacción del Fiscal de matar al Miércoles y luego suicidarse. Porque los días también pueden enamorarse, matar y desaparecer. --- Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado en el año 2021.

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El payaso Almodóvar

Estaba viejo y sus chistes ya no causaban el efecto de antes. Por eso el administrador le había comunicado que esta sería su última gira con el circo. Lo iban a remplazar por un dúo de payasos más jóvenes que él, y que, aceptando la realidad, su tiempo había pasado. Mientras se estaba vistiendo para salir a escena recordó sus buenos momentos. Cuarenta años haciendo reír a las personas era mucho para un hombre. Cuarenta años recorriendo el país, alegrando cada rincón de la República con su gracia, con su humor. Cuarenta años que lo marcaban a fuego. Una vida entera dedicada a intentar robarles sonrisas a chicos y grandes. Por un rato pensó que el administrador tenía razón. Era momento de retirarse. Pero ¿qué haría ahora con su vida? Los payasos de circo no tienen jubilación, y el poco dinero que tenía ahorrado sólo le alcanzaba para vivir unos meses. Pero eso no era lo importante. Lo que más le daba vueltas por la cabeza, una y otra vez, era que había llegado al ocaso de su carrera y no sabía hacer otra cosa que vivir en el circo. Se pasó una hora buscando el calcetín rojo de la buena suerte. Ese que le había regalado el primer dueño del circo años atrás, cuando la historia era otra. En ese tiempo, ir a ver un espectáculo circense era algo sublime. Colas de cuadras para sacar una entrada. Ciudades y pueblos enteros expectantes por la llegada del circo. En esa época, él supo ser la atracción principal durante muchos años. ¡Atención damas y caballeros! ¡Atención niñas y niños! ¡El número que tanto estaban esperando! ¡Con ustedes, el genial, el magnífico, el único, el Payaso Almodóvar! Y miles y miles de personas rompían en una ovación interminable. Y miles y miles de caras felices disfrutaban de su rutina. La risa de los niños y los adultos, la alegría que destellaban de sus rostros, no se lo olvidaría jamás. Y cuando terminaba la función, el público invadía el escenario para abrazarlo y pedirle autógrafos. Y el mundo se detenía por un instante. Y todos disfrutaban de un momento único en familia. Cuantas muestras de afecto y cariño. Pero ahora todo concluía. A la nueva generación no le interesan los circos. Había llegado el tan temido ocaso. Con suerte vendían las primeras cinco filas si era una ciudad grande y si no pasaban nada interesante en televisión ese día. Ahí estaba Almodóvar. En su pequeño camión, buscando desesperadamente su calcetín rojo de la suerte porque se acercaba el turno de salir al escenario. Aunque su participación era minúscula, quería estar lo mejor posible para su último espectáculo y, contar con su media de la suerte, era fundamental en este caso. —¡Cinco minutos y te toca, che! —le dijo un malabarista golpeando la puerta del remolque. Y el condenado calcetín que no aparecía. Al final optó por ponerse otro, resignado, porque no le quedaba más tiempo, y quería estar puntual en su despedida. « ¿No sé porque no lo anunciaron como “La última función del Payaso Almodóvar” al espectáculo de esta tarde? Quizás algún memorioso o nostálgico lo recordara y la platea estuviera con un poco más de gente. », pensó. — ¡A bambalinas Almodóvar, dale que salís! Con paso cansino y la mirada perdida se preparó para su último show. Duraría tres minutos y cuarenta segundos, pero serían sus últimos instantes en el circo. Su última rutina. Las últimas risas. Los últimos aplausos, y el telón de su vida se bajaría para siempre. Una voz aguda gritó desde el escenario anunciando el próximo número, que era nada más ni nada menos que su final. — ¡Y ahora sí, con ustedes… el Payaso Almodóvar! A pesar de estar viejo, las ganas y las energías no las había perdido. Saltó al medio del escenario con su clásico “¡A divertirnos chicos!”, pero se detuvo de golpe. Una tremenda ovación de gritos y aplausos apabullantes lo recibió. Levantó la vista, con lágrimas en sus ojos y los vio. Su público de siempre. Padres con sus hijos a los hombros. Abuelos de la mano de sus nietos y una platea colmada, con banderas pintadas con el nombre de diferentes partes del país, que se habían enterado de que esta era la última función del genial, del magnífico, del único. ¡El Payaso Almodóvar! --- Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado en el año 2021.

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Instrucciones para respirar

Es importante que se encuentre vivo. Caso contrario, no lo intente porque de todas formas no lo logrará. Para verificar su existencia intente respirar; si puede, está vivo; si no, sería en vano continuar leyendo estas instrucciones ya que, al fin de cuentas, ni podría respirar ni podría leer. Ahora, suponiendo que está vivo y quiere intentar respirar para corroborar lo primero y no sabe cómo hacer lo segundo, estas instrucciones son las indicadas para usted. Para empezar, le voy a hacer una breve introducción sobre el oxígeno antes de que se me muera. No voy a entrar en demasiados detalles teniendo en cuenta su desesperante situación. No soy de esos que dan vueltas y vueltas al asunto y nunca llegan a ningún lado. A mí me gusta ir al grano. A los bifes, hablando en criollo. Esas personas que giran y giran sobre un tema y al final te das cuenta de que todavía no dijeron nada, me sacan de mis cabales. No piense que soy de odiar a la gente así porque sí. Me considero un pacifista de la vieja usanza. De los que quedan pocos en el mundo, pero hay que saber diferenciar entre un charlatán y uno que sabe. El que sabe te canta la justa. Te dice las cosas como son. Así, sin más rodeos. En cambio, el charlatán, intenta llenar el espacio, ya sea si está dando un discurso con un léxico elocuente o si está escribiendo, con un glosario que luzca bonito a los ojos. Viendo que ya se me está poniendo colorado, le paso a explicar dichas instrucciones para que pueda respirar. Como le decía, lo que tiene que lograr, su objetivo número uno, es que el oxígeno que está en el aire entre en sus pulmones. Noto por sus ojos saltones que no tiene la menor idea, por no decir otra cosa, de lo que es el oxígeno. El oxígeno, señor, es lo que lo mantiene vivo a usted y a mí, y por supuesto, al resto de los seres humanos y, por qué no, también a algunas especies del reino animal, como el ñandú, por ejemplo. Está compuesto por dos átomos de oxígeno, y que valga la redundancia, porque si se tienen tres átomos de oxígeno, ahí ya no le sirve, ¿ve?, porque eso sería ozono. Veo en sus lágrimas la emoción que le infunden mis palabras, eso me llena de orgullo, señor, y le continúo. Para poder captar esos dos átomos de oxígeno que forman el oxígeno, usted se va a valer de su nariz, más precisamente, de sus fosas nasales que son esos dos agujeritos que tiene en el medio de la cara. Ojo de no confundirse los dos agujeritos de las fosas nasales con los dos agujeritos de los ojos. Los ojos están más arriba, casi a la altura de la frente y eso que se está agarrando, señor, es su garganta y tampoco le sirve para esto. Y por favor levántese del piso y déjese de hacer el payaso así puedo continuar. Ahora sí viene lo bueno. Con esos dos agujeritos lo que tiene que hacer es aspirar para dentro como si estuviese chupando pero con la nariz. Tampoco es cuestión de andar cazando el oxígeno con sus fosas nasales como si estaría cazando mariposas. Es importante que aspire para adentro y no para afuera, porque lo segundo se llama exhalar y tampoco le sirve para empezar. Eso sería el segundo paso de la respiración, pero no se me adelante, no sea ansioso. Parece un chico. Bueno, ahora lo quiero ver haciendo esto. A ver cómo me aspira el aire. Bien, bien. Va queriendo la cosa. Lo siguiente que hará será largar ese aire que anteriormente aspiró así me completa el ciclo de la respiración. Este ejercicio me lo repite continuadamente durante todo el día, y no sólo por hoy, no sea vago, sino por el resto de sus días que le quedan por vivir. Ahora que ya tiene un poco más de color en su rostro le cuento que también puede realizar este ejercicio, pero por la boca con los mismos resultados que por las fosas nasales. No se lo quise decir antes para no abrumarlo con tanta información. Tranquilo hombre, que hay oxígeno para todos por un buen rato. Respire despacio que se me va a hiperventilar. --- Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado en el año 2021.

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La moda de los cementerios

El pueblo de San Juan de los Arroyos se preparaba para recibir un nuevo domingo. Las viudas, los huérfanos de padres y deudos de familiares fallecidos, se daban cita en el cementerio local. Largas filas de coches, autobuses y personas de a pie se iban acumulando en las cercanías de este lugar de descanso eterno. Los encargados de la seguridad habían dispuesto los molinetes y las vallas para ordenar y, por qué no, controlar a los visitantes. A las nueve en punto se abrirían las puertas y empezarían a desfilar entre llantos y pesares, las personas por los pasillos, tumbas, mausoleos, altares y nichos. Nadie recordaba en qué momento se había puesto de moda acudir en masa a los cementerios. Aunque a esta altura, no importaba demasiado. La misma historia se repetía domingo tras domingo. Muchas familias preparaban su visita a este lugar como la única salida de fin de semana. Vestir ropas oscuras no era algo obligatorio, pero sí cultural. Las mujeres lucían los mejores vestidos que pudieran comprar. Los hombres hacían lo mismo con sus trajes y zapatos. Los niños tenían permiso, en este mundo de distinciones, llevar una camisa blanca. Pero eran los menos. Sus padres les compraban desde muy chicos sus trajecitos negros que iban cambiando a medida que crecían. Por este motivo era común que un niño, cuando llegaba a la adolescencia, había pasado por más de veinte trajes distintos. Las familias más humildes de San Juan de los Arroyos iban transfiriendo estos trajes de los hijos mayores a los más chicos. Las familias adineradas competían implícitamente para ver quién vestía el traje más a la moda, lujoso y caro. Una persona para ingresar al cementerio debía mostrar en la entrada su Carnet de Permanencia que se tramitaba de lunes a jueves, de ocho a doce del mediodía, en el Registro Nacional de las Familias. A su vez, tenía que contar con un Certificado Médico “al día”, es decir, de no más de tres meses de antigüedad, expedido por algunos de los profesionales habilitados por la Comuna de San Juan de los Arroyos. Y por último, y no menos importante, debía comprar la entrada por Internet o en el mismo Registro para cada domingo en particular. Dependiendo de la semana, estos tickets de ingreso se agotaban el mismo lunes, cuando salían a la venta para el próximo domingo. Es por esto por lo que se tenía que estar preparado con la tarjeta de crédito lista, para los que compran las entradas por Internet o hacer las colas desde la madrugada, en el Registro, a la espera de que empiece la venta, que se producía, por lo general, cerca del mediodía. Nadie quería perderse de estar y llorar a sus familiares fallecidos un domingo, por lo que los lunes eran días muy caóticos y conflictivos por todos los habitantes en la Comuna. Todos los días 5 de enero se ponían a la venta cien pases anuales que se agotaban en menos de diez minutos. Por supuesto que existía la reventa ilegal de entradas. Era algo incontrolable por parte de las autoridades. Aunque todos sospechaban que estos revendedores estaban apañados por los funcionarios o eran vendedores encubierto del gobierno mismo. Lo que sí era sabido que, varias veces en el año, se tendría que recurrir a estos sujetos para poder conseguir una entrada. El momento de mayor caos se producía cuando se daba la orden de que se podía ingresar al cementerio. Se producían corridas, empujones, pesares. Los llantos se hacían oír con mayor volumen. Esto también era algo que estaba instaurado en la cultura popular. Se creía que cuanto más fuerte se escuchaba el llanto y más afligido, mayor era el dolor que se sentía por el familiar que se iba a visitar. Por esta razón los padres iban educando a sus hijos para que sean buenos y seguros “lloradores” desde chicos. Hasta los hacían practicar varias horas frente al espejo durante la semana. Pero todo esto cambió un domingo de octubre. Ese día había comenzado como cualquier otro. Sin embargo, algo terrible aconteció cerca de las 10:39 de la mañana. La tragedia invadió el recinto. La segunda planta de la sesión de nichos se desmoronó, dejando bajo los escombros a más de doscientas personas. Niños, adultos y ancianos quedaron enterrados para siempre. La mayoría falleció en el acto. Algunos perecieron más tardes en el hospital. Sólo unos pocos fueron rescatados con vida. Desde ese día las personas de San Juan de los Arroyos dejaron de ir al cementerio por considerarlo un lugar maldito y volvieron enterrar a sus difuntos en los patios de las casas. --- Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado en el año 2021.

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Mi cuerpo

Me desperté muy temprano en la madrugada. Todavía estaba oscuro. Afuera llovía muy fuerte y las gotas golpeaban la ventana de manera violenta. Algo se sentía diferente. Me sentía muy cansado. Liviano. Al mirar sobre mi cama lo pude comprobar. Es que mi cuerpo seguía ahí.   --- Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado en el año 2021.

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Qué mala pata(da)

Me calmé. Más por calmar al resto que por hacerlo para mí. Todavía retumbaba el grito en el gimnasio del Club Independiente de Chivilcoy. Estaban todos asustados, llamando ambulancias al por mayor. Yo no. Yo estaba tranquilo. Quizás fuera porque no me dolía. Estaba caliente. No del verbo “enojado” sino del verbo “veinte minutos corriendo detrás de una pelota”. Mi amigo Tambor comprendió al instante la gravedad de la situación y tiró un chiste para descomprimir. —Pónganle dos palitos de helado de cada lado y que siga jugando. Nadie se rió. Yo sí. Estuvo rápido y original. Este Tambor siempre con sus ocurrencias. Grité cuando me di cuenta de que me había quebrado el tobillo. Repito; no me dolía, pero me vino el grito a la garganta y tuve que escupirlo con todas mis fuerzas. Enseguida supe que estaba quebrado. El hueso que sobresale en los tobillos normales estaba casi por el talón y tenía una forma rara. El cirujano en el sanatorio, antes de operarme, me diría que lo que me pasó fue un “perro verde”. Yo lo quedé mirando. —Por lo extraño —completó—. Nunca vi nada parecido. Eso me llenó de alivio y trajo la paz interior que tanto andaba buscando antes de entrar al quirófano. Estoy siendo irónico, claro está. Mientras las rodillas de mi rival impactaban sobre mi pie, yo intentaba en vano cubrirme del pelotazo. Más tarde me dijo que se había resbalado y le creí. Más tarde me llevó medio kilo de helado de Trapani al Sanatorio y lo perdoné. La pelota se me había ido larga cuando me pasé a uno. Sabía que no la alcanzaría antes que mi rival, por lo que hice lo lógico: me cubrí la cara y me di vuelta. Pero el pelotazo nunca llegó. Lo que si llegaron fueron dos rodillas que impactaron de lleno contra mi tobillo derecho. El partido lo teníamos controlado. Era muy probable que ganásemos. De hecho, lo hicimos. Porque después de mi incidente el partido siguió y logramos una victoria contundente. De esto me enteré en el Sanatorio horas más tarde. Ese día había hecho un par de goles antes de la lesión. Iba primero en la tabla de goleadores. Por esto, creo, me sentía con la confianza como para tirar una gambeta en la mitad de cancha. Cuando empezó el partido sabía que íbamos a ganar. Estaba jugando con mis amigos y nos estábamos divirtiendo mucho. Representábamos a la Colonia de La Bancaria. A pesar de que ni Repe ni Tambor ni yo trabajábamos en esa Colonia, ni en ningún Banco, nos había convocado Carlitos para jugar como refuerzos en ese torneo. Por la tarde había trabajado en OSDE y me habían comunicado que me trasladaban por una semana a la Filial de La Plata. Me pagaban un hotel, viáticos y desarraigo. Esto me hizo dudar de si renunciaba a OSDE para volver con Amado que me había ofrecido trabajar devuelta para él por el mismo sueldo que tenía en OSDE más un auto que me prestaba. Era menos presión e iba a estar más relajado y con auto. Tenía muchas ganas de renunciar a OSDE. No me sentía a gusto. Lo estaba sufriendo demasiado. También tenía muchas ganas de volver a trabajar a la empresa de Juan Carlos Amado. Ya había trabajado para él hacía un par de años. Era todo un dilema. Empezaba el año 2010. --- Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado en el año 2021.

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Charlas de bar

—¿Te enteraste lo del Cacho? Sacó redoblona, a dos cifras y a tres cifras, todo esta misma semana que pasó.   —¡Qué julapo este Cacho! Tiene más culo que camote.   —Pero se lo tenía merecido el pobre.   —¡Qué pobre ni que minga! E’ un hijo de puta. Lo que le hizo a la Marta no tiene perdón de Dió.   —¡Vamos! Que la Marta no es ninguna santa tampoco.   —Tirangueira lo que quierá, pero eso a una mujer no se le hace.   —Está dulce el hombre y ni una copita de vino se nos pagó.   —¡Qué va a pagá! ¡Qué va a pagá ese!, si lo sopingo que tiene en lo bolsillo no son de ahora. Siempre fue un codito bárbaro.   —¿Te cae mal el Cacho, no?   —Para nada. No sé por qué me lo preguntá, si hasta es medio primo mío, mirá.   —Sí, pero ¿te acordás en el lío en que te metió con la Clorinda?   —¡No me hagá acordá! ¡No me hagá acordá! Que casi lo agarro de la catería y lo ahorco a ese tingo.   —A propósito, ¿cómo están las cosas con la Clorinda?   —Y… quedaron media temblequeada. Se quedó con la duda y cuando una mujer tiene una duda no hay maringotes que valga.   —Mandales saludos cuando la veas.   —Dale, le mando.   —¿Pedimos otro vasito?   —¡Metele manjebo que este pincho no se me arremolina!   —Así me gusta compadre. ¡Tito, dos vasos más para acá!   —¿Tinto, Don Jacinto?   —¡Pero mirá lo que te pregunta este pinchute! ¡Pero claro que tinto, chicardón!, y con una pinta y tres cuarto.   —Perdón Don Enrique, pero no le entiendo lo que me dice. ¿Una pinta y qué?   —¿De dónde salió este, Don Jacinto? Una pinta y tres cuarto, zampote.   —Dejalo al pobre muchacho que le está haciendo el tiempo mientras el Abel anda de parranda.   —Eh… disculpe que lo contradiga, Don Enrique, pero no sé lo que me está pidiendo.   —Pero miralo vo a este berrinto. Te pido dos vasitos de tinto con dos buchitos pa asustarlo.   —¿Asustar a quién, Don Enrique?   —¿Vo me está tomando para el jaipe, querido?   —No, Don Enrique. Faltaba más.   —Perdón que me meta, Don Enrique. Pibe, acá el hombre te está pidiendo dos vasos de tinto con dos chorritos de soda.   —Eso nene. Con dos cotingos sin palencua.   —Ah… ya salen.   —Todo hay que explicarle a esta joviandad hoy en día. Desde que empezó la universidad este ruquerdón que no gacha ni para el tranco. Yo siempre lo digo; la escuela te fantuguea el masqueto. ¿Pedimos manise con cáscara?   —Dejá que se los pido yo. Este cuento pertenece al libro El momento RANDOM, publicado en el año 2021.

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El pacto

Mario apuró el paso cuando oyó las diez campanadas en el reloj de la torre de la plaza del puerto. Estaba llegando tarde a la reunión que iba a definir el futuro de su familia. Intereses muy fuertes estaban en juego en ese encuentro, él lo sabía muy bien. Cuando llegó al restaurante de la cita, divisó en el estacionamiento, los autos pertenecientes a los dos hombres que lo estaban esperando adentro. Odiaba ser impuntual. Consideraba que la puntualidad era su mayor cualidad, pero una serie de hechos desafortunados habían acabado por retrasarlo diez minutos, y eso para él era inaceptable. Lo primero que hizo al llegar a la mesa fue presentar sus disculpas por la tardanza sin dar demasiados detalles de lo ocurrido. Sólo los comentarios de rigor. —Acá estamos los tres. ¿Por dónde empezamos? —dijo Carlos. —Por qué no vamos al grano sin tanto preámbulo, así terminamos de una buena vez este asunto —dijo Roberto. —No podría estar más de acuerdo —afirmó Mario. Un mes atrás, Mario pensaba que tenía la mayor parte de su vida programada y controlada. Mujer, hija, perro, auto, casa, negocio propio y una vida social aceptable hacían que no tuviera demasiadas preocupaciones. Pero ahora todo eso se había esfumado de la noche a la mañana. Su mujer se enamoró de otro hombre y le pidió el divorcio. Para Mario fue un golpe en lo más hondo de su ser. Los primeros días andaba desorientado. Deambulaba por la casa sin saber bien qué hacer ni a dónde ir. Hasta que al fin decidió que lo mejor sería cortar todo este asunto de raíz y comenzar una nueva vida, esforzándose por olvidar lo acontecido. Iba a ser difícil, pero tenía la voluntad, por lo menos, de intentarlo. Puso en venta su parte del negocio, el que compartía con su exmujer, no quería tener ningún contacto con ella y planificó un viaje por el sur del país. Pero esa noche lo que importaba era otra cosa. La reunión se había acordado tres días antes. El lugar de encuentro lo habían elegido los otros dos hombres. A Mario no le importó que fuera el mismo restaurante, donde tiempo atrás había comenzado todo su tormento. Quería terminar cuanto antes con este asunto, para empezar con su cambio radical de vida y le daba lo mismo cualquier restaurante de la ciudad. —¿Qué pensás hacer ahora con tu vida Mario? —dijo Carlos. —Creo que eso es problema mío. —Es problema de todos, ¿no te parece? —dijo Roberto. —Lo que a ustedes les concierne es otra cosa. Lo que haga con mi vida personal no les importa. —Eso está claro Mario, pero sos mi hijo y me preocupa tu futuro —dijo Carlos. —¿Qué te preocupa papá? ¿Qué me pegue un tiro? No le voy a dar el lujo a esa prostituta. —¿Podemos hablar con respeto Mario? —dijo Roberto. Esa que vos llamas “prostituta” es mi hija. Me duele enormemente lo que está pasando. Sabes todo el aprecio que tengo para contigo. —Bueno. Me pueden explicar bien de qué trata todo esto. Algo me imagino, pero quiero escucharlo de sus bocas. No creo que nos hayamos reunido para hablar de cómo me siento. —Hijo, lo que nos preocupa con Roberto es qué va a suceder con Clarita. —¿Qué va a pasar con mi hija? —Se comenta que te querés mudar al sur —se adelantó Roberto. —¿Qué los inquieta más? ¿Qué me la lleve conmigo o que se sepa la verdad? —Las dos cosas —dijo Roberto sin inmutarse. Mario miró a su padre y éste asintió a la afirmación de su consuegro. Sabía que había venido para hablar de este tema en particular. De la situación de su hija. Pero la pasividad de Carlos lo desconcertó un poco. Habían pasado ocho años del hecho que cambió su vida para siempre. En esa época llevaban un año de casados con su esposa y habían decidido tener un hijo. Estuvieron un tiempo intentando concebir, pero no podían. Habían visitado a varios médicos y especialistas y todos habían dicho lo mismo. No existía ningún problema, sólo debían seguir intentando. También recurrieron a curanderos, manosantas, chamanes y todo lo que se les ocurrió. Ya se estaban por rendir cuando Adriana le anunció una tarde de otoño que había quedado embarazada. —Era la ansiedad —decía su suegra. —Fue gracias a ese curandero que les recomendé —opinaba su madre. Pero Mario sabía muy bien que su mujer había quedado embarazada gracias al complejo vitamínico que le había recetado uno de los especialistas que visitaron, y que él se empecinó a que tomara todas las noches antes de acostarse y duplicara la dosis cada vez que hacían el amor. Los preparativos para el nacimiento no le dejaban tiempo para nada más. Se encargó de acondicionar el cuarto del bebé y de hacer algunas reparaciones menores en la casa. Acompañaba a su mujer cada vez que iba a hacerse los controles. Quería corroborar él mismo la evolución del embarazo. Se encargaba de los quehaceres domésticos, y no dejaba que su esposa haga nada porque quería que sólo se dedicara a descansar. Llegando al séptimo mes de embarazo les comunicaron que, dada la condición que presentaba el mismo, se iba a tener que practicar una cesárea. Mario se inquietó un poco, pero su madre lo consoló. —Hijo, vos también naciste por cesárea y mira lo lindo y sanito que sos. Aunque la ansiedad de Mario disminuyó un poco después de la charla con su madre y de la charla con el médico, al que fue a visitar una tarde sin que Adriana lo supiera, para que le contara todo sobre cómo se practicaría la operación y los posibles riesgos. Igual siguió buscando información y estadísticas en internet sobre este tipo de parto. Tenía tantos datos que cualquiera hubiera pensado que estaba capacitado para atender la operación él mismo. Los nueve meses pasaron muy rápido y allí estaba Mario junto a sus padres y sus suegros en la sala de espera de la clínica, esperando que terminara la cesárea que traería al mundo a su pequeña hija. Clara era el nombre elegido de común acuerdo con su esposa. Sólo Clara, sin segundos nombres. Y tendría el apellido de ambos. La operación llevaba más tiempo de lo que el médico les había dicho y Mario se empezaba a impacientar. Caminaba por el pasillo, se asomaba por el vidrio de la puerta intentando ver algo, interrogaba a cualquier persona que pasaba con un ambo por la clínica. Fue un par de veces a la recepción para preguntarles qué estaba pasando. —¿La Familia Quiroga? —preguntó una enfermera que estaba asistiendo el parto. —¡Si, acá! ¡Yo soy el marido! —La operación está complicada, es por eso que se está demorando. —¿Cómo que se complicó? ¿Qué está pasando? —dijo Mario desesperado. —Por el momento es todo lo que les puedo decir —dijo la enfermera y se retiró. Mario se derrumbó en una silla. ‹‹ ¿Cómo que se complicó? ››, se repetía para sí. Su madre y su suegra lo trataban de consolar. Su suegro se sentó en una silla tratando de acompañar este momento como podía. Carlos se paraba y se sentaba. Caminaba por el pasillo y volvía al lado de su familia. La espera se había hecho insostenible. Todos se miraban entre sí buscando algún tipo de explicación sin encontrarla. El único que miraba el piso, con los brazos apoyados entre sus piernas y la cabeza colgando era Mario. Fue en ese momento cuando Carlos se paró de golpe, sobresaltando a todos. Caminó en dirección a la salida de la clínica. Todos se quedaron mirándolo sin intención de detenerlo ni de acompañarlo. Estaban adormecidos por la última noticia. —Roberto, acompañame —fue lo único que dijo antes de perderse de vista. Roberto obedeció a su consuegro, sin entender que estaban haciendo. Ambos hombres desaparecieron de la vista de todos. Los minutos pasaban y no había noticias del parto, de Carlos ni de Roberto. Las enfermeras iban y venían, pero no se detenían para informar nada. Un doctor se asomó por la puerta y Mario y su familia se pararon esperando lo peor. Pero llamó a otra familia que también estaba en la sala de espera y los hizo entrar. La madre de Mario quiso decir algo, pero las personas y el doctor ya habían entrado. En ese momento volvió Roberto sonriendo, con lágrimas en los ojos. —La operación fue todo un éxito, me acaban de informar en la recepción. Clarita está muy bien, y está sanita. Adriana se está recuperando. La trasladaron a una sala común. La alegría de la familia era inmensa. Mario se dirigió a su suegro y lo tomó de los brazos. —Quiero verlas —le dijo con la voz entrecortada. —Podes ir a ver a Adriana. La llevaron a la habitación, es la 214 en el segundo piso. A Clarita la llevaron para hacerle unos controles, pero no te preocupes que tu padre fue con ellos para vigilar que todo salga bien. Mario salió corriendo y subió por las escaleras. Cuando llegó a la habitación donde estaba su esposa la encontró durmiendo como se imaginaba. La besó, le acarició la cara, acercó una silla hasta la cama y se quedó sentado tomándole la mano. Al rato llegaron sus suegros y su madre. Todos estaban felices y ansiosos por conocer a la bebé. Una enfermera entró, saludó a todos y le tomó la presión a Adriana. Luego se retiró. Roberto le dijo a Mario si quería un café y Mario asintió. Le hizo el mismo ofrecimiento a su esposa y su consuegra pero estas no aceptaron. Cuando volvió a la habitación con el café para Mario el ambiente era otro. Las mujeres estaban sonriendo y Mario se encontraba más relajado. —Roberto ¿a dónde fueron con mi esposo? —Le prometí a Carlos que no diría nada de lo que pasó. —Dale Roberto, dejate de hacer el misterioso con nosotros —lo retó su mujer. —No. De verdad que no puedo decir nada. —Roberto —dijo su esposa alargando la última letra y mirándolo por encima de sus anteojos. —Está bien. Pero Carlos no se tiene que enterar nunca que yo les conté. —Escuchame Roberto —dijo Mario mirándolo fijo a los ojos—. ¿Dónde está mi padre? —Carlos quiso ir a rezar a la capilla de la clínica. —¡¿Carlos en una capilla rezando?! —dijo su consuegra incrédula—. Si fue toda su vida ateo. —Por eso me pidió a mí que lo acompañara y le enseñara a rezar. —La verdad que no lo puedo creer. —Yo tampoco —dijo Mario sonriendo. —Dejenlo al pobre tranquilo. Un hombre desesperado es capaz de cualquier cosa. Voy a ver si todo está bien y vuelvo. Cuando estaba por salir entró Carlos con Clarita en sus brazos. —Les presento a la nueva integrante de la familia —dijo con una sonrisa de oreja a oreja. Los días posteriores pasaron muy rápido para Mario. Estaba todo el día en la habitación con su hija y su esposa, admirando al que consideraba, el más hermoso bebé del mundo. No le molestaba levantarse en las noches cuando Clara se despertaba llorando. Le encantaba pasar tiempo a solas con su hija, hablándole y cantándole canciones que él inventaba. El viernes siguiente al nacimiento, fue invitado por Carlos y su suegro a comer a un restaurante italiano que se había inaugurado en las afueras de la ciudad. —Es una cena de machos —le dijo su padre para convencerlo de que deje por unas horas a su hija y a su mujer. Mario aceptó de mala gana, pero comprendió que necesitaba salir a tomar un poco de aire después de nueve meses agitados. Una vez en el restaurante, ordenaron la comida y empezaron a hablar de Clarita. Mario percibía que algo raro pasaba con su padre y su suegro, los notaba ausentes. —¿Qué pasa? Los noto perdidos a ustedes dos. ¿En qué andan? —Mario —se adelantó Carlos—, lo que te vamos a contar con Roberto es fuerte, pero creemos que sos el único que debe saberlo. Antes de que hablemos tenés que prometernos algo. Vamos a hacer un pacto entre los tres y nunca diremos una palabra a nadie de lo que se hable en esta mesa. Mario los miró desconcertado y no supo bien qué decir. —Papá me estás asustando. ¿Qué pasa? —Primero el pacto de silencio Mario —dijo Roberto. —Está bien. Prometo no decir nada, pero hablen de una vez, por favor. —La verdad es que no sé por dónde empezar. Lo estuvimos ensayando con Roberto, palabra por palabra, pero ahora no me sale ninguna. Antes que nada, quiero que sepas que no somos malas personas. Lo que hicimos, lo hicimos por amor y por desesperación. Mario vio cómo se le llenaban los ojos de lágrimas a su padre y quiso hablar, pero Roberto lo agarró del brazo y se llevó la otra mano al corazón. —Es sobre Clarita, hijo. El parto no salió bien. Tuvo sus complicaciones. —hizo una pausa interminable y la voz se le quebró—. Los doctores nos dijeron que la chiquita no lo había logrado. —¡¿Qué?! —gritó Mario. —Bajá la voz hijo y escúchame lo que te digo. Por favor calmate. —¡¿Que me calme?! ¿Cómo me podés pedir eso? ¿Qué pasó en la clínica ese día? ¡Hablen por favor! —Roberto y yo sobornamos al doctor que atendió a Adriana en el parto... Cambiamos a la nena por otra. —¡¿Qué hicieron qué?! —Ahora dedicate a tu mujer y a tu hija que nosotros manejamos lo otro. No te preocupes por nada. La verdad no tiene por qué saberse nunca si los tres hacemos un pacto de silencio y desde este preciso momento juramos no volver a hablar del tema. Mario miró a los ojos a su padre y no pudo contener las lágrimas. Miles de pensamientos se le pasaron por la cabeza en ese instante. Miró a su suegro y éste le devolvió una mirada fría. —¿Qué decís, Mario? —dijo Roberto. —No puedo... No sé qué decir. No sé… —dijo llorando—. ¿Y qué hay de Adriana? —Ella no se debe enterar nunca. No lo soportaría. ‹‹ ¿Y qué hay de mí? Tampoco lo soportaré››, pensó Mario, pero no lo dijo. Estaba muy angustiado. —Hijo, era lo único que podíamos hacer. —¡¿Lo único?! ¡¿Ustedes se volvieron locos?! —Mario. Calmate por favor. Pensá en tu futuro. Pensá en Adriana. Pensá en Clarita —dijo Roberto. Mario se quedó mirando la nada por varios minutos. No sabía lo que tenía que hacer en ese instante. No pudo imaginar nada. No logró pensar en nada. —Es lo mejor para todos, hijo. No queríamos que se arruine nuestra familia. —Está bien —dijo después de una larga pausa y pronunciando las dos palabras que más les costó decir en su vida. A la semana del encuentro todavía estaba perturbado, y este sentimiento se transformó en miedo. Fue hasta la clínica para hablar con el doctor, pero la recepcionista le informó que no trabaja más allí y que no le podía dar más datos. Intentó buscarlo por su cuenta, pero era como si se lo hubiera tragado la tierra. Había desaparecido y nadie sabía nada de él. *** —Mario, recordá que hicimos un pacto hace ocho años atrás, en esta misma mesa —dijo Carlos. —Cómo olvidarlo. —Y bueno, ¿qué vas a hacer al final? —Me voy a ir unos días al sur, como bien les contaron sus informantes. Me voy a alejar un tiempo de todo esto. Quédense tranquilos, no me voy a llevar a Clarita a ningún lado. El pacto que hicimos será respetado por mi parte hasta que me muera. Dicho esto, Mario se levantó de la mesa y salió caminando hacia la puerta del restaurante. Se frenó. Miró de nuevo a su padre y a su suegro y se marchó por donde vino, con la cabeza baja y las manos en los bolsillos. Palpó el arma que llevaba guardada en el cinturón del pantalón. No se atrevió a matar a esos monstruos porque comprendió que al hacer el pacto él se había convertido en lo mismo. En el mismo ser abominable que eran su padre y su suegro. --- Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado en el año 2014.

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La bruja

Decidí ir a visitar a la bruja de mi suegra. Luego del trágico accidente que sufrieron mi esposa y mi suegro resolvimos, junto a mis hijos, llevarla a un hogar de retiro. Había quedado sola en el mundo y no tenía más familiares que nosotros. Aunque, a decir verdad, nunca la consideré parte de mi familia. ¡Me hizo la vida imposible desde el momento que conocí a su hija! Siempre se opuso a nuestra relación y no escondía sus sentimientos de desprecio para conmigo. Por eso la llamo “la bruja”. En fin, mis hijos me insistieron tanto que terminé cediendo y acá estoy, dudando si bajo o no del auto. Todavía recuerdo sus súplicas. —Papá, te manda cartas todas las semanas para que vayas a verla. Hacelo por mamá. Liliana fue mi único amor. Fuimos el uno para el otro siempre. Desde que se fue, hace nueve años, me falta una parte de mí. Sólo me quedan mis dos hermosos hijos, ya casados ambos, que vienen a visitarme todos los domingos. A Liliana la extraño mucho. Trato de seguir adelante por ellos, pero es muy difícil aguantar semejante dolor. Lo llevo como puedo e intento que nunca me vean mal. No quiero preocuparlos por nada, y mucho menos, recordarles a cada rato la muerte de su madre. Con Liliana estuve casado veintidós años, tres de novios, es decir, veinticinco años aguantando a ese ser despreciable que es su odiosa madre, y cuando consigo librarme de la bruja de mi suegra, pagando un costo altísimo por ello, me vuelve a atormentar para que la venga a ver. Seguro es para reprocharme o echarme la culpa de algo. —¿Usted es el hijo de Doña Elsa? —me pregunta una enfermera que había salido a mi encuentro. —No. Soy el marido de su hija. —Venga. Pase. Lo está esperando en el salón. Ahí estaba. La Bruja. Sentada en un rincón, mirando por la ventana hacia la calle, con su típico halo de maldad que siempre la caracterizó. Le hace señas a la enfermera para que nos deje solos y vuelve la vista hacia el exterior. Yo avanzo hacia ella. —Hola Ricardo. —Hola Elsa. Le mentiría si le dijera que me alegro de verla —el que pega primero, pega dos veces. —Tomá asiento si querés —me dice como si no hubiera escuchado mi comentario y señalándome un sillón al lado del suyo—. ¿Vos te preguntarás para qué te hice venir? —Sólo vine porque me insistieron mis hijos —le aclaro mientras me siento, cruzo las piernas y me pongo a ver por la ventana. —Mirá Ricardo, voy a tratar de hacértela corta. —La escucho. —La historia que te voy a contar no va a durar más de cinco minutos. Después te podés retirar y no volver nunca más, como es tu anhelo. Estuve tentado en decirle que mi deseo era no haberla conocido nunca, pero me contuve. —Como hice con todos los anteriores novios de mi hija —arrancó a hablar sin preámbulos—, decidí investigarte desde que ella te presentó en nuestra casa. Pero había algo en vos que me resultaba un tanto extraño. Algo que no había notado en todos los anteriores. No me gustabas. No sabía porque, pero tenía la horrible sensación de que escondías algo. —¿De qué está hablando, Elsa? ¿Me investigó? —Es lo que haría cualquier madre por el bienestar de su hija. Su mirada se clavó en mis ojos. Es la primera vez que lo hace desde que llegué. Al no obtener ninguna respuesta de mi parte vuelve a mirar hacia la calle y continúa con su relato. —Le pedí a unas amigas que te siguieran y me recolectaran toda la información posible de vos, pero las muy inútiles no pudieron conseguir nada importante, así que decidí tomar el toro por las astas y salir yo a realizar este trabajo. —¿Era necesario tomarse semejante molestias? ¿Por qué no contrató a James Bond mejor? —Veo que tu sarcasmo se ha ido perfeccionando con los años. —Y yo veo que su maldad está llegando a niveles que hasta el propio Lucifer está temblando de miedo porque le quiten su puesto en poco tiempo. —¡Si supieras todo lo que tuve que soportar en mi vida tendrías un poco de compasión para conmigo! —¿Compasión? Si me hizo la vida imposible desde siempre. Me trató como una basura. A ver, vamos haciéndola corta que no tengo todo el día para desperdiciarlo. ¿Qué fue lo que descubrió de mí que la hizo odiarme tanto? —Bueno… yo tampoco pude descubrir nada. Parecías impoluto a simple vista. Tenías un trabajo estable en una buena empresa, una casa propia, un auto, hasta tenías una mascota. Pero yo no me tragaba toda esa pantalla. Sabía que en el fondo no eras quien decías ser. Así que, sí, contraté a una persona que se encarga de investigar gente. —¿Un investigador privado? Ah bueno, se hizo profesional la cuestión… y personal. Sin escuchar mis palabras y mirando siempre hacia la calle, siguió hablando. —A la semana se apareció en mi casa portando una carpeta con toda tu vida. A qué escuela fuiste, tus novias anteriores, tus empleos anteriores, lo que hacías en tus ratos libres, etcétera, etcétera, etcétera. Obviamente la analicé con delicado detalle. Cuando estaba llegando al final, el investigador me detuvo y me dijo: ‹‹Lo que viene es la frutilla del postre, pero le advierto que puede ser duro› ›. Le había pagado mucho dinero como para no seguir con la lectura, y sus dichos no hicieron más que intrigarme. Cuando terminé de leer la carpeta sentí una fuerte puntada en el pecho. El mundo se me vino abajo. No podía soportar lo que estaba leyendo, y tenía que impedir que siguieras de novio con mi hija. Hice todo lo posible pero la pobrecita ya se había enamorado de vos. Hizo una larga pausa mientras yo me quedé sin saber que decirle. En realidad, podría decirle muchas cosas indecorosas, pero preferí callarme y ver hasta donde llegaba toda esta locura. —Traté de separarlos de mil maneras —continúa— pero todos mis intentos fueron en vano. Así que me guardé este secreto para mí, con la intención de llevármelo a la tumba. Pero ya no puedo más… realmente ya no aguanto más. Se llevó las manos hacia su rostro y rompió en un llanto desconsolado. Yo, que venía siguiendo el relato con poco interés, me sobresalté sorprendido porque era la primera vez que la veía llorar. Ni siquiera en el entierro de su hija y de su esposo derramó una lágrima. —¿Qué pasa Elsa? ¿Qué está pasando? ¡Hable por favor! —¡No es justo! ¡Por Dios, que no es justo! ¡Te odio! Te odio tanto… pero más me odio a mí misma… tendría que haber hecho algo cuando pude, ahora es demasiado tarde. —¿Qué tendrías que haber hecho qué? —Ahora es demasiado tarde… demasiado tarde. El daño ya está hecho… el daño… Pobrecita mi chiquita… ¡¿Por qué?! ¡¿Señor, por qué?! La agarro desesperado por los hombros, pidiéndole explicaciones. Me mira fijo con sus fríos ojos y me escupe las palabras en la cara. —Liliana y vos… eran hermanos. Te di en adopción cuando naciste. --- Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado en el año 2014.

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Manicomio

En la tranquilidad de su oficina la enfermera tomó el teléfono celular de su bolsillo y marcó un número que se sabía de memoria. —Hola… Si… ¿Qué tal?... Sí, es nuevo acá… veinte años aproximadamente, es sano… Sí, es espático… Nos encontramos el sábado en el mismo lugar de siempre. Al concluir la breve charla se puso a llenar unos papeles que tenía arriba de su escritorio como si ésta nunca hubiera ocurrido. Mientras tanto, en el patio, la realidad presentaba un panorama muy diferente. Gritos, llantos, insultos, corridas. Hugo no lograba escapar del acoso y agresión de los demás internos. Arrastraba un pie y tenía un brazo paralizado. Intentaba alejarse, pero lo seguían, insultándolo y denigrándolo. Estaba llorando y les pedía por favor que se alejaran de él, que lo dejaran tranquilo. Fue en ese momento cuando Manuel decidió entrar en acción. —¡Métanse conmigo si tienen huevos! —les gritó—. ¡Déjenlo en paz! ¡Mándense a mudar, carajo! Había observado la situación y no pudo aguantar más. ‹‹Alguien tenía que hacer algo››, pensó. Aunque trataba de pasar desapercibido todo el tiempo, ellos habían culminado su paciencia. Los agresores se encogieron de hombros y salieron corriendo, mirando, cada tanto, de reojo a Manuel. Quedaron solos en el patio. Hugo se acomodó la camisa que se le había salido del pantalón en el intento de escapar. —Gracias —dijo recuperándose como podía—. Sos muy amable. Manuel lo miró de arriba abajo un breve instante, estudiándolo. Después del incidente cinco años atrás se había vuelto demasiado desconfiado para su gusto. —¿Vos sos nuevo acá, no? —Sí. —respondió Hugo. —¿Hace cuánto que llegaste? —No… no recuerdo bien —. Terminaba de acomodarse del altercado y miraba por primera vez a su salvador—. Una o dos semanas. —¿Tenés familia? —No —Hugo miró sus pantuflas, que le quedaban un tanto grandes. Nunca en su vida había podido mantenerle la mirada a nadie. —¿Qué edad tenés? —Veinticuatro. —¿Cómo te llamas? —Me llamo —dudó un instante—, me dicen… Hugo. Manuel Méndez era una persona muy respetada en el edificio. Llevaba un lustro internado. Después de matar a su esposa de treinta y nueve puñaladas, al encontrarla con otro hombre en su propia cama, la justicia lo declaró insano. En su antigua vida, como le gustaba decir a él en las reuniones grupales a la que asistía todos los sábados por la tarde con la doctora Flores, había sido un empleado administrativo de una compañía de seguros muy prestigiosa. Su metro noventa de estatura y el pelo corto, casi rapado, negro como sus ojos, le hacían parecer un jugador profesional de baloncesto. Tenía nariz puntiaguda y una sonrisa muy agradable. Desde que llegó al manicomio siempre se lo veía con un tablero de ajedrez bajo el brazo. Por las tardes jugaba solo en el patio debajo del mismo árbol. Por las noches leía mucho en su habitación. Por decisión propia, ya no tenía amigos. Sin embargo, tenía una buena relación con el director del instituto y no perdía la ocasión de librar duras batallas ajedrecísticas contra él. También tenían largas charlas. Hablaban de política, de fútbol, de libros. Era en la única persona en la que confiaba. A menudo tenía ataques de histeria y gritaba sin ninguna razón: ‹‹ ¡Puta, sos una puta! ¡Te odio hija de puta! ››. Los enfermeros y ayudantes se veían obligados a sedarlo con tranquilizantes potentes que lo hacían dormir hasta catorce horas. Manuel era muy fuerte y se resistía hasta el último aliento. Cinco personas eran necesarias para dominarlo, y otra para sedarlo. Por este motivo tenía las muñecas y los brazos siempre lastimados y vendados. Manuel vigilaba a Hugo todas las tardes desde que éste llegó. Veía como intentaba, sin prisa, caminar alrededor de una hora por el patio y luego se sentaba solo, mirando al cielo, como intentando buscar algo. Notaba como Hugo siempre estaba dispuesto a ayudar en las tareas diarias dentro de lo que sus limitaciones físicas le permitían y además era muy gentil con sus cuidadores. Le había tomado cariño aún sin conocerlo en profundidad. ‹‹Debe ser un buen chico››, pensó una tarde mientras movía el alfil blanco haciéndole jaque al rey negro. Por eso, ese día se enojó mucho cuando un grupo de internos lo empezaron a molestar y a insultar. Tomó su tablero de ajedrez debajo del brazo y los encaró. Manuel era temperamental, pero también era muy inteligente y perspicaz. —Decime Hugo —dijo, mientras lo ayudaba a sentarse en un banco del patio— ¿Cómo llegaste acá? —Una… una noche estaba buscando algo de comida en la basura —habló pausado, casi tartamudeando y con un dejo de vergüenza en sus ojos—. Se me… se acercaron dos tipos, me empujaron, caí al piso y… empezaron a pegarme. Después de eso no… no recuerdo más. Terminé en un hospital y a los dos, … a los dos días me trajeron acá. Manuel sintió mucha compasión por Hugo. Notó que a éste se le habían llenado los ojos de lágrimas mientras le relataba lo sucedido y entonces trató de cambiar el tema enseguida. Ya tendrían tiempo de conocerse mejor, pensó. —Vení, acompañame —le dijo. Lo llevó debajo del árbol que pasaba todas sus tardes. Lo ayudó a sentarse en el suelo, colocó el tablero de ajedrez entre ellos y comenzó a ubicar las piezas en su lugar. —¿Sabes jugar? —No —Te voy a enseñar. ¿Querés? —Hugo asintió con la cabeza—. Éstas son las piezas blancas y éstas son las piezas negras. El objetivo del juego es que me vayas comiendo las piezas hasta hacerme jaque mate… Mientras la explicación continuaba una enfermera salió al patio y se dirigió hasta ellos que eran los únicos que se encontraban afuera. Observó a Manuel con indiferencia y le habló a Hugo. —Querido, es el turno de tus medicinas. Manuel la miró y vio que tenía escondida una jeringa en el bolsillo. Sabía lo que eso significaba, y entonces se paró de golpe. —¡A él no le hagas nada! —le gritó con una mezcla de odio y temor. —Vos no te metas. —¡Él no te sirve! —Callate si no querés que te encierre y te ate. —Él es mi amigo —dijo suplicando mientras retrocedía fulminado por la mirada penetrante de la enfermera—. Yo lo estoy cuidando. Hugo intentó pararse para hacerle caso a la enfermera y evitar que no le pasara nada a Manuel. —Manuel no te hagas problema yo… —¡Vos te sentás ahí! –gritó—. Yo me encargo de esto. —Pero no… no te preocupes Manuel, tomo los remedios y vuelvo —le dijo tratando de calmarlo. —Sí. Huguito toma sus remedios y te lo devuelvo —dijo la enfermera con tono sarcástico y burlón. —¡No es así! Yo sé lo que le van a hacer. No se lo merece. Hace poco que llegó. Sufrió mucho. La enfermera sacó su jeringa del bolsillo y lo amenazó a Manuel. —¿Querés ocupar vos su lugar? —No, ¡no!... pará… —hizo de una larga pausa y miró a los ojos a la enfermera por primera vez en su vida— ¡Sos una trola! —fue lo que le salió de adentro. A pesar de ser más alto y más fuerte que la enfermera, Manuel le tenía mucho miedo, porque conocía sus secretos y de lo que era capaz. Nunca antes la había enfrentado. Al insultarla, se refugió entre sus propios brazos. Sintió un dolor en las costillas y cayó al suelo. —¡Vos, vení para acá! —le gritó a Hugo que se estaba acercando para ayudar a Manuel— ¡Ya es suficiente! ¡Vamos a terminar con todo esto! De un empujón lo tiró al piso y Hugo quedó mirando el cielo. —Yo lo hago —dijo Manuel balbuceando y agarrándose las costillas del dolor. —¿Qué decís? —Dejáme que yo lo hago, vos lo vas a hacer sufrir, lo vas a lastimar, sos muy bruta. La enfermera pensó un instante y estudió su rostro. —Está bien, pero hacelo rápido que no puedo perder más tiempo. Le entregó la jeringa a Manuel y se alejó un poco para observarlo mejor. Éste se paró despacio, miró a la enfermera, respiró hondo y se dirigió a Hugo. —Amigo, confía en mí, no te va a doler —le dijo consolándolo y acariciándole el pelo. —Pero Manuel… —intentó balbucear Hugo. —Confía en mí. Esto se termina pronto. Manuel se acercó a Hugo con la jeringa en la mano. Lo puso de espalda a él y en el momento que le iba a clavar la aguja sintió un fuerte pinchazo en su cuello. —¡Pelotuda! ¡Qué hiciste! Manuel cayó de nuevo, esta vez con una jeringa clavada en su yugular. Intentó en vano quitársela, pero ya no tenía más fuerza. El sedante había penetrado en sus venas. Estiró la mano hacia la enfermera, la miró por última vez a los ojos y se desmayó. Hugo se acercó a Manuel llorando y se tiró encima de él. —¡Ayudalo, se va a morir! —Quedáte tranquilo querido, solo lo dormí. Le di un sedante. Estaba muy nervioso. Acompañame adentro. Llevó a Hugo hasta su habitación y volvió con dos enfermeros para ocuparse de Manuel. Lo arrastraron hasta la enfermería y lo subieron a una camilla. —Gracias. Yo me encargo desde acá. Cuando quedó sola en la habitación tomó su celular del bolsillo y marcó un número. —Hola… Tuve un pequeño problema, pero lo pude solucionar. Conseguí a uno mejor. Ya tengo los órganos que andabas buscando. Como quedamos, nos encontramos el sábado. --- Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado en el año 2014.

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Carta desolada

Mar del Plata, jueves 19 de septiembre de 2013 Estimado Dr. Garmendia: ¿Cómo le va? Espero que bien, porque digamos que, a mí, no. Creo que he tenido una recaída y me urge hablar con usted. Le escribo esta carta porque no me puedo comunicar por teléfono (o quizás no me quiera atender las llamadas). Es una vergüenza que un profesional se haya olvidado de su paciente. ¿Y el juramento hipocrático y todo eso? ¿Cuánto tiempo pasó de nuestro último encuentro? Dos, tres meses. Es mucho, doctor. Necesito contarle mis nuevos problemas, que son ocasionados por los viejos problemas. ¿Se acuerda, doctor? ¿Se acuerda cómo llegué a su consultorio hace tres años? Era una piltrafa, y usted me curó. Usted hizo que yo salga adelante. O eso creí hasta ahora. Como ya le dije, me parece que tengo una recaída, como a usted le gustaba decir. Igual, no quiero que me malinterprete. Esperemos a que me vea de nuevo para diagnosticarme como se debe y como sólo usted sabe hacerlo. ¡Atiéndame doctor, por favor! Soy una mujer desesperada. Hace unos días, fui al consultorio que comparte con el doctor Cima y la secretaria me miró de una manera que me incomodó. Como si no me conociera. Al final me dijo que usted tenía la agenda ocupada o algo por el estilo. No le entendí muy bien. Terminó diciéndome si no quería mejor hacerme ver por el doctor Cima. “¡Quiero que me vea mi doctor!”, le grité y salí a las apuradas pegando un portazo. No es que no tenga confianza en el doctor Cima, es que, no sé cómo explicarlo. Es cuestión de química, ¿me entiende? Además, dígame la verdad, no va a tener un tiempito para mí, para su paciente de años. Dele. Sea bueno. Atiéndame. No sea malo. ¿Qué le hice? Si lo ofendí por algo, no fue mi intención. Usted sabe todos los problemas que tengo. Volvieron las sospechas, doctor. Esas que me carcomían el cerebro hace un tiempo, ¿se acuerda? Pero esta vez, no son sólo sospechas e inventos de la mente ante hechos no comprobados en la realidad, como solía usted decirme. Ahora tengo pruebas. Recuerda que una vez le dije que tenía el presentimiento de que mi marido me engañaba. Usted a lo mejor no comprende lo que es el sexto sentido de una mujer, pero le cuento que esas “fantasías” se están convirtiendo en “realidad”, doctor. Mi marido era un hombre que le gustaba quedarse en casa. Resulta que ahora se le dio por juntarse con sus amigos todos los jueves a la noche a cenar y jugar al truco. Por supuesto que esto, no me lo creo, doctor. ¿Usted me entiende? La cuestión es que no aguanté más y el jueves pasado, cuando se preparaba para salir, y mientras se estaba dando un baño, me acerqué sin hacer ruido hacia la pieza y hete aquí la primera prueba. En la cama estaba acomodada toda la ropa que usaría esa noche. También estaban los cigarrillos, el reloj, el celular, un pañuelo, la billetera, y sobre la mesita de luz, estaba el perfume importado que se compró en el shopping hace más de un año. El que sólo usa en ocasiones especiales, como, por ejemplo, para cumpleaños y eventos en la empresa. ¿Para qué se va a poner perfume para juntarse con los amigos, eh, doctor? Primera prueba. La otra que encontré es más certera y directamente implicante. Descontrolada al ver el perfume en la mesa, no soporté y le revisé el teléfono. Sí doctor, se lo revisé. ¿Y sabe que tenía? Tres llamadas de un tal{" "} “Leo”, que por supuesto no conozco. No tiene ningún amigo llamado Leo o apodado de ese modo. Seguro es alguna amante, a quién registró como contacto con ese nombre para despistarme, porque sabía que tarde o temprano le iba a revisar el celular. Pero esto no es todo, doctor. Tenía varios mensajes de ida y vuelta con ese Leo que paso a transcribírselos a usted, porque me los acuerdo de memoria. —“¿Cómo estás para esta noche?” —le escribe ese tal Leo a mi marido. —“Hoy no voy a tener piedad con vos” —le responde mi marido. —“Eso lo veremos. Traete las pelotas que las vas a necesitar” —le replica Leo. —“Ya vas a ver lo que te hago con estas pelotas. Besitos bonita” —le termina de escribir mi marido. ¡No se imagina como me puse, doctor! Me largué a llorar en el acto y me tiré en la cama, arriba de toda la ropa de mi marido. A todo esto, el muy turro, sale del baño y me intenta consolar. Me pregunta ¿qué me pasaba?, ¿porque me había puesto así? Yo le muestro los mensajes y ¿adivine qué me dijo? —“¿Por esto estás así?”. —“¡Sí, por eso estoy así!, ¿te parece poco?” —le contesté. Le cuento mis sospechas de que le puso “Leo” a un contacto de alguna mujerzuela. Me mira y se empieza a reír, doctor. ¿Puede imaginar? ¡Yo llorando desconsolada porque mi marido me engaña y él se ríe en mí cara! En un momento me dice que Leo era un compañero de la oficina, hasta me dijo el apellido y el sector donde trabaja, pero no me los acuerdo. Estaba muy nerviosa, doctor. También me dijo que esos mensajes pertenecían a unas bromas que se gastaban antes de los partidos de truco. ¿Usted va a pensar que yo le creí? No. No le creí ni una palabra, doctor. Le empecé a gritar que era un mentiroso y un embustero. Él no me prestaba atención y se vestía como si nada hubiera pasado. Se puso la camisa, el jean, los mocasines sin siquiera mirarme a los ojos en ningún momento. Hasta que se puso el perfume importado. ¡¿Para qué?! Ahí sí que no aguanté más, doctor. A mí por boluda no me van a tomar. Me le tiré encima, desgarrándole la ropa y arañándole toda la cara. De un empujón me revoleó de vuelta a la cama. Ya le conté de la fuerza que tiene mi marido, doctor. Que puedo hacer yo con mis cincuenta kilos contra una mole como él. Encima cuando se estaba acomodando de mi ataque entra Juancito preguntando qué pasaba. Mi pequeño hijo, doctor, preocupándose por sus padres. ¿Se acuerda de él? No se imagina lo grande que está. Pasó a segundo y la maestra dice que es muy inteligente y despierto para su edad. Me parece que tiene una noviecita, doctor. El otro día le revisé el cuaderno y tenía escrito, en los márgenes, el nombre “Camila” y unos corazoncitos alrededor. Que rápido crecen los chicos, y uno no lo percibe. Acuérdese lo que le digo, cuando me quiera dar cuenta, va a estar yéndose a la universidad y me va a dejar sola. Sí, sola, doctor. Es que mi marido, después de esa noche, es otra persona. No me habla. Comemos en silencio. Ni bien termina de cenar se tira en el sillón para ver fútbol. Mira cualquier partido, doctor. Checoslovaquia contra Nigeria, con tal de no compartir más tiempo conmigo. Después nos acostamos, también en silencio, y ya no le excito, doctor. Ya no me toca. Ni siquiera me mira. Recuerdo cómo nos mirábamos cuando éramos adolescentes. Que épocas aquellas. Algún día de estos me pide el divorcio, acuérdese lo que le estoy diciendo. Bueno, doctor, no estoy con más fuerzas para seguir escribiéndole. Contarle el incidente con mi esposo me agotó física y mentalmente. Espero que al leer esta carta comprenda por todo el tormento y la angustia por la que estoy pasando, se apiade de mí, de mi sufrimiento y me vuelva a atender. Tengo varios problemas más, como la relación con mis amigas y la separación de mis padres después de treinta años de casados, pero eso lo dejo para otra carta o para contárselo en persona si me concede una hora de su tiempo. Deseo con todo mi corazón que se encuentre bien donde quiera que esté, y que no se haya hecho daño cuando su bote naufragó en el Rio de la Plata. Es traicionero ese río, doctor. Mire que se tenía que ir hasta allá para pescar, y encima se embarca solo con la tormenta que se venía. Le dejo esta carta en una botella en el mar, sobre la Playa Bristol. Por favor respóndame cuando la reciba. Le mando muchos cariños. Eva Este cuento pertenece al libro La soledad del alma, publicado en el año 2014.

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